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Opinión
Abrazar la reacción para salvar la propiedad privada
Los discursos de extrema derecha son utilizados por las clases dominantes para consolidar sus intereses económicos y políticos. Entre todas las patas de la retórica neofascista, la defensa de la propiedad privada es uno de sus pilares más firmes. En el siguiente artículo, trataremos de vincular cómo se rearticulan las posiciones políticas de las clases propietarias durante el ciclo inmobiliario iniciado en 2013 con los discursos de extrema derecha que estigmatizan a las clases no propietarias, en concreto a la población migrante.
Propondremos la hipótesis del rentismo nativista como un fenómeno ligado a la consolidación del rentismo popular. Así, pretendemos que el artículo contribuya a desarrollar un marco teórico de convergencia entre la lucha antirracista y el movimiento por el derecho a la vivienda.
La consolidación del rentismo popular
Al margen de lo que afirma la demoscopia, las clases medias no salieron mayoritariamente perjudicadas de la crisis inmobiliaria de 2008. Las encuestas que anunciaban un descenso general en los niveles de vida contribuían al victimismo de una clase que, si bien había sufrido la proletarización de los estamentos más precarizados, también percibía cómo los eslabones intermedios y altos salían consolidados de la Gran Recesión.
Los resultados de la crisis contradecían las predicciones del marxismo más dogmático. No se veía por ningún lado la supuesta tendencia capitalista según la cual la descomposición de las clases medias en épocas de crisis daría lugar a una sociedad radicalmente dividida entre proletarios y grandes burgueses. Más bien ocurre lo contrario: la clase media resiste y se afianza amparada por el Estado gracias a varios mecanismos de consolidación social.
La posesión o adquisición de bienes inmuebles distintos a la vivienda habitual durante la Gran Crisis y el período posterior opera como un valor refugio para las clases medias
Uno de estos mecanismos, y quizás el más importante, es el acceso a la propiedad inmobiliaria. La posesión o adquisición de bienes inmuebles distintos a la vivienda habitual durante la Gran Crisis y el período posterior opera como un valor refugio para las clases medias. Esto permite a los propietarios sortear las consecuencias del desastre y afianzarse en la fase de recuperación. La clase media se beneficia del proceso de desposesión hipotecaria que sufren las trabajadoras durante y después de la crisis, recomprando gran parte de los pisos expropiados a las familias hipotecadas.
Esto explica cómo en 2017 “el 39% de los hogares españoles tenían inversiones en inmuebles diferentes a la vivienda habitual”, según escribe Pablo Carmona en La democracia de propietarios. Fondos de inversión, rentismo popular y la lucha por la vivienda, (Traficantes de sueños, 2022), una cifra muy superior a la del resto de países europeos. Al mismo tiempo, a partir de 2018, el perfil del rentista tipo “era el de una persona con ingresos situados entre los 12.000 y los 60.000 euros con dos, tres o cuatro propiedades. Puras clases medias”, según consta en la misma publicación de Carmona.
Calificar como “pequeño rentista” a un propietario con tres o cuatro viviendas en alquiler a precios de mercado podría caer en una banalización del fenómeno del rentismo
Usamos el término “pequeño rentista” como una manera de identificar la clase social que acapara, en términos cuantitativos, la mayor parte de las rentas inmobiliarias. No haremos, en este caso, un uso crítico del término. Nos limitaremos a señalar que calificar como “pequeño rentista” a un propietario con tres o cuatro viviendas en alquiler a precios de mercado podría caer en una banalización del fenómeno del rentismo y entrar en contradicción con los postulados políticos de la mayor parte del movimiento por la vivienda.
Las nuevas posiciones rentistas de la clase media necesitaban legitimarse discursivamente. En la retina del “pequeño rentista” aún se dibujaba el miedo a la estigmatización social que habían sufrido los bancos y las sociedades inversoras durante la crisis. La PAH había logrado que calara la imagen de las entidades bancarias como instituciones avariciosas y antisociales que se habían enriquecido gracias al engaño y la estafa de las hipotecas basura. Esta presión permitió que se aprobaran regulaciones ambiciosas contra los grandes propietarios, como la legislación autonómica de 2017 que permitía expropiar viviendas vacías a grandes tenedores o la ley catalana de 2015 que evitaba los desahucios y obligaba a los grandes propietarios a realizar alquileres sociales.
La meritocracia emergió como el elemento clave: los pequeños rentistas se presentaban como merecedores de sus privilegios gracias al esfuerzo económico de sus padres, el ahorro o la astucia inversora
Los “pequeños y medianos rentistas” no podían permitirse regulaciones que fueran en contra de sus intereses. Necesitaban elaborar un discurso que justificara su derecho a especular y que, al mismo tiempo, los legitimara como merecedores de este privilegio frente al demérito de los bancos, fuentes de inversión y grandes propietarios que habían accedido a la propiedad de manera socialmente ilegítima.
La meritocracia emergió como el elemento clave: los pequeños rentistas se presentaban como merecedores de sus privilegios gracias al esfuerzo económico de sus padres, el ahorro o la astucia inversora. Este discurso se consolidó a pesar de que, en 2019, entre el 85% y el 90% de los pisos de alquiler estaban en manos de pequeños propietarios, mientras que las empresas solo controlaban el 9,3% del mercado.
La estigmatización de los desposeídos: una justificación meritocrática de la renta
El derecho a especular de los “pequeños y medianos rentistas” se consolidaba, en parte, gracias a la impugnación que los movimientos sociales habían hecho de los privilegios de los de arriba: los grandes propietarios, bancos y fondos de inversión. Ahora les tocaba a los “rentistas modestos” articularlo hacia abajo, es decir, contra las clases no propietarias.
Los propietarios iniciaron una campaña de defensa feroz de sus intereses a costa de estigmatizar a los inquilinos. La falta de esfuerzo o motivación, el malgasto del patrimonio, la dependencia de las ayudas sociales, la ausencia de ahorro o las malas decisiones inversoras constituían el núcleo de este discurso que señalaba a los estamentos no propietarios como culpables de su propia situación de desposesión material y precariedad.
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Entre los desposeídos, la población trabajadora inmigrante ocupaba un lugar especialmente vulnerable. ¿Era casualidad que, mientras se afianzaban los privilegios de los rentistas, también cobrara fuerza el discurso antiinmigratorio? Creemos que no. La cuestión de la propiedad es uno de los principales factores que alimentan los discursos de odio contra los migrantes.
El discurso xenófobo precrisis inmobiliaria trataba de estigmatizar a los inmigrantes desde el prisma del trabajo, principalmente. Las tasas de desempleo del Estado Español encontraban su eco en una retórica populista de carácter laboral: “los inmigrantes nos quitan el trabajo a los españoles”. La etapa anterior a la Gran Recesión de 2008 estaba caracterizada por una bonanza económica en la que el salario aseguraba un determinado nivel de vida a las clases trabajadoras y medias. Los inmigrantes que accedían al trabajo asalariado —en peores condiciones que los nativos, cabe decir— eran vistos como usurpadores de un supuesto privilegio nacional.
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La época en la que el salario “aseguraba” un mínimo bienestar se ha extinguido. En este momento, es la renta inmobiliaria lo que garantiza a las clases medias mantener su estatus y alejarse de la proletarización en momentos de crisis. Como decíamos antes, tras la Gran Recesión, los propietarios tratan de legitimar sus nuevas posiciones rentistas presentándose como merecedores del derecho a especular por encima de aquellos que no se lo habrían ganado.
Hábilmente, la extrema derecha canaliza este discurso hacia los inmigrantes que “viven de ayudas y no trabajan”, “cometen delitos con impunidad” o “no se han esforzado por tener un patrimonio tal y como lo hicieron nuestros padres”. Aparece un discurso moral de autolegitimación que busca en los inmigrantes un chivo expiatorio a partir del cual justificar los privilegios derivados de la renta. Este es el germen de lo que decidimos llamar rentismo nativista.
Rentismo nativista es un concepto que describe la retroalimentación de los discursos interesados de los propietarios y los marcos ideológicos de la extrema derecha en un mismo corpus narrativo
El rentismo nativista es un concepto que describe la retroalimentación de los discursos interesados de los propietarios y los marcos ideológicos de la extrema derecha en un mismo corpus narrativo. Ambas patas del aparato conceptual se refuerzan mutuamente, de manera que los propietarios —de facto o aspiracionales— legitiman el acceso al privilegio de la renta desde parámetros nativistas y, al mismo tiempo, los discursos xenófobos encuentran en los intereses rentistas una palanca de presión a favor de la propaganda ultra.
Acabamos de exponer el primero de los elementos que entran en juego en el rentismo nativista: la meritocracia. Los propietarios presentan el acceso a la propiedad de forma meritoria —a diferencia de los inmigrantes y otros sujeto inquilinos— y aprovechan esta retórica como un vector de legitimación para justificar el uso especulativo ejercido sobre dicha propiedad.
Abrazar la reacción para salvar la renta: la victimización de los propietarios
El segundo elemento que caracteriza al rentismo nativista es la victimización de los propietarios. La extrema derecha ha domesticado el miedo de las clases medias a perder su bienestar material, identificando a los inmigrantes como una amenaza para la rentabilidad de la propiedad inmobiliaria. Este discurso se fundamenta en la asociación entre inmigración e inseguridad social: la delincuencia, la ocupación, la precariedad y la apropiación del espacio público son atribuidas a la presencia de inmigrantes.
Esta sensación artificial de inseguridad obliga a los propietarios a asumir menos riesgos en el mercado inmobiliario, manteniendo vacíos los inmuebles por temor al impago o invirtiendo en seguridad (alarmas, seguros, empresas de desocupación). La supuesta “desprotección” de los propietarios los obliga a comportarse de manera cautelosa, provocando un agravio comparativo respecto a los inversores que tienen propiedades en barrios céntricos y menos “multiculturales”, los cuales disfrutan de más libertad de movimiento y obtienen rentabilidades elevadas por pisos no necesariamente mejor gestionados.
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Posteriormente, los mismos que generan el pánico son los que ofrecen soluciones: deportaciones, aumento de penas, militarismo. Así, la extrema derecha se erige como la única capaz de defender el privilegio de la renta, seduciendo a un sector amplio de la población que depende de la rentabilidad inmobiliaria para mantenerse.
Este discurso también afecta al turismo, una fuente clave de ingresos para los rentistas. Algunos artículos en Eldiario.es y La Directa sugieren una relación entre el turismo masivo y el aumento del voto de extrema derecha. Los propietarios podrían ver en los discursos antiinmigratorios una forma de proteger sus beneficios ante el temor de que la inmigración desplace a los turistas hacia barrios menos “conflictivos”. Un perfil migrante cuya precariedad y, en menor medida, cohesión comunitaria y organizativa, impide al propietario incrementar la extracción de rentas al mismo ritmo que los rentistas de otras partes de la ciudad. Este factor choca con las aspiraciones de una clase propietaria venida a más que ve cómo los precios de sus activos suben menos que en barrios más “deseables”.
La extrema derecha genera un relato que presenta a los propietarios como los damnificados de la llegada de inmigrantes, al tratarse estos últimos de una población a la cual es más difícil extraerle rentas elevadas —en comparación con otros perfiles— y cuya presencia impide la gentrificación completa del barrio o de la ciudad.
En este marco discursivo se invierte el concepto de víctima que tradicionalmente los estados de bienestar habían otorgado a los grupos sociales situados la parte baja de la pirámide. Ya no es víctima el trabajador inmigrante o nativo que ingresa el 50% o 60% de su sueldo a su casero. Ahora la víctima es el propietario que debe conformarse con una rentabilidad del 6% con un contrato de alquiler residencial —o dejar el piso vacío para “que no se lo okupen”— cuando en el barrio de al lado los pisos ofrecen rentabilidades del 8% y los contratos temporales permiten aumentar el alquiler interanualmente.
El rentismo nativista
A partir del ciclo inmobiliario inaugurado en 2013, las nuevas clases propietarias se ven obligadas a elaborar un relato que les permita disfrutar e incrementar el acceso a la renta inmobiliaria y les presente como legítimos merecedores de este privilegio. Con la irrupción política de la extrema derecha, los rentistas encuentran en el discurso antinmigratorio un marco de consolidación de sus privilegios gracias a dos dispositivos fundamentales: la meritocracia y la victimización, los cuales hemos tratado de explicar en los apartados anteriores. Esta confluencia de discursos en un mismo aparato retórico es a lo que hemos denominado rentismo nativista.
El rentismo nativista es un fenómeno que requiere una estrategia conjunta entre el movimiento por la vivienda y la lucha antirracista. La puerta a una mejor interpretación de este concepto queda abierta, así como la construcción de un marco de intervención política. No basta con nombrar los hechos; también hay que actuar. La convergencia entre estas luchas es esencial para enfrentar un sistema que legitima la especulación inmobiliaria y el odio hacia los más vulnerables.
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