Movilidad
El derecho a aparcar: Alcalde, ¿dónde dejo mi elefante?

Es indispensable abrir un cuestionamiento radical, sincero, del “derecho” a aparcar y de la imposición del vehículo privado como patrón de diseño de nuestros paisajes urbanos.
Cementerio de coches
Cementerio de coches. Álvaro Minguito
8 feb 2025 07:00

Porque en todas las ciudades,
hay más casas pa los coches,
que casas para los amantes.

Chico Ocaña

En el contexto en que se ha ido desarrollando el paisaje urbano en las últimas décadas, se han ido extendiendo una serie de creencias, polémicas o consensos que en muchos casos pueden llegar a establecerse casi como una verdad inamovible, o incluso como un derecho fundamental. Hasta tal punto que en ocasiones se enarbolan banderas con el convencimiento de estar ante una causa noble o justa, sin entrar a valorar la validez o no de su fundamentación. De estas lógicas, en materia de movilidad, existen infinidad de ejemplos, algunos de los cuales vamos a intentar analizar en este espacio en las próximas entregas.

Por ejemplo, existe en nuestra sociedad de manera generalizada la creencia de que tenemos derecho a circular en vehículo privado y el derecho a aparcar nuestro coche en la calle. Dejando a un lado el primero por ahora, en todos los planes urbanísticos se recoge de manera implícita esta obligatoriedad de poner a disposición de la ciudadanía una cantidad tal o cual de plazas de aparcamiento. Y no es infrecuente entre los conductores su reivindicación, casi siempre desde el enfado, ante la dificultad para poder depositar su vehículo en la vía pública cerca de destino. Y todas las remodelaciones viarias se topan en algún momento con el supuesto derecho inalienable del acceso a una cochera privada.

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Miles de millones destinados a coches que no se venden. La sensación general es de estafa, rechazo y un descontento cada vez más reaccionario.

Ocurre que el vehículo a motor privado es de las raras excepciones en que la sociedad admite que un objeto personal pueda ser depositado en la calle. Nadie dejaría en el portal de su casa una mesa o un cuadro. Pero existe un consenso social de respeto y salvaguarda por los cientos de miles de vehículos privados que aparcan en la vía pública. Este acuerdo social tácito, unido a la mejora de los sistemas antirrobo, permite que el depósito de vehículos en la vía pública conlleve un mínimo riesgo de robo o deterioro. Una estampa muy peculiar, ya que se trata de un objeto de lujo a tenor de su precio. Y similar, por otra parte, a un pequeño elefante de 1,5T de peso.

Una usurpación del espacio público en beneficio privado que se ha ido extendiendo paulatinamente en todo el mundo como una mancha de aceite. Este supuesto es derecho es tal que incluso los edificios públicos de nueva planta suelen incorporar zonas destinadas al aparcamiento del vehículo privado del personal, con el consiguiente incremento presupuestario. O la inversión frecuente por parte de todos los alcaldes de la historia de enormes sumas de dinero público para adecentar suelo público o privado para su uso como aparcamiento privado (y gratuito).

Big Data

Cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero es importante mirar con perspectiva para comprender ciertas situaciones que en la actualidad nos parecen “naturales”, o que siempre fueron así. A veces, basta con asomarse a la ventana para hacerse a la idea de la veracidad de los datos, pero aquí van:

Se estima que a mediados de los años 70 el parque automovilístico en España era de 5,2 millones de vehículos, en su mayoría coches. A finales de 2024, la cifra ronda los 34 millones. A nivel demográfico, se ha pasado de 35 a 48 millones de habitantes. Estos datos arrojan que la relación coche/habitante en 1975 era de 1 coche por cada 6,8 habitantes. En 2025, hay 1 coche por cada 1,4 habitantes. Teniendo en cuenta que un coche medio ocupa una superficie de 10 metros cuadrados, más el espacio circundante que debe quedar obligatoriamente libre, estamos hablando que el aparcamiento en España es cuatro veces la superficie de Barcelona [1].

No es de extrañar, por lo tanto, que ya no haya niños corriendo en la plaza donde pasabas las horas jugando con tus amigos en la calle. Esa plaza ahora es un enorme pasillo, para el tránsito automovilístico o, en el mejor de los casos, una enorme campa de automóviles parados. La plaza donde jugabas de pequeño ya no existe porque tú y yo hemos resignificado su uso.

El automovilismo es el único evangelio posible en las ciudades. Y estas se han engalanado a gusto de la nueva fe y no escatiman espacio, rampas, bordillos, accesos, subvenciones, servidumbres de paso, edificios, sótanos, dinero, parquímetros, cuerpos de policía

La contundencia de los datos obliga a concluir que el utilitarismo [2] es el único credo por el que se rigen los planes urbanísticos de las ciudades de medio mundo. No deja de resultar paradójico que sea el coche llamado “utilitario” [3] el ariete de esta corriente. La ciudad utilitaria inundada de utilitarios que nos vendieron como vehículos de turismo, a pesar de que desarrolla su máxima exoticidad llevando a los niños a un colegio ubicado en una calle del centro mientras escuchas a Bob Marley dentro de tu Caverna de Latón de 4 ruedas.

El automovilismo es el único evangelio posible en las ciudades. Y estas se han engalanado a gusto de la nueva fe y no escatiman espacio, rampas, bordillos, accesos, subvenciones, servidumbres de paso, edificios, sótanos, dinero, parquímetros, cuerpos de policía, estaciones para medir la calidad del aire, funcionarios… y todo lo que sea preciso para hospedar con las máximas comodidades al indiscutible rey de la selva urbana.

De tal palo…

El episodio que se detalla a continuación es una situación de reciente incorporación al debate ciudadano, pero no es algo que sorprenda en absoluto a nadie. Ocurrió hace tan sólo unas semanas, en una convocatoria vecinal para debatir sobre el destino que se le quiere dar a un amplio solar que se encuentra abandonado desde hace décadas en un barrio del casco histórico. Un número considerable de los asistentes reclamaba la construcción de un parking como una medida lógica ante la falta de aparcamiento en la zona. Era esta una facción muy beligerante que no entendía que zonas verdes, pistas deportivas o simplemente una plaza, se contemplaran como una opción por parte de otros vecinos. Hubo debates encendidos y los que se empeñaban en el “aparcacoches” trataban con condescendencia a quienes aludían al juego de los niños como una opción de futuro y relevante a lo que destinar ese espacio. Las opciones contrarias al coche eran sistemáticamente denostadas.

Como extrapolación de estas lógicas, que terminan permeando entre los propietarios de vehículos, se derivan situaciones que rozan el paroxismo, en las que se normalizan escenas de enorme conflictividad en la obsesión por encontrar un aparcamiento lo más próximo posible a destino. Llegando a episodios de violencia de manera recurrente o alentando actitudes casi mafiosas entre los usuarios y residentes. Ejemplos, miles a diario.

Tengamos en cuenta que un conductor medio invierte entre 4 y 8 días al año tan sólo intentando buscar aparcamiento. Cifra que varía en función de la competencia por plazas en la calle, el horario de alta demanda o la distancia al destino. Podemos así hacernos una idea de la carga de frustración que se puede acumular en nuestro “yo” conductor. Desde ese rol, por lo general, analizamos siempre la situación desde una posición de altivez jerárquica con respecto a otros usuarios del espacio público, incluso de nuestros propios homólogos al volante. A los que siempre vamos mascullando insultos o improperios cuando las cosas no salen como uno había visto en el utópico anuncio de coches de la televisión.

El resultado es una realidad prácticamente distópica de distribución y ocupación urbana en torno a la movilidad que ha modificado la configuración de las ciudades de una manera total. Un evento de tal envergadura que no tiene parangón en la historia de la humanidad

La secuencia histórica ha creado una ratonera estructural muy compleja de desencriptar: en el origen, el automóvil privado era una rara avis para las clases dominantes. Posteriormente el fordismo extendió su uso entre la clase media y trabajadora, con la falsa promesa de que su posesión implicaría subir algunos peldaños de la escalera social. De este modo, los trabajadores se convirtieron en consumidores de unos vehículos que ellos mismos fabricaban, y que no necesitaban, pero pasando eso sí por la caja de una clase burguesa y oligarca propietaria de las fábricas. Las ciudades evolucionaron así, en pocas décadas, de albergar unas cuantas docenas de coches a configurarse sin solución de continuidad para soportar centenares de miles, incluso millones.

Este fenómeno, unido a la explosión demográfica de los baby boomers y al éxodo del campo a la ciudad, es decir al desarrollo de las ciudades como las entendemos hoy día, ha configurado una realidad urbana y urbanística de absoluta pleitesía y dedicación al vehículo a motor privado por encima de cualquier otro criterio de urbanidad. En consecuencia, a nivel estructural, el uso y disposición del vehículo privado es de absoluta necesidad para un amplio sector de la ciudadanía, debido sobre todo a la hipermovilidad derivada de nuestros estilos de vida, especialmente entre la población trabajadora de las áreas periféricas y de los entornos rurales, donde la dispersión urbanística y la ausencia de ofertas de transporte convierten al vehículo privado en la única alternativa de movilidad.

Todo esta dependencia ocurre, además, a pesar de las enormes repercusiones que ello conlleva en la vertebración del territorio; en el acceso al mundo laboral o al resto de servicios en condiciones de equidad para la mayoría social; o el propio perjuicio económico que supone para las familias de clase media y baja la obligación tácita de disponer de un artículo de lujo que las encadena al endeudamiento (y por ello al trabajo), cíclicamente, durante décadas. En la sociedad de consumo, el vehículo privado representa quizá la metáfora más palpable de la necesidad de trabajar para sufragar el ingente gasto que nos permite, a su vez, acceder al trabajo.

De manera rotunda, cabe afirmar que no hacen falta tantos coches, sobre todo privados, para disfrutar de la potencial aportación al bienestar y desarrollo humano que supuso y supone el vehículo a motor privado

El resultado es una realidad prácticamente distópica de distribución y ocupación urbana en torno a la movilidad que ha modificado la configuración de las ciudades de una manera total. Un evento de tal envergadura que no tiene parangón en la historia de la humanidad, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ciudades como Córdoba, Roma o Atenas, verbigracia, han sido moldeadas de una manera mucho determinante en su configuración urbana debido al coche privado que gracias a su pasado califal, imperial o como cuna de la civilización occidental, respectivamente. Y resulta necesario evidenciar cómo el coche privado ha influido de tal modo en la sociedad moderna que ha transformado no solo las ciudades y el urbanismo, sino también las relaciones sociales, los hábitos culturales, las costumbres de consumo y las estructuras económicas.

En contraposición a esta omnipresencia tan sólo se han propuesto, hasta la fecha, medidas paliativas como la proliferación sistemática de aparcamientos subterráneos. Siendo esta una lógica continuista que plantea más problemas de los que resuelve. Puesto que la solución para este entuerto no puede residir en la construcción de búnkeres subterráneos en obras faraónicas, en su mayoría sufragadas con dinero público, para sepultar bajo tierra los vehículos privados y que sólo privilegie a los conductores de alto poder adquisitivo. Esta medida no es más que una huida hacia adelante dentro de un callejón sin salida. Como meter la suciedad debajo de la alfombra, y valga el grafismo de la analogía. Con las constantes polémicas y complejas implicaciones que este hecho incorpora en la gestión del patrimonio histórico o arqueológico.

Estamos transidos de hábitos, recuerdos y melancolía y no hay nada más desgarrador que tener que despojarse de las identidades y las referencias que conforman la espina dorsal de la personalidad. El olor a gasolina, la estampa del 600 o los viajes en coche nos devuelven a la infancia de la misma manera que el olor a churros con chocolate. Y aunque son innegables las ventajas que el automóvil ha generado en nuestra sociedad (rapidez, independencia, logística, etc.), su monopolio en la pirámide urbana y el encumbramiento de su posesión a nivel privado hace tiempo que produce más quebrantos que beneficios. De manera rotunda, cabe afirmar que no hacen falta tantos coches, sobre todo privados, para disfrutar de la potencial aportación al bienestar y desarrollo humano que supuso y supone el vehículo a motor privado.

Antropología del parking

Ampliando el foco, no estamos hablando sólo de la desamortización cuantitativa del espacio público en favor del vehículo privado. Sino también de una configuración urbanista que ha arrasado con buena parte de la memoria colectiva o patrimonial de la ciudad, con enormes efectos a nivel antropológico o sociológico. O, incluso, psicológico, desde la perspectiva del individuo.

La estructura física y el diseño de la ciudad tienen un impacto directo en cómo las personas se relacionan, se organizan y cómo viven su día a día. El espacio urbano, material, define las condiciones de vida de las personas y afecta a su comportamiento, su desarrollo o sus relaciones sociales.

Basta con echar un vistazo a las obras de expansión de nuevos barrios en las periferias de las ciudades [...]. Allí, el área reservada al vehículo privado no sólo no se reduce, sino que va colonizando espacio con denuedo y a velocidad de vértigo

De manera parecida a como la climatología o la orografía determinan la organización social de una comunidad, igual ocurre con el urbanismo. Aplicándolo a otro ámbito, por ejemplo, sería tan sencillo como argumentar que, grosso modo, las sociedades que viven cerca de las costa tienen más hábitos y conocimientos sobre el mar (la pesca, el surf o las mareas) que las personas de interior.

Por inferencia, la ciudad en que vivimos influye en nuestra manera de ser humanos, urbanos. El urbanismo, como ya es bien sabido, no es neutro. De todo ello se ocupa la antropología urbana, disciplina que traza la relación entre la configuración de la ciudad con los patrones de comportamiento y las maneras de ser “urbano”. En definitiva, la ciudad en que vivimos nos determina como sociedad. También a la inversa. En una tensión constante que, sea como sea, ha establecido el utilitarismo como criterio de selección. Y, como ya se ha dicho, en esta lógica siempre gana el automóvil de uso privado. Para constatar esta aseveración, basta con echar un vistazo a las obras de expansión de nuevos barrios en las periferias de las ciudades, que dan buena fe de ello. Allí, el área reservada al vehículo privado no sólo no se reduce, sino que va colonizando espacio con denuedo y a velocidad de vértigo.

Si pudiéramos reunir en un museo, o tan sólo imaginarlo, la inabarcable pérdida material ―arqueológica, natural y patrimonial― e inmaterial ―ritos, costumbres o hábitos― como consecuencia de la conversión sin límite de los espacios urbanos en aparcamiento de uso privado en superficie o subterráneos, especialmente en ciudades como Córdoba o Roma; no sería en absoluto descabellado elevarlo como uno de los eventos de mayor trascendencia civilizatoria de los que se tienen registro.

Get up for your rights. Not for parking

Pues bien, dicho todo lo anterior, y aunque a estas alturas resulte una obviedad, tenemos que erigir un letrero gigante en cada rotonda con el siguiente principio: Aparcar no es un derecho. No está registrado en ningún texto legal. Y hay que difundirlo hasta la saciedad en las asociaciones, comunidades de vecinos, urbanistas y centros educativos hasta que retumbe en los plenos municipales. De hecho, ni siquiera existe el derecho a circular en coche privado. Y no sólo no existe sino que, sencillamente, sería inaplicable. Para adquirir un derecho, este no puede reducirse a un determinado sector de la población. Ni puede implicar la compra y manipulación de un objeto de varios miles de euros o toneladas de peso.

Existe el derecho a una vivienda digna o el derecho de reunión. También el derecho de libre circulación, pero no en el sentido que el lobby automovilístico nos quiere hacer ver, y del que nos ocuparemos en otro momento.

Invocar el derecho a aparcar un vehículo privado tiene el mismo rigor jurídico que reclamar el derecho a aparcar un helicóptero en plena calle. O exigir legitimidad de acceso a tu domicilio o lugar de trabajo con un elefante

Si por un lado se argumenta con frecuencia el pago de impuestos por parte de los propietarios de vehículos, como la justificación para reclamar que las administraciones sufraguen el gasto ingente que supone el adecentamiento y mantenimiento de espacios públicos para aparcamiento de los vehículos a motor privados. Por otro lado, es bastante poco serio aducir que 90€ que cuesta de media el Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica al año pudiera compensar tal dispendio (el mal llamado “Impuesto de Circulación”).

Lo cierto es que el hábito de aparcar el vehículo privado en la calle choca frontalmente con otros derechos formalmente recogidos en la carta de derechos. Como el de jugar libremente en la infancia [4]; el derecho a la accesibilidad universal de ciudadanos con capacidades motóricas reducidas; de familias con carritos; o el simple interés general del uso del espacio público.

A nivel normativo, invocar el derecho a aparcar un vehículo privado tiene el mismo rigor jurídico que reclamar el derecho a aparcar un helicóptero en plena calle. O exigir legitimidad de acceso a tu domicilio o lugar de trabajo con un elefante.

Por lo tanto, reclamar el derecho a aparcar es una pataleta para imponer una norma sin fundamento que afecta al desarrollo general de la sociedad, que no tiene rigor jurídico y que supone en último término una lógica de ocupación privativa del espacio público de enormes consecuencias. Por ello la financiación pública de aparcamientos -que desde esta perspectiva no pueden ser sino privados- es perpetuar un privilegio disfrazado de interés general. Los privilegios se oponen al concepto de derecho. Y es de suma trascendencia incorporar esta argumentación inapelable al discurso y sobre los planos para la construcción del paisaje urbano y social del futuro.

Oct-2024

P.D. Este texto de divulgación se escribió entre septiembre y octubre de 2024. Entre esa fecha y su publicación ha ocurrido el devastador evento de la DANA en la Comunitat Valenciana. Sirva como homenaje para todas las personas que perdieron su vida en el delirio de ir a salvar su vehículo al aparcamiento cuando más arreciaba el temporal en Valencia el pasado 29 de octubre de 2024. Un delirio del que la sociedad en su conjunto es responsable. Y que, en lugar de señalar al cielo o a la AEMET, debe ilustrar lo siniestro de ciertas convenciones sociales.

[1] Este dato es aproximado y tiene en cuenta únicamente los coches estacionados. Si estos estuvieran en movimiento o en fila con espacio intermedio el área necesaria sería considerablemente mayor.

[2] El utilitarismo es una corriente de pensamiento que considera la utilidad como principio de la moral. Fue desarrollada, entre otros, por J. Stuart Mill en el s. XIX.

[3] El utilitario es el coche ideado para usarse en el día a día. El turismo se pensó para viajes de larga distancia. Hoy en día en las ciudades todos conviven con SUV, 4x4 y otros muchos modelos cumpliendo en esencia las mismas funciones.

[4] Artículo 31 de la Convención sobre los Derechos del Niño (1989). 

Carta de las Ciudades Educadoras.

Agenda 2030.

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