Memoria histórica
Una memoria de piedra: el peligro de no interpelar

La memoria no es un archivo a conservar, es un territorio de lucha. Frente a una que se petrifica en enfoques bélicos, masculinos y envejecidos, urge mirar a otros lenguajes colectivos, visuales, vivos que den voz a las periferias y conecten con las generaciones jóvenes
Memoria de piedra 01
Cartel en una manifestación en Córdoba el 1 de diciembre de 2019 por la conmemoración de 4D. María Rosa Aránega
23 abr 2025 10:50

La piedra ha sido uno de los materiales más usados para representar la memoria: monumentos, placas, monolitos, esculturas… Se levanta como marca, como señal. Sus propiedades le confieren una falsa promesa de permanencia. A veces puede alzarse como un muro, que impide visualizar otros horizontes, encerrando la memoria en un solo suceso que limita su transmisión. Unas sellan un relato hegemónico y otras pasan a formar parte del paisaje, neutralizándose bajo las torpes retóricas del homenaje vacío. Las conmemoraciones del pasado 14 de abril o las del actual aniversario de los 50 años de la muerte de Franco, son fechas más cercanas al folclore institucional que a la confrontación real del legado del franquismo. Quizás la piedra garantice la resistencia material de un monumento, pero de poco sirve si lo que resguarda es un relato que no se transforma.

Las conmemoraciones del pasado 14 de abril o las del actual aniversario de los 50 años de la muerte de Franco, son fechas más cercanas al folclore institucional que a la confrontación real del legado del franquismo.

Desde la primera exhumación científica en el año 2000 impulsada por un nieto de un represaliado, Emilio Silva, no sólo se ha removido tierra, sino capas profundas de responsabilidad política que aún no han sido asumidas. La localización, exhumación e identificación de las víctimas para devolverlas a sus familiares son, sin duda, las labores más urgentes y esenciales. Veinticinco años después, las tareas avanzan con rigor, pero también con lentitud. Tanto que estamos a punto de olvidarnos que los trabajos de la memoria también claman a otros lugares. Cada día que pasa desaparece una oportunidad irrepetible de reconocimiento a las personas que sufrieron la dictadura directamente y de sembrar la semilla en aquellas que no la han vivido, pero sí sus consecuencias. Por ello, se vuelve más necesaria la idea de que ya no basta solamente con exhumar y reparar a las víctimas del fascismo español. La memoria necesita ser actualizada y compartida.

No son pocas las personas con las que he conversado en los últimos años sobre las carencias de este movimiento. Con todas he coincidido en la amarga sensación de que el debate sobre la memoria ha quedado encerrado en esferas académicas, más enfocado por la documentación cuantitativa del pasado que por su impacto cualitativo en el presente. Por otro lado, a pesar de su labor imprescindible, muchas asociaciones memorialistas cuentan con recursos económicos mínimos y con presencia en capitales de provincia que difícilmente logran extender redes vivas hacia otros contextos. Y, lo que es más preocupante: la sobrerrepresentación masculina y la rigidez generacional los alejan de conectar con nuevos lenguajes de divulgación y activismo desde lo interdisciplinar, lo periférico o lo joven. Esta pescadilla lleva mucho tiempo mordiéndose la cola y sus consecuencias son la falta de relevo generacional, ausencia de estrategias de divulgación para conectar con la juventud o reducción a enfoques historicistas centrados en la represión documentada o en los hombres y su experiencia bélica. Todo esto deja fuera violencias más sutiles e invisibilizadas, pero igualmente políticas y generalizadas, que afectaron especialmente a mujeres, disidencias y comunidades no urbanas.

Memoria de piedra 02
Que Mi Nombre No Se Borre De La Historia. Mosaico. Grafito sobre papel. 133x58cm. 2022. Obra de María Rosa Aránega. María Rosa Aránega

Mientras los cuerpos esperan, el debate sobre la memoria se ha quedado atrapado en despachos, artículos académicos y libros de datos y fechas sobre la represión. Los historiadores han desmontado los mitos del franquismo con toda la precisión posible, y tenemos que agradecerlo. Pero algo se pierde cuando la memoria se encierra en el singular de un saber cognitivo que solo entiende y llega a unos pocos. No es que la academia esté equivocada; es que no basta con su conocimiento de forma aislada. La memoria no se conserva, se activa. Tenemos que comenzar a entenderla como una práctica viva e interdisciplinar. Y cuando entendamos esto, deberemos desarrollar nuevas estrategias de acción, como dice la socióloga argentina Elizabeth Jelin: «No se trata solamente de entablar “diálogos interdisciplinarios”, sino de abordar el fenómeno en su complejidad, que involucra distintos planos de manera simultánea y entrelazada». Ahora mismo, la memoria es un territorio de disputa cultural, afectiva y simbólica en riesgo extremo de volverse irrelevante. Si se convierte únicamente en objeto de contemplación o en gestos aislados sin consecuencias. Si solo habita en el conocimiento académico, en monolitos o en fechas conmemorativas, pierde su capacidad de transformación, si es que no lo ha hecho ya. Gérard Wajcman, con una metáfora certera, compara esos gestos con serenos que velan por el sueño de los ciudadanos: al delegar en los monumentos el trabajo del recuerdo, descargamos aliviados sobre la piedra lo que debería ser una tarea viva y colectiva. Ya no se trata sólo de conservar el pasado, hay que activarlo en el presente.

La sobrerrepresentación masculina y la rigidez generacional los alejan de conectar con nuevos lenguajes de divulgación y activismo desde lo interdisciplinar, lo periférico o lo joven.

Llevo ocho años investigando y dedicándome, desde el arte contemporáneo, a la resignificación de la memoria reciente de este país. He observado de cerca el efecto que produce este tipo de canales, los espacios que abre, tanto en mi práctica como en la de otras compañeras y compañeros artistas que trabajamos como “islas” entre el ámbito de la imagen, la investigación histórica y el activismo. En estos años no he dejado de preguntarme si lo que hago es verdaderamente útil. Siempre regreso a un instante: En 2017, mi abuela entra por primera vez en su vida a una sala de exposiciones para ver la primera pieza que mostré públicamente. Era una radio antigua suya que contenía el testimonio aparentemente inocente sobre cómo se vigilaba la calle mientras los hombres escuchaban, clandestinamente, La Pirenaica. Antes de aquello, me costaba mucho que compartiera conmigo sus vivencias durante la dictadura. Pero ese día, al ver cómo otras personas del público reconocían y compartían esa misma historia, algo se transformó. Su miedo ya no era de una sola casa: era un miedo colectivo, una violencia, de tantas, validada al fin. A partir de entonces, rompió el silencio nombrando nuevos episodios de represión en la familia con menos temor.

Siento que tenemos una poderosa llave en la creación artística contemporánea y en su capacidad para resignificar e interpelar con narraciones no lineales, abiertas a desbordar y resituar una memoria fragmentada que, por naturaleza, está ligada a la imagen. Ese día, mi abuela me confirmó algo que he ido replicando en múltiples lenguajes (dibujo, vídeo, fotografía) y contextos: el objeto artístico genera un espacio activador y seguro para la colectivización de memorias de violencias estructurales que no siempre encuentran cabida en ámbitos académicos o institucionales. Las prácticas que se sitúan entre el arte y la investigación histórica, entre la imagen y el testimonio, tienen un potencial inmenso, no solo como espacios de acogida para memorias, en plural, sino también como vehículos de transmisión intergeneracional. Espacios donde el pasado puede encontrar una forma de ser resignificado sin agotarse y de explicar dinámicas sociopolíticas del presente que, sin embargo, este país aún no se ha atrevido a mirar con la atención y la seriedad que merecen. Ya no sólo faltan recursos, falta confianza en otras formas de narrar y audacia para dejar entrar más voces.

Las prácticas que se sitúan entre el arte y la investigación histórica, entre la imagen y el testimonio, tienen un potencial inmenso, no solo como espacios de acogida para memorias, en plural, sino también como vehículos de transmisión intergeneracional.
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María Rosa Aránega (Almería, 1995) llegó a la Guerra Civil y al franquismo a través de los silencios de sus abuelas y de sus padres, y del terror y la desconfianza que estos sentían hacia el Estado y las fuerzas de seguridad. Un trauma colectivo silenciado que poco parecía tener que ver con su generación y que, sin embargo, está en el centro de su trabajo de investigación como artista plástica.

No sé si estamos a tiempo de liberar a la memoria de su fosilización. Y, sin embargo, hay quienes seguimos poniendo piedras en el camino para que la memoria esté viva. Ponemos piedras no para señalar hitos, sino para construir puentes. Para ello, es imprescindible que se cuente con los estudios de la imagen y las prácticas visuales como herramientas fundamentales para leer y confrontar los símbolos que han estructurado el relato histórico. Alemania e Italia derribaron gran parte de los símbolos del fascismo tras su derrota. Por desgracia, difieren mucho del caso español, donde el dictador murió plácidamente, dejando a sus herederos integrados en el paisaje democrático, proyectando de base una memoria de piedra, no de vida. El debate, por ejemplo, sobre qué hacer con la cruz del Valle de los Caídos, símbolo y prueba más evidente de la voluntad de despolitización del golpe de Estado franquista y de la colaboración de la Iglesia católica con la dictadura, exige algo más que decisiones impulsivas. Empatizo profundamente con el deseo de derribarla. Es una solución rápida, liberadora incluso, que probablemente nuestra generación celebraría con razón. Pero, ¿y las próximas? No puedo evitar cuestionarme si no estaríamos también privándoles de la posibilidad de interpelar ese símbolo desde su propio tiempo, de obligar a la Iglesia a confrontar su papel histórico, de inscribir esa cruz no como mito, sino como cómplice tangible. La destrucción puede ser catártica, pero también puede actuar como un punto final que dé paso a la más absoluta ignorancia.

Al delegar en los monumentos el trabajo del recuerdo, descargamos aliviados sobre la piedra lo que debería ser una tarea viva y colectiva. Ya no se trata sólo de conservar el pasado, hay que activarlo en el presente.

Es ahora el momento de demostrar si verdaderamente estamos preparadas para asumir los costes de un proyecto de acción sobre los vestigios de la dictadura que no se limite a borrar símbolos o recordar el pasado a través de la frialdad de las cifras y los datos documentados, sino que se atreva a repensar el pasado desde enfoques interdisciplinares, atravesar el presente y mirar al futuro. Resignificar símbolos y conceptos, escuchar a más áreas de conocimiento, abrir espacios de memoria afectiva, apostar por canales culturales y pedagógicos no hegemónicos, actualizar sentidos desde una mirada multidireccional y transnacional… quizás, palie el evidente declive del movimiento de la memoria. Nos costará energía, tensiones, escucha, recursos y, por supuesto, más tiempo de lo que dura dinamitar una cruz de 150 metros de piedra, pero si lo hacemos bien, estoy convencida de que encontraremos ese relevo generacional que ya escasea en la causa memorialista. Quizás, así, las próximas generaciones no sólo la entenderán: sabrán hacerla suya.

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