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Uno. Hace unas semanas me obsesioné con los suicidios de los soldados israelíes. Salieron consecutivamente varias noticias, las rastreé todas. Para mí esos hombres y mujeres que tomaban su propia vida tras acabar con otras vidas en Gaza suponían una grieta de posibilidad. No es alegría por su muerte: ojalá que esas personas no se hubieran suicidado, que esas personas no hubieran cometido atrocidades, o no hubiesen visto a otras cometerlas. Que nunca hubieran formado parte de un ejército de ocupación que solo puede servirse de la violencia más brutal para conquistar el derecho de estar en una tierra que no es la suya. Se hubieran salvado también ellos, los soldados suicidas, si nunca hubiese habido ocupación, colonialismo, ideologías supremacistas como el sionismo.
Sí, hay soldados israelíes que se quitan la vida cuando vuelven del frente genocida. No pueden soportar lo que han vivido. Dicen que el síndrome del shock post traumático está haciendo estragos. Y me pregunto si el trauma les viene de ver morir a los suyos o de verlos matar. Me pregunto si les viene del terror a perder la vida bajo el fuego de la resistencia palestina, o del pánico respecto a lo que se han convertido. De qué imágenes y experiencias se alimenta su espanto, qué fantasmas les acosan: los de otros israelíes como ellos, caídos en alguna emboscada. O los de las niñas a las que arrebataron su hogar, su familia, su tierra, su historia y finalmente su vida.
No hay forma moral de mantener el status quo, ni paz en la que Israel no tenga algo que perder
Esta semana leí un artículo en Hareetz que abordaba los crímenes de guerra dentro del ejército de ocupación. Su autor, un psicólogo israelí, catalogaba a los soldados en varios grupos: los crueles, artífices de las mayores barbaridades, los supremacistas israelíes que presenciaban todo aquello sin conflicto moral, los incorruptibles, que no podían soportar lo que veían y acababan denunciando las mayores aberraciones, los seguidores, a priori no violentos pero que acababan cometiendo atrocidades siguiendo a los más crueles. Este grupo, el más amplio, muchos sufren lo que el autor del artículo llama, heridas morales, abismos en su humanidad por donde se cuela el trauma: Una de las personas entrevistadas revelaba que se había sentido como un nazi, mientras los palestinos eran los judíos de esa historia. El psicólogo apunta a un último grupo, el de los comedidos, los moderados que respetan los códigos militares.
Tras catalogar detalladamente a los soldados israelíes respecto a su relación con asesinatos aleatorios, agresiones contra niños, ataques contra civiles, y todo un conjunto de crímenes de guerra reconocidos, el autor del artículo hacía un gran esfuerzo por defender los estándares morales del ejército abogando porque los soldados “incorruptibles”, pusieran orden entre aquellos que actuaban al ritmo de la deshumanización, la crueldad y la venganza. Terminaba como una loa a los valientes soldados que combaten para la defensa de Israel.
Una se pregunta cómo alguien puede creer en los estándares de un ejército que sólo puede estar donde está a través de la crueldad y la intimidación continua. Algunos jóvenes israelíes lo han entendido, conforman un sexto grupo, el que se niega a sumarse al ejército y paga el precio de su humanidad en la cárcel. Y es que no hay forma moral de mantener el status quo, ni paz en la que Israel no tenga algo que perder. Urge que Israel se desangre por sus heridas morales, y de las cicatrices nazca algo nuevo, una entidad distinta, que no se sostenga sobre el apartheid, ni tenga un ejército de ocupación que aspire al imposible de ser moral mientras sostiene lo que solo se puede sostener con el odio racista al pueblo palestino.
Dos. Un vídeo muestra un niño palestino llorando angustiado mientras ve a su padre quemarse vivo en una tienda de campaña en Rafah. En Gaza gobierna el trauma. No habría suficientes profesionales de la salud mental en el mundo para sanar su herida. Porque el trauma de los palestinos no es moral, tampoco mental, es un trauma colonial que no va a cesar hasta que cese la ocupación, mientras queden palestinos con vida.
Recientemente Francesca Albanese presentó un nuevo informe llamado El genocidio como supresión colonial de Palestina. Nos gusta escuchar a Albanese porque es valiente y no se calla, porque dice la verdad allá donde va. Pero la verdad es una mierda. La verdad es traumática. Un trauma lleno de niños viendo morir a sus padres, y madres viendo morir a sus hijos, un trauma récord compuesto de récord de periodistas muertos, y récord de niños amputados, y récord de destrucción y de muerte, esas son las armas que nutren el colonialismo, el mecanismo que lo apuntala: el genocidio.
El trauma coloniza Gaza y Cisjordania: La conciencia de estar bajo exterminio, sin lugar seguro, ver lo tuyo y lo de tus vecinos arrasados, cuerpos rotos en pedazos, ruinas, ruinas y más ruinas como único paisaje. El fuego que podría caer de cualquier parte, drones que te persiguen y el ruido apoderándose de los cielos y las mentes. El hambre como una bomba interna detonando de a poco, destruyendo por dentro tu vida y la de tus hijos. La enfermedad que se aferra a los cuerpos sin cortapisas, los hospitales y las escuelas devenidos objetivos privilegiados de las fuerzas israelíes a las que medio mundo suministra armas. De qué dimensiones será el trauma, qué tan profundo se arraigará en los corazones y la tierra. No solo los soldados israelíes no soportan seguir con la vida manchada de muerte, un informe de Save de Children demostraba que, ya en 2022, el 55% de los niños y las niñas de Gaza, había tenido ideaciones suicidas. Da vértigo pensar a cuánto ascenderá ese porcentaje ahora.
Acabamos 2024 rotas, deseando que se rompa todo, que cortocircuite la banalidad del mal, el terror y la impotencia. Que no sea solo insoportable sufrir un genocidio, que también lo sea perpetrarlo, presenciarlo
Tres. Abubaker Abed escribió el 7 de octubre de 2024 una crónica para El Salto. Desde Deir al-Balah, el joven periodista explicaba el dolor cotidiano de sobrevivir a lo insoportable. El pasado 25 de diciembre compartía en sus redes: “Estamos muriendo de todas las maneras posibles. Nuestro sufrimiento ha alcanzado niveles enormemente inimaginables. No puedo más. No puedo imaginar qué le ha pasado a la humanidad”. Leo a Abubaker y siento sangre y pólvora en la conciencia, y en mis manos, que casi ya no escriben de Gaza, la herida de la impotencia.
En los últimos meses, se nos han llenado los ojos de cadáveres, hemos visto a gente quemarse viva, hospitales bombardeados, historias de crueldad que abarrotan las páginas de la infamia. Hemos visto arrasar a un pueblo entero, en la impunidad. Pero también hemos visto a soldados burlarse en vídeos de tiktok de quienes lo han perdido todo. Familias enteras asaltando camiones de ayuda, evitando que agua, comida y medicina lleguen a Gaza. Personas legitimando la muerte de los palestinos en calles, tribunas u organismos internacionales. Hemos visto lo peor de la humanidad, y no se acaba. ¿Existe el trauma del testigo?
Acabamos 2024 rotas, deseando que se rompa todo, que cortocircuite la banalidad del mal, el terror y la impotencia. Que esta geopolítica del trauma se tope con un ejército de desertores de sus lógicas, y que florezca de esta humanidad rota una gramática de lo intolerable. Que no sea solo insoportable sufrir un genocidio, que también lo sea perpetrarlo, presenciarlo. Que bajo las ruinas morales de estos tiempos queden raíces humanas, memoria y resistencia que broten y se abran paso horadando la agenda política de la crueldad.
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Realmente necesitaba leer este artículo, porque somos muchos los que estamos rotos con este genocidio televisado y con la impotencia de no poder hacer gran cosa. Creo que Gaza lo cambia todo, y mucho hemos abierto los ojos de verdad. Y es difícil permanecer impasible cuando te das cuenta que, como dices, la verdad es una mierda