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Literatura
El ancho mar
Algunas dificultades comunicacionales se podrían rastrear como generadoras, junto a otros factores, de novelas cuyas poderosas combinaciones de palabras atraviesan siglos, aún siguen señalándonos zonas de penumbra que convendría seguir clarificando, cuando menos tratar de comprender. Jean Rhys, en sus momentos de lucidez o de resaca, tal vez escuchara o recordara que el mundo social no nos es dado sino que es una construcción humana.
La autora nacida en Dominica, colonia británica, esgrimió en una carta a su amiga Peggy Kirkaldy: “No soportaré más mi espantosa vida, me asquea”. Si avanzamos cronológicamente en los documentos, soportes materiales que contienen las huellas manuscritas y mecanografiadas de sus derivas mentales y físicas, comprobamos que no mucho tiempo después se aleja de la primera persona. ¿Una tentativa de posicionarse ante su próximo proyecto de novela, aún por definir? También podría ser una manera de salvar, en el sentido de sortear el obstáculo en el camino, la roca que ella misma comprobó con frecuencia que era para sí misma: su propia enemiga, vida espantosa que no soportaba.
Ya se había expuesto demasiado en sus escritos. Expresó su hartazgo a Peggy; la amiga como oreja, escucha, representante social sin la cual el solipsismo de la autora podría revelarse aún más hiperbólico, casi asfixiante. Sin embargo, sería desacertado ceder a la tentación de visualizar a Jean Rhys como una alcohólica extraviada en el fondo del vaso junto al brindis pronunciado por su pobreza y tantas afrentas, con todo su rencor y su genialidad disueltos hasta la disolución. Arrancaba por entonces la escritura de El ancho mar de los Sargazos.
La mano que escribe adoptaría el impulso y la resolución de adentrarse en otra persona, imaginaría otro yo y otras voces, otras yoes que fueran todas las personas. Mientras trabajaba fiel a sus anotaciones no diarias sino ocasionales, “los libros pueden abolir la individualidad de una persona, tal como pueden abolir y convocar la noción de tiempo y lugar”; sabemos por otra amistad, la actriz y pintora Selma Vaz Dias, que Jean Rhys en el trato directo apenas escuchaba, con frecuencia se mostraba ausente.
Al respecto, tal vez hoy hubiera anotado en un papel algo que ahora interpreto, para actualizarlo de manera un tanto burda, en los siguientes términos: soy disfuncional radical, ni siquiera la terapeuta a la que debo las últimas sesiones puede ayudarme. Si acepto la medicación a base de haloperidol acabaré tragando cócteles de pastillas. Mi función es seguir leyendo y escribiendo para llegar todo lo lejos que pueda. No se trata de mí con esos matices autodestructivos a los que he logrado renunciar por amor a la totalidad; también, en parte, por soberbia. Desde esta letra comienza el esbozo del personaje principal y allegados, de la trama, el cielo y la tierra así como las coordenadas que acotarán la precuela de Jane Eyre.
La protagonista, Antoinette, cobra temprana conciencia de que el teatro del matrimonio no aplacará, más bien potenciará, su sentimiento de abandono. Y aun así habrá que continuar luchando. En una involución irónica o especular, en un retorno no del todo consciente a algo que sigue pesando de aquella primera persona de la que tanto trató de huir la autora, la escena concluye ahogada en ron. ¿Inevitable trasvase de datos de cierta individualidad no del todo abolida? Abolida por completo, respondamos. Lo que se ha fijado es la experiencia; el conocimiento harto complejo del asunto del alcohol metabolizado. Con ese nitrato de plata fisiológico Jean Rhys se zambulló en El ancho mar.