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Literatura
En el 60 aniversario de la muerte de Luis Cernuda, desterrado peregrino
En este país, tan desmemoriado, es de agradecer que el 60 aniversario de la muerte de Luis Cernuda ―fallecido de un infarto el 5 de noviembre de 1963 en Ciudad de México―, haya merecido la atención de algunas instituciones, como la Diputación de Sevilla, que ha organizado dos mesas redondas sobre la efeméride, y un acto realizado hacia finales de septiembre por el Instituto Cervantes, como ha sido la recepción de su legado en su Caja de las Letras, aunque sin duda el más espectacular de todos estos gestos de la memoria, el más sentido, es el documental o película musical, como quieran llamarlo, que se proyecta estos días, El habitante del olvido, dirigido por Adolfo Dufour y donde se puede escuchar, aparte de sus versos musicados, la voz del poeta, en una de sus escasas grabaciones.
Literatura
Luis Cernuda y su vuelta del exilio
De Cernuda se ha dicho mucho, tanto malo como bueno. Entre esto último está lo que escribieron nada más morir el poeta gente como Max Aub, Octavio Paz o Juan Goytisolo. Los dos primeros contemporáneos suyos y críticos con derecho a roce; el tercero, tan entregado erudito y diletante de su obra como defensor de su legado.
Max Aub asistió a su entierro y publicó un artículo (“Al volver del entierro de Luis Cernuda”) en la Revista de La Universidad de México, apenas dos meses después del luctuoso hecho, en el número de enero de 1964. Aub, con un tono similar al empleado en La gallina ciega, habló del carácter atildado, elegante, frío, de Luis Cernuda, “siempre vestido de gris, aunque fuese de todos los colores”. Relató su muerte, en casa de Concha Méndez, quien fuera esposa de Manolo Altolaguirre, fallecido en 1959 y cuya obra editó con tanto mimo después Cernuda, en 1960, en Fondo de Cultura Económica. “Murió de repente”, cuenta Aub, “seguramente como habría preferido, de poder escoger: en el umbral de un cuarto de baño, en pijama y bata, la pipa en la mano, al salir el sol. En Coyoacán, en la casa que fue de Manolito. No le quedaba familia; tal vez, un sobrino”.
“El mismo impulso le llevó, en 1936, a alistarse como voluntario en las milicias populares. Se fue a la sierra de Guadarrama con un fusil y un tomo de Hölderlin en la chaqueta”
Según Aub, eran pocos en el entierro: “Paloma Altolaguirre; Carlos Pellicer, pálido y calvo; Alí Chumacero; Francisco Giner; cien metros más atrás, bajo dos de tierra, Emilio Prados; algún erudito; Joaquín Díez-Canedo (hijo de Enrique Díez-Canedo). Sevilla ¡tan lejos!”.
En 1964, también, Octavio Paz publicó un ensayo de apenas 12 páginas sobre Cernuda, titulado “La palabra edificante”, en los Papeles de Son Armadans. Aparte de la excelente crítica sobre su obra dio extensa noticia de su persona y de su carácter, así como relató algunas anécdotas, como su adhesión fugaz al comunismo (1930):
“El mismo impulso le llevó, en 1936, a alistarse como voluntario en las milicias populares. Se fue a la sierra de Guadarrama con un fusil y un tomo de Hölderlin en la chaqueta, según me ha contado Arturo Serrano Plaja, que compartió con él esos días exaltados. Repitió el gesto un año después, al regresar a Valencia de París (adonde había ido como secretario del embajador Álvaro de Albornoz) a sabiendas de que la guerra estaba perdida. Por cierto, en Valencia y Barcelona lo hostigó un personaje del Partido (nada menos que el traductor de Marx), alto funcionario del Ministerio de Educación en esos días, que encontró poco ortodoxos varios poemas de Cernuda, especialmente la elegía a García Lorca”.
Paz describió ―como antes hiciera Aub― su carácter distinguido, reservado, sobrio, alejado de lo cursi. “Era tímido”, decía Paz, “pero no cobarde; era reservado, pero también franco. La moderación de su lenguaje daba firmeza a su rechazo de los valores de nuestro mundo. Respetaba los gustos y opiniones ajenos y pedía respeto para los suyos. Su intransigencia era de orden moral e intelectual: odiaba la inautenticidad (mentira e hipocresía) y no soportaba a los necios ni a los indiscretos. Era un ser libre y amaba la libertad en los otros”. Tenía poquísimos amigos, odiaba a los compinches, su humor era seco, pero tenía una gran virtud: sabía oír. Y otra más: era puntual.
“Siempre soñó tener una casa y no pudo o no quiso tenerla, extraño entre extraños murió en casa amiga ―mas no en la suya―; en tierra extranjera, extranjero”
Juan Goytisolo, en su ensayo El Furgón de cola, publicado por El Ruedo Ibérico en París, en 1967, incluyó dos textos sobre Cernuda: “Cernuda y la crítica literaria española” y “Homenaje a Luis Cernuda”.
Ambos suponen un excelente estudio crítico, muy resumido, de su obra, con una clara llamada de atención al ninguneo que la intelectualidad del momento, tanto la del exilio interior como exterior, hacían del poeta de La realidad y el deseo. Comparó este ninguneo con el famoseo de Alberti, aupado por su bandería, o con la celebridad de García Lorca y de Miguel Hernández, magnificados por las terribles circunstancias de sus últimos días. Todo ello, sin minusvalorar la calidad literaria de la obra de estos tres poetas, amigos de Cernuda.
A los sesenta años de su muerte, Cernuda sigue ausente en las aulas. La Generación del 27, llamada así por Dámaso Alonso en un artículo de 1948 (Revista Finisterre: Una Generación poética, 1920-1936) para evitar la denominación Generación de la República en un tiempo de plomo en el que esta palabra estaba estigmatizada y vetada, relumbra en los libros de texto con los nombres que señalara Goytisolo, olvidando en ocasiones a uno de sus mejores autores.
Cernuda jamás volvió. No quiso volver. Fue el eterno exiliado. Como escribió en su artículo Max Aub, que de esto sabía un rato, Cernuda “siempre soñó tener una casa y no pudo o no quiso tenerla, extraño entre extraños murió en casa amiga ―mas no en la suya―; en tierra extranjera, extranjero”.