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Literatura
Traducción literaria: el trabajo de llevar a otro idioma las páginas de una novela
Las bajas tarifas y los plazos de entrega imposibles presiden el día a día de quienes se dedican profesionalmente a la traducción literaria. Su trabajo, esencial para disfrutar de la lectura y parada fundamental en el viaje de una novela, es poco conocido y aún menos reconocido. Pero se trata de mucho más que pasar palabras de una lengua a otra.
Sucede periódicamente en Twitter, para disgusto del empresario Bernardo Domínguez. Cada tanto, en la red social de intercambio de breves pareceres proliferan los mensajes que le recuerdan las deudas que acumula y le exigen que cumpla sus obligaciones como patrón de una editorial. “Malpaso, paga ya” son las tres palabras que resumen la ola de indignación que puntualmente crece en Twitter, donde traductores y escritores vierten sus quejas contra las prácticas del grupo editorial presidido por Domínguez. La más reciente, el 15 de mayo, cuando María Enguix explicó que la novela Madame Bovary de extrarradio ha sido publicada por Malpaso sin renovar los derechos de traducción de la autora. Lo sabe bien porque ella misma es quien ha traducido el texto.
Malpaso, grupo editorial fundado en 2013 en Barcelona por Domínguez, empresario mexicano del sector de la construcción, ha llegado a acumular hasta 700.000 euros de deuda, originada por la rápida construcción de un emporio que, en menos de un lustro, absorbió a siete sellos, tirando de talonario. Pero Domínguez se hinchó de balón y ni esa inversión ni las caras ediciones de sus lanzamientos obtuvieron el retorno esperado. ¿Resultado? En junio de 2018, Malpaso despide a más de la mitad de su plantilla y se olvida de pagar las facturas de quienes habían trabajado mediante contrato mercantil.
Es el caso de Ana Flecha, una de las voces que suele empuñar la antorcha y mover la brea cuando se trata de poner la cara colorada a Domínguez, quien en una ocasión llegó a llamarla “ridícula” en Twitter. Ella sigue esperando que la editorial le abone dos traducciones y un informe de lectura que entregó en 2017. Ha reclamado el pago por correo electrónico, por teléfono, en persona, en redes sociales y a través de un burofax y un proceso monitorio, explica a El Salto. Flecha tiene dudas de que el conflicto se vaya a resolver a su favor y lamenta que “aunque nos pagaran a mí y a todos mis compañeros afectados, ojalá, las consecuencias que tienen los impagos a nivel económico y personal van a ser difíciles de compensar”. Tras uno de los fuegos, en un comunicado firmado personalmente por el propio Bernardo Domínguez en junio del año pasado, el presidente del grupo editorial se comprometió a saldar sus deudas en un periodo de cuatro meses.
“El caso de la editorial Malpaso es extremo; tal grado de incumplimiento y desprecio a las traductoras no es habitual”, considera Vicente Fernández, presidente de ACE Traductores, una asociación que no es sindicato ni colegio profesional, pero que intenta contribuir a la cohesión del colectivo en torno a la reivindicación de derechos y de dignificación de la profesión, en sus palabras. Fernández contabiliza casos de tarifas “escandalosamente bajas” en el sector, incumplimientos, retrasos en los pagos, falta de transparencia en el seguimiento de los ejemplares vendidos, pero puntualiza que “también hay muchas editoriales que cumplen los contratos y mantienen una relación profesional correcta con las personas que traducen para ellas”.
Para Flecha, “lo de Malpaso es una excepción y una vergüenza para todo el sector” y lo sitúa en “otro nivel de indecencia” con respecto a las malas prácticas habituales. También aprovecha para dejar un par de recados: “Que esos libros se sigan vendiendo en librerías me resulta inexplicable. Que los reseñe y los recomiende la prensa me parece desolador”.
“Dado el raquitismo de las tarifas imperantes, una persona que ejerce profesionalmente la traducción literaria necesita trabajar rápido, hacer un libro en poco tiempo, de lo contrario no llega a fin de mes”, resume Vicente Fernández, presidente de ACE Traductores
Por su experiencia, Fernández señala que las bajas tarifas y los plazos de entrega condicionan la vida profesional de quienes se dedican a traducir literatura. También la incertidumbre con respecto al ritmo de encargos e ingresos, algo casi inherente a otra de las características con que han de bregar, el hecho de ser trabajadores por cuenta propia, no en plantilla de las editoriales. “Dado el raquitismo de las tarifas imperantes, una persona que ejerce profesionalmente la traducción literaria necesita trabajar rápido, hacer un libro en poco tiempo, de lo contrario no llega a fin de mes”, resume el presidente de ACE Traductores, que recientemente ha hecho llegar a la Dirección General del Libro un escrito con sugerencia de medidas a corto y medio plazo pensadas para paliar los efectos de la crisis provocada por el covid-19 no solo entre los profesionales de la traducción editorial, sino en el ámbito del libro en general.
Los ingresos de quien traduce dependen de las tarifas y de algunas cláusulas de los contratos que firma con las editoriales, las que hacen referencia a los porcentajes de derechos y al control de tiradas y ventas. La firma de un contrato formalizado por escrito es obligatoria, pero no siempre ocurre. “Ese es el primer dolor de cabeza del traductor que recibe un encargo”, dice Fernández, que detalla que el contrato debe especificar un plazo de vigencia, el porcentaje de derechos de autor correspondiente para el traductor en caso de más de una edición, el número mínimo y máximo de ejemplares por edición y la garantía de que quien traduce recibirá los datos de tirada. Cuestiones que en muchas ocasiones se soslayan. “Solemos firmar dos contratos por cada libro que nos encargan: uno para el libro en papel y otro para libro digital”, añade Flecha y recuerda que los traductores no están en plantilla y que el pago que perciben es en concepto “de adelanto de los derechos de autor y cuando ese adelanto se cubre con las ventas del libro, cobramos las regalías que se deriven de las ventas posteriores”.
Precariedad laboral
Seis de cada diez trabajadores culturales recibieron propuestas para trabajar sin cobrar durante el confinamiento
Durante el confinamiento se ha producido un desarrollo “significativo y generalizado” de trabajos sin remunerar para su exposición y consumo online, según una encuesta de la Universitat de València que estima pérdidas superiores al 75% en los ingresos de la mitad de los trabajadores culturales en el segundo semestre del año.
María Galán, presidenta de la Asociación Española de Traductores, Correctores e Intérpretes (Asetrad), indica que las tarifas de traducción en el sector editorial español son “especialmente bajas si las comparamos con las que se manejan en otros sectores o en otros países de nuestro entorno”, por lo que muchos traductores editoriales se ven obligados a compaginar con otros trabajos de traducción o de cualquier otra cosa para poder llegar a fin de mes. Galán comenta que la traducción no es una actividad profesional regulada por un convenio específico sino que está basada en relaciones mercantiles con las empresas que encargan las traducciones, “lo que hace que no exista un sindicato de traductores como tal”.
Otra de las dificultades, según el presidente de ACE Traductores, reside en “hacer valer la autoría de la traducción en los procesos de edición y corrección; velar por que los editores no introduzcan modificaciones en el texto, sin consultar a la persona que firma la traducción”. Fernández recuerda que la Ley de Propiedad Intelectual contempla como autora de obra derivada a la persona que traduce, y también echa de menos algo que, hasta ahora, no ha sido posible en España: la negociación colectiva para acordar el marco normativo del trabajo de traducción.
Cifras y letras
En 2018 se depositaron en la Biblioteca Nacional de España 62.180 títulos editados en el país, de los que el 81,9% fueron libros y el 18,1% folletos, según la Estadística de la Producción Editorial de Libros, publicada por el Instituto Nacional de Estadística el 19 de diciembre de 2019. El 88,3% de los títulos vieron la luz en lenguas oficiales y lenguas propias de regiones españolas (54.893 títulos). El castellano fue la mayoritaria (73,9% del total). El catalán supuso el 10%, el gallego el 1,8%, el euskera el 1,3% y el valenciano el 1%. Los libros traducidos constituyeron una quinta parte de la producción total. La mitad de ellos (51,4%) fueron traducciones del inglés.
El 7,8% de los títulos se editaron en dos o más lenguas (4.870 títulos). La combinación más frecuente fue castellano/inglés, que supuso el 5,3% de los títulos editados y el 67,6% de los títulos bilingües.
En casi todas las comunidades autónomas, la mayoría de títulos se editaron en castellano, con la excepción de Galicia con un 45,5% en gallego (frente al 45% en castellano) e Illes Balears, donde el 44,7% de las publicaciones fueron en catalán (36,6% en castellano). En Catalunya se editaron el 27,3% en catalán. En el País Vasco se publicaron en euskera el 29% de los títulos y en la Comunidad Foral de Navarra el 9,2%. En País Valencià, el 15,6% de la producción editorial de 2018 fue en valenciano.
Literatura
Literatura en catalán: un diamante que brilla
Por su parte, el Informe de Comercio Interior del Libro que elabora la Federación de Gremios de Editores de España, publicado en octubre de 2019, eleva a 76.202 el total de títulos editados en 2018, aunque señala que disminuyó un 12,7% con respecto al año anterior. Cayó la publicación en todas las lenguas, especialmente en catalán/valenciano, con un descenso del 14,9%. El euskera es el idioma que menos retroceso experimentó, con un 5,9%.
Este estudio, asimismo, esboza cómo es la estructura empresarial del sector, caracterizada por un número reducido de grandes empresas (22) que facturan anualmente más de 18 millones de euros cada una, y que suponen el 61,8% de la facturación total del sector, repartiéndose el 38,2% restante entre 702 editoriales. El grupo de las más pequeñas suma un total de 402 editoriales que facturan menos de 600.000 euros al año.
Lluvia de agosto en Asturias
Francisco Álvarez escribe y traduce. Lo primero lo hace en asturiano (seis libros) y castellano (cuatro títulos); lo segundo con el italiano como lengua de origen. La editorial Hoja de Lata acaba de publicar su más reciente trabajo, la traducción al español de la novela Amianto, de Alberto Prunetti. En su opinión, una buena traducción literaria nunca conseguirá salvar una mala obra, pero una mala traducción puede arruinar una buena obra, siendo lo más importante para él no traicionar al autor y, al tiempo, no decepcionar al lector de la lengua de destino. Un equilibrio que no es fácil, reconoce. “Hay riesgos en cuanto al fondo y en cuanto a las formas. El principal es tergiversar o desnaturalizar el mensaje que quiere transmitir el autor. Uno de los mayores desafíos de la traducción está en mantener la frescura narrativa sin adulterar el significado del término o de la frase”.
“La traducción literaria no es una labor de autómatas, hay que preservar el ritmo de la obra, el registro idiomático, la atmósfera que envuelve la historia”, dice el escritor y traductor Francisco Álvarez
Entre las habilidades requeridas, cita un buen conocimiento del idioma de origen, experiencia como escritor si es posible —“la traducción literaria no es una labor de autómatas, hay que preservar el ritmo de la obra, el registro idiomático, la atmósfera que envuelve la historia”— y una cierta intuición. También concede valor al factor lúdico en su trabajo: “Las mejores traducciones son esas en las que, aunque sudes tinta para desentrañar giros dialectales, jerga o lo que toque, no dejas de divertirte como lector, porque también lo eres”.
Álvarez es el traductor titular de italiano para Hoja de Lata, que le encarga todos los trabajos en ese idioma y también publicó en asturiano y castellano su novela Lluvia de agosto, una biografía ficcionada de Buenaventura Durruti. Desde la editorial explican a El Salto que las traducciones “esmeradas” eran uno de sus objetivos, pero reconocen que los inicios fueron difíciles: “Comenzamos tirando de traductores amigos, con tarifas ‘amigas’, pero ya desde hace años podemos pagar tarifas de mercado y no explotar a los amigos”. También señalan que, debido a su volumen anual de publicaciones, ninguno de sus traductores vive únicamente de sus encargos, aunque un par de ellos está “cerca de conseguirlo”.
Con una trayectoria más longeva —el año pasado celebró el medio siglo de su fundación—, la editorial Anagrama tampoco dispone de un departamento propio de traducción integrado en la plantilla sino que va encargando ese trabajo a un equipo “amplio y habitual” de colaboradores, indica Marc García, de la sección de Edición de la editorial. Él detalla asimismo algunas de las dinámicas en las que se desarrolla la labor de la traducción de los títulos que publica Anagrama: “Es habitual que los traductores estén en contacto con los autores para encontrar soluciones conjuntas a los problemas que puedan ir surgiendo, y tampoco es infrecuente que a lo largo del proceso de corrección desde el departamento escribamos a los autores para aclarar alguna duda particularmente difícil de desentrañar. En algunos casos, por lo general cuando no ha habido esa colaboración tan cercana, los agentes de los autores piden ver la traducción definitiva, y los autores, a través de ellos, pueden proponer cambios, aunque no es particularmente habitual que lo hagan, y, si lo hacen, no suelen introducir demasiados”.
En septiembre de 2017, Hoja de Lata publicó El pájaro carpintero, de James McBride. El traductor, Miguel Sanz Jiménez, incluyó una nota sobre las dificultades de su trabajo en la novela, que McBride presenta como la falsa autobiografía de un joven esclavo que escribe con marcadas desviaciones de la norma culta en lengua inglesa y usa expresiones propias del dialecto afroamericano y de las zonas rurales de Estados Unidos. Quien traduce ha de decidir cómo reflejar esas desviaciones y qué estrategias seguir para tal fin. Un ejemplo de las numerosas encrucijadas a las que se enfrenta en el trabajo.
oficio, autotraducción y violencias
La imagen de la traducción literaria como un barco que lleva mercancía de una orilla a otra no convence a quienes se dedican a ella. “Traducir es lo que es: reescribir un texto en un idioma distinto, para que llegue a un público que antes no tenía acceso a él”, opina Ana Flecha, a quien le preocupa que las metáforas hagan olvidar que lo suyo es un oficio que supone un trabajo “minucioso, complejo y especializado”. Ella también considera que se tiende a pensar en lo que se pierde con la traducción, “que el traductor siempre traiciona al texto original”, pero su punto de vista es el opuesto: con la traducción, valora, un texto “solo puede ganar”.
“La obra de un señor británico hegemónico corre pocos ‘riesgos’, pero las obras de aquellas que no escriben en lenguas hegemónicas ni desde el género (social), la orientación sexual, la ‘raza’ o comunidad esperada, sufren muchas violencias”, opina la escritora y traductora María Reimóndez
La escritora y traductora María Reimóndez descarta la “mercancía” y las “orillas” porque, entre otras cosas, “obvian lo más importante: la traductora”. Ella entiende la traducción como una actividad de mediación en la que quien traduce es un “universo de contacto, alguien que forma parte de varias comunidades al mismo tiempo y que busca forjar o romper alianzas”. En ese sentido, Reimóndez otorga mucho poder a la persona que traduce, puesto que es una figura que media entre comunidades que se tocan a través de ella mediante la traducción, una actividad política atravesada por muchos conflictos. Pero ese poder, sostiene, se le niega a quien traduce, “para que siga los dictados de las hegemonías dominantes”. Por eso, señala que “la obra de un señor británico hegemónico corre pocos ‘riesgos’, pero las obras de aquellas que no escriben en lenguas hegemónicas ni desde el género (social), la orientación sexual, la ‘raza’ o comunidad esperada, sufren muchas violencias”.
Reimóndez tampoco idealiza la traducción como un encuentro porque, según explica a El Salto, “desde una óptica feminista y decolonial, ha sido y es lugar de muchas violencias y muchos desencuentros”. A la hora de valorar una traducción, para ella lo más importante —“y menos frecuente”— es saber desde qué punto de vista se ha hecho, “desde qué enfoque la traductora se ha enfrentado al texto”.
Educación
La literatura viva no existe en el instituto
Alicia Martorell lleva más de tres décadas trabajando como traductora, orientada hacia la institucional (organizaciones internacionales), jurídica y de comunicación (publicidad, recursos humanos, información financiera), aunque en su trayectoria cuenta también con más de 60 libros traducidos. Ella se considera privilegiada porque puede combinar ambas facetas y señala las diferencias: “Con la traducción comercial puedes ‘emigrar’ fácilmente sin hacer las maletas y trabajar en mercados que pagan mejor y, en cambio, la traducción editorial te confina necesariamente en el mercado editorial español, que es muy agresivo en cuanto a las tarifas”.
Martorell entiende que en la “travesía” que supone la traducción siempre se pierden cosas, “aunque no sea más que el punto de vista, que necesariamente será otro”. Pero precisa que eso es también enriquecimiento: “Ninguna obra va a salir indemne de un cambio de idioma, que es necesariamente un cambio de perspectiva. Será una obra diferente, pero no sé si eso es a la larga tan importante, sobre todo si pensamos que la obra no es la obra en sí, es el todo que forma en su relación con cada lector”.
El escritor vasco Iban Zaldua planteó en Ese idioma raro y poderoso (Lengua de Trapo, 2012) una serie de reflexiones sobre el proceso de escribir —y todo lo que le rodea: industria, recepción, profesionalismo— cuando se vive y se publica en dos lenguas y una de ellas ha soportado persecución y prohibición. Un tema sobre el que gusta de conversar. En la actualidad, su idioma principal de creación es el euskera y prefiere traducirse a sí mismo al castellano porque no se siente cómodo cuando lo hacen otras personas. “No encuentro la ‘voz’ que yo, de alguna manera, tengo en castellano, o creo que tengo en castellano”, reconoce a El Salto. Como lector, Zaldua aprecia de una traducción el hecho de que no “obstaculice el goce de la lectura, que no te ponga la zancadilla; vamos, lo mismo que le pediría a una obra ‘original’ escrita en euskera o en español. Es decir, que no se note que es una traducción, de alguna manera”.
En su caso, como autotraductor de su propio trabajo, Zaldua identifica una dificultad a la que denomina “el peso atómico de las dos lenguas entre las que transito, el euskera y el castellano”. La primera, dice, “es más seca, tiene una tradición literaria más breve detrás, hay que estrujarla un poco para sacarle jugo; el castellano, sin embargo, tiene todo el peso de su literatura imperial detrás, todo el Siglo de Oro y demás, toda la inercia del Barroco, todo el boom hispanoamericano, y con él hay que actuar al revés, hay que tratar de embridarlo, que no se te desmande”.
El idioma literario de Reimóndez es el gallego. Ha escrito en alemán e inglés, pero lo califica como anecdótico. Desde ahí reflexiona sobre la carga política de su decisión: “Muchas veces se nos presenta a las personas que no escribimos en castellano dentro del Estado español como si, además de inferiores en la calidad de nuestro trabajo, algo que se ve en la reticencia sistemática a la traducción de idiomas del Estado al castellano, estuviéramos tomando una opción política. Para mí, la opción más política es escribir en castellano en Galicia. Es aliarse con un sistema que nos oprime cada día a las personas gallegoparlantes. Una opción carente de lógica porque una escribe para quien tiene a su alrededor primeramente. Para el resto está la traducción”.
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Escribir en castellano en Galicia también puede ser el resultado de escribir para quien tienes a tu alrededor, puesto que el castellano es la lengua familiar de muchas personas en ese territorio. Escribir en castellano en Galicia no tiene por qué implicar "aliarse con un sistema que nos oprime". No creo que haciendo desaparecer el castellano de Galicia se acabase con cualquier tipo de opresión lingüística. Cuando escojo mi lengua no tengo por qué estar eligiendo una actitud, un posicionamiento político o una batalla, si bien esto también podría suceder. Aceptar que mi lengua es el castellano en Galicia y usarla con quien yo decida usarla no supone ningún atentado contra los derechos lingüísticos de los gallegohablantes. La cuestión está en hasta qué punto somos libres de poder escoger en qué lengua escribimos, leemos y nos expresamos, algo de lo que la lengua no creo que tenga la culpa. Yo escribo en español en Galicia y eso no significa que esté contribuyendo a aplastar a nadie. Estoy ejerciendo un derecho que todos deberían tener, todos: el derecho a elegir en qué lengua quiero escribir en el lugar en el que decido vivir. Esa actitud victimista de minifundio mental de pretender culpar a una escritora gallega de escribir en español en Galicia no solo atenta contra la libertad de los individuos, sino que dice muy poco de la forma en la que algunas personas pretenden defender los derechos de los gallegohablantes. Derechos que, como es obvio, no se respetan y se vulneran cada día. Pero no olvidemos que una gran parte de los gallegos no solo no hace nada, sino que les da igual este asunto, por muchas simpatías que manifiesten por el gallego. Hay que cambiar las leyes, no perseguir las lenguas. Y las leyes las cambian los votantes. El resultado electoral en Galicia habla por sí solo. No creo que la culpa sea de quienes escriben en español en Galicia.
La distinción entre catalán y valenciano en un medio como este —¡y en un artículo que trata de temas culturales!— es especialmente penosa.