La utopía en actos
Ricardo Flores Magón y la república socialista de Baja California

En los albores de la revolución mexicana, un grupo de insurgentes puso en marcha una efímera sociedad comunista agraria. 

Traducción: Gladys Martínez
1 jul 2018 06:47

En el otoño de 1910, México está al borde de la revolución. El régimen de Porfirio Díaz se tambalea, pero el viejo tirano se aferra al poder, como todos los viejos tiranos. Las autoridades de Estados Unidos, que lo han apoyado durante mucho tiempo tapándose la nariz, se deciden a apostar por su rival reformista Francisco Madero, al que ha vencido, en junio, en unas elecciones burdamente manipuladas. Pero en la oposición no hay sólo maderistas, demócratas moderados sobre todo influyentes entre la pequeña burguesía urbana. También están sus aliados, el impenitente ladrón de ganado Francisco Villa en el norte y el íntegro guerrillero Emiliano Zapata en el sur, dos extraordinarios personajes cuyo éxito y destinos trágicos son universalmente conocidos gracias a Hollywood (y al subcomandante Marcos). También hay numerosos opositores refugiados en Estados Unidos, muchos en el sur de California y de Texas e impacientes por enfrentarse al porfirismo, no por el voto, sino por las armas. La mayor parte se agrupan en el seno del Partido Liberal Mexicano (PLM), de tendencia comunista y libertario y animado por el impetuoso publicista Ricardo Flores Magón y su hermano Enrique.

Ricardo Flores Magón tiene entonces 37 años. Agitador infatigable, había creado diez años antes el periódico Regeneración y participado en la fundación del PLM unos meses antes. Ese partido, al principio más bien moderado, se radicalizó bajo la influencia de Magón, constatando la imposibilidad creciente de un cambio pacífico. Sus miembros denuncian con virulencia las condiciones de explotación espantosas que sufren las clases populares, pero también la connivencia de las autoridades con los grandes capitalistas extranjeros, sobre todo estadounidenses, que aprovechan para saquear los recursos del país (Henry Ford acaba de inventar el automóvil barato y en 1901 se han descubierto yacimientos petrolíferos cerca de Tampico).

Esta actividad subversiva le valió a Magón varias estancias tras los barrotes. Con sus camaradas más cercanos, se exilió a Estados Unidos en 1903. Allí crearon lazos con el Industrial Workers of the World (IWW), el gran sindicato revolucionario que acababa de ser creado bajo el impulso de Big Bill Haywood, y las posiciones de Magón se acercan cada vez más al anarquismo: los magonistas defienden en adelante la acción directa y la huelga general, llamando sobre todo a la abolición de la propiedad privada de las tierras, y vuelven a publicar en San Antonio, en Texas, Regeneración, que se difunde clandestinamente del otro lado de la muy permeable frontera. De 1905 a 1908, los magonistas, conspiradores encarnizados, fomentan varias tentativas de levantamiento, lo que provoca el encarcelamiento de Magón por el Gobierno de los Estados Unidos en 1907.

En septiembre de 1910, Magón acaba de ser liberado y está sediento de acción. Es en Los Ángeles donde Regeneración se edita desde ese momento (con 20.000 ejemplares), pues la California meridional se ha convertido en una de las principales bases de retaguardia de los grupos armados que se preparan para la insurrección. Se trata de adelantar a los maderistas que quieren instaurar la democracia pero sin transformar las relaciones sociales. Madero toma la decisión de llamar a un levantamiento general para el 20 de noviembre de 1910. Pero, llegada la fecha fatídica, es un fiasco, salvo en el Estado fronterizo de Chihuahua, donde el jefe maderista Pascual Orozco y Pancho Villa obtienen algunas victorias poco decisivas. Madero, decepcionado, deberá esperar algunos meses y nuevos acontecimientos políticos y militares —y el apoyo más marcado del gran vecino del norte— para que la insurrección se extienda a todo el país, lo que le permitirá triunfar por fin y ser elegido presidente. 

Pero, entre tanto, los magonistas han preparado su propio levantamiento, que debe producirse en Baja California. Desde la península, entonces semidesértica, la revuelta debe propagarse por contagio. Cuentan con fundar allí una república, no burguesa, sino socialista, cuyo lema, “tierra y libertad”, se pondrá en práctica más tarde con mayor éxito por los zapatistas en el Estado de Morelos y en la actualidad por los de Chiapas. 

Ese proyecto se atrae el apoyo entusiasta de todos los rebeldes al norte de Río Grande, desde John Reed a Jack London. Los revolucionarios estadounidenses, muy numerosos en aquella época, expresan su solidaridad con los insurgentes, y algunos de ellos participarán en los combates que se desarrollarán en las zonas fronterizas, en la Baja California y en la vecina Sonora. Son, por tanto, Magón y sus partidarios, y no los grises políticos maderistas, quienes atraen primero las más sinceras simpatías de la izquierda americana, ávida de romanticismo revolucionario.

En febrero de 1911 se atribuirá, erróneamente, un papel activo al escritor socialista Jack London en la “invasión” de la Baja California por los “grupos de harapientos” que describe cariñosamente en la novela El mexicano. Es verdad que dirigió una carta abierta “a los queridos y valientes camaradas de la revolución mexicana”, en la que escribe:

Nosotros los socialistas, los anarquistas, los vagabundos, los ladrones de gallinas, los fuera de la ley y otros ciudadanos indeseables de los Estados Unidos estamos de corazón y de espíritu con vosotros en vuestros esfuerzos por acabar con la esclavitud y la autocracia en México […]. De todo aquello de lo que os han acusado nos han acusado a nosotros también. Y cuando la corrupción y la codicia tienen el insulto en los labios, es inevitable que las gentes íntegras y valientes, los patriotas y los mártires se hagan tratar de ladrones de gallinas y de fuera de la ley. Y es en tanto que ladrón de gallinas, de fuera de la ley y de revolucionario que firmo esta carta:

Jack London


El San Francisco Post y otros periódicos imaginan incluso que el célebre escritor-aventurero se ha puesto a la cabeza de la horda abigarrada que se ha apoderado del norte de la península pegando unos pocos tiros. Pero la exclusiva no es más que una fake news.

Lo que sí es cierto es que los magonistas y sus apoyos estadounidenses, anarquistas o sindicalistas revolucionarios, pusieron en marcha su proyecto y se aprovecharon del debilitamiento del régimen porfirista para cruzar armados la frontera en enero de 1911.

Algunas decenas de hombres decididos, comandados por los guerrilleros mexicanos Simón Berthold y Juan María Leyva, ocupan Mexicali el 29 de enero sin encontrar resistencia. Los notables y poderosos del pueblo huyen a Calexico, ciudad gemela situada del lado estadounidense. Aldeanos indígenas de los alrededores se unen a los revolucionarios, que, reforzados por este apoyo, destrozan un destacamento de tropas porfiristas el 15 de febrero. Esta victoria les atrae nuevos refuerzos entre la población local, y más todavía entre los miembros californianos de la IWW. Los magonistas en armas cuentan en ese momento entre sus rangos con más gringos que mexicanos. Pero sus sueños difieren, y esa divergencia influye sobre la situación estratégica. Además, los anarquistas son de buen grado indisciplinados y no obedecen para nada a las consignas del Estado Mayor magonista, en Los Ángeles, cuyas misivas son, de hecho, sistemáticamente interceptadas por la policía estadounidense.

En abril, tras dos asaltos infructuosos en marzo, los magonistas toman Tecate, y en mayo se apoderan de Tijuana, que en ese momento no es más que un pueblo fronterizo. Los insurgentes controlan, por tanto, toda la frontera, lo que permite a utopistas de todo pelaje y origen afluir a los territorios liberados para tratar de dar vida en ese rincón del desierto a una sociedad comunista agraria, fundada sobre la abolición de la propiedad privada. Lo primero que los rebeldes hacen en Mexicali es crear una biblioteca. Después, como buenos discípulos de Kropotkin, empiezan a distribuir la tierra, muy árida en esas latitudes, entre los habitantes indígenas, que los han acogido con los brazos abiertos pero a quienes les enfrentan grandes diferencias culturales.

La transición

Pero entonces en México se organiza la transición: maderistas y porfiristas firman una tregua, lo que da toda libertad a estos últimos para contraatacar en Baja California. Con el apoyo de las autoridades estadounidenses, expulsan a los invasores distribuidores en mayo de 1911, algunos días antes de la caída de su senil ídolo en México, y esta experiencia revolucionaria se detiene de repente. Alejado el peligro socialista, el Gobierno estadounidense puede con toda la calma empujar a Porfirio Díaz hacia la salida.

Las razones de este fracaso son múltiples. A pesar de sus éxitos y de su popularidad, los voluntarios magonistas siempre fueron poco numerosos y poco disciplinados. Carecían terriblemente de dinero, y por tanto, de armas y de municiones. Los habituales piques entre miembros de diversas corrientes, los intereses divergentes de los patriotas mexicanos y de los internacionalistas gringos perjudicaron fuertemente a su coherencia estratégica. Y, por supuesto, todas las potencias se habían aliado contra ellos: los grandes terratenientes a los que pretendían expropiar; los restos de las fuerzas porfiristas, feroces como las bestias heridas de muerte; el Gobierno estadounidense del presidente Taft, que veía con muy malos ojos el comunismo establecerse en sus fronteras… Pero también los partidarios de Madero, a las puertas del poder, que sólo aspiraban a restablecer el orden y a hacer buenos negocios.

Y, por supuesto, todas las potencias se habían aliado contra ellos: los grandes terratenientes a los que pretendían expropiar; los restos de las fuerzas porfiristas, feroces como las bestias heridas de muerte; el Gobierno estadounidense del presidente Taft...

La presencia de numerosos gringos internacionalistas entre las fuerzas magonistas permitió también a los maderistas, cuyo discurso era ferozmente patriótico, denunciar un complot imaginario para anexionar la Baja California a los Estados Unidos o, al menos, para separarla de México. De hecho, es indiscutible que ciertos apoyos de las fuerzas magonistas eran simples aventureros, más cercanos a los principios individualistas de Stirner que a los principios más comunitarios de Kropotkin. La policía y la prensa californiana, así como el Gobierno federal estadounidense, se afanaron en apuñalar por la espalda a la joven y frágil república.

Por último, la muerte, en abril de 1911, del intrépido Berthold, abatido por un francotirador porfirista durante una ofensiva en la región de Ensenada, la capital del Estado, aceleró la derrota anunciada de ese batallón emancipador, que anticipaba modestamente las columnas anarquistas catalanas extendiendo el comunismo libertario en Aragón un cuarto de siglo más tarde.

Comparado con la historia dantesca de la revolución mexicana, este episodio previo parece ser un mero suceso, y se olvidó rápidamente. Minúscula y efímera, fue, no obstante, la primera república comunista de este siglo que debía ver nacer tantas otras, que en su mayoría sólo tuvieron de eso el nombre.

Podemos lamentar la falta de lucidez estratégica de los magonistas, que quisieron saltarse etapas y establecer sin transición la comunidad de bienes. Y, sin embargo, es fácil constatar que, tras innumerables reformas agrarias, el campesinado mexicano sigue siendo igual de pobre y explotado, mientras que la colectivización irreversible que defendían los magonistas habría impedido que las tierras volvieran a ser compradas a precios irrisorios a campesinos asfixiados por las deudas, como ocurrió tras la victoria definitiva de los “revolucionarios institucionales”, mitad burócratas, mitad mafiosos, que saquearon el país durante las siguientes ocho décadas.

En cuanto a Magón, el Gobierno estadounidense lo acusó de haber fomentado una “sedición” y lo encarceló. Tras su liberación, en 1913, el PLM había perdido toda influencia sobre el transcurso de los acontecimientos en México, donde los combates habían retomado tras el asesinato de Madero: una vez más, la guerra civil había cortado las alas a la revolución. Continuó, sin embargo, publicando Regeneración en su exilio. En 1918, siempre fiel a sus ideas, publicó un manifiesto contra la guerra mundial en la que los Estados Unidos acababan de entrar tras muchas tergiversaciones. Esos escritos le valieron un nuevo encarcelamiento en virtud de la ley sobre espionaje, que sancionaba el derrotismo, durante una redada contra los pacifistas y los socialistas llevada a cabo por la Administración Wilson.

Y es en la cárcel de Leavenworth, en Kansas, donde ese “soñador forrado de boxeador” acabó sus días en 1922.

Los utopistas
¡Ilusos, utopistas!, esto es lo menos que se nos dice, y este ha sido el grito de los conservadores de todos los tiempos contra los que tratan de poner el pie fuera del cerco que aprisiona al ganado humano.
¡Ilusos, utopistas!, nos gritan, y cuando saben que en nuestras reivindicaciones se cuenta la toma de posesión de la tierra para entegársela al pueblo, los gritos son más agudos y los insultos más fuertes: ¡ladrones, asesinos, malvados, traidores!, nos dicen.
Y, sin embargo, es a los ilusos y a los utopistas de todos los tiempos a quienes debe su progreso la humanidad. Lo que se llama civilización ¿qué es si no el resultado de los esfuerzos de los utopistas? Los soñadores, los poetas, los ilusos, los utopistas tan despreciados de las personas serias, tan perseguidos por el paternalismo, de los Gobiernos: ahorcados aquí, fusilados allá; quemados, atormentados, aprisionados, descuartizados en todas las épocas y en todos los países, han sido, no obstante, los propulsores de todo movimiento de avance, los videntes que han señalado a las masas ciegas, derroteros luminosos que conducen a cimas gloriosas.
[…]
En medio de la trivialidad ambiente, el utopista sueña con una humanidad más justa, sana, más bella, más sabia, más feliz, y mientras exterioriza sus sueños, la envidia palidece, el puñal busca su espalda; el esbirro espía, el carcelero coge las Ilaves y el tirano firma la sentencia de muerte. De ese modo la humanidad ha mutilado, en todos los tiempos, sus mejores miembros.
¡Adelante! El insulto, el presidio y la amenaza de muerte no pueden impedir que el utopista sueñe...
Regeneración, 12 de noviembre de 1910 
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