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Guerra en Ucrania
En el Donbás pro-ruso
A medida que va transcurriendo nuestra entrevista, la onda expansiva desatada por las explosiones hace temblar las ventanas. “No se preocupen, está lejos”, asegura Dimitri Chevchenko. Con una sonrisa, añade: “Y hoy está la cosa tranquila”. Nuestro interlocutor es el responsable a cargo de la gestión administrativa de la ciudad de Yasinovátaya. Una especie de alcalde, aunque él mismo reconoce que no fue electo. “Me nombraron en el puesto hace tres años, y voy contado los días porque hay que tener mucha suerte para seguir viniendo a trabajar aquí”.
Situada en el este de Ucrania, la ciudad de Yasinovátaya es ciertamente un lugar poco seguro. El municipio es parte de la República Popular de Donetsk (RPD), entidad secesionista nacida después del golpe de estado de 2014, en Kiev. Durante ocho años, la ciudad ha sido uno de los territorios más golpeados por el conflicto. “Aquí vivían 25.000 personas antes del Maidán, ahora hay menos de 10.000”, asegura Dimitri. En aquella época, la ofensiva la llevaba el ejército ucraniano, a través de su “operación antiterrorista”, que tenía como objetivo aniquilar el movimiento separatista nacido en el oriente del país. Durante varias semanas de intensos combates, las dos partes se disputaron el control de la ciudad. La ocupaban unos, después la ocupaban los otros, hasta que al final la bandera negra, azul y roja de Donetsk acabó ondeando. Y se quedó. Sin embargo, la guerra nunca terminó. Situada a apenas unos pocos kilómetros, en los alrededores de la localidad de Avdéyevka, la línea del frente ha sido zona de intercambios de disparos sin interrupción. “Los nuestros han ido avanzando, —añade el dirigente— el frente ya solo queda a 4 kilómetros, estaba más cerca antes”.
En una de las calles de Yasinovátaya, dos barrenderas toman un descanso, sentadas en un banco. Trabajan a pesar de los disparos que se siguen oyendo. En ciertas partes se ven agujeros en el asfalto, muestra de que aquí también caen misiles. “¿Qué? ¿Qué os parece el sitio? ¡Ocho años aguantando esto!”, nos grita una mujer, saliendo de su casa. De pequeña altura, pelo corto y con una sonrisa de cortesía, la señora, llamada Lilia, viene a desahogarse. “¡No nos ayuda nadie! ¡El Pushilin(1) no hace nada! ¡No tengo miedo a decirlo! ¡Es un incompetente!”. Con cabreo, apunta con el dedo las diferentes fachadas de los edificios que nos rodean para señalarnos las marcas dejadas por las explosiones. “Solo queremos paz, ojalá esta intervención rusa la traiga ¡es lo único que queremos!”, concluye Lilia, secándose las lágrimas.
“Lo cierto es que la operación rusa ha intensificado el conflicto, pero no había otra opción”, asegura Dimitri. Lanzada el 24 de febrero de 2022, la invasión rusa del territorio ucraniano —denominada “operación militar especial” por el Estado ruso— ha provocado una crisis internacional al mismo tiempo que provocó un terremoto a nivel mediático. Sus objetivos anunciados son varios: “proteger la gente del Donbás de un ‘genocidio’”, “desnazificar” y “desmilitarizar” el Estado ucraniano y “ajusticiar” a quienes hayan cometido crímenes contra civiles ucranianos y rusos. Esa brutal intervención del Kremlin llegó después de varios años de inmovilidad a nivel diplomático.
Los Acuerdos de Minsk (firmados en 2014 y 2015), que tenían como objetivo darle una salida política a la guerra, nunca se implementaron y el este del país siguió desangrándose. Actores extranjeros se entremetieron en el conflicto, guiados por sus intereses económico y geoestratégico, OTAN por un lado, Moscú por el otro. Los ingredientes del conflicto fueron combustiendo hasta explotar. Tras iniciar una primera fase ofensiva a lo largo de prácticamente todo el territorio de Ucrania, incluso la capital, Rusia se ha volcado en una segunda fase centrada en el este y sur del país. “La batalla del Donbás”, como muchos la denominan, involucra en realidad a varios actores locales. Beneficiándose de la llegada del poderoso vecino ruso, las tropas de las repúblicas de Donetsk y Lugansk se han lanzado, simultáneamente, a la conquista de lo que consideran sus territorios “ocupados” por el enemigo ucraniano.
La batalla de Mariúpol es sin duda una de las que más atención mediática ha recibido. Puerto y ciudad de casi medio millón de habitantes antes de la invasión, situada en el sur de Ucrania, la ciudad de Mariúpol es hoy un campo de ruinas a cielo abierto. En sus calles y entrañas se enfrentaron sobretodo los miembros del (famoso) Regimiento Azov y las tropas rusas, apoyadas por las unidades de la RPD. Pocas personas siguen viviendo allí, debido a la ausencia de luz y agua corriente. Por las avenidas, los pocos vehículos que vemos son militares o de ayuda humanitaria (procedente de Rusia). Encima de ellos, la letra Z, convertida hoy en día en un símbolo de apoyo al ataque ruso. Su origen es incierto, pero la mayoría de las fuentes apuntan a que fue, en su origen, una simple identificación militar para ciertas unidades que participaban en la invasión.
Beneficiándose de la llegada del poderoso vecino ruso, las tropas de las repúblicas de Donetsk y Lugansk se han lanzado, simultáneamente, a la conquista de lo que consideran sus territorios “ocupados” por el enemigo ucraniano
A unos pocos kilómetros de Mariúpol, llegamos a la localidad de Volodarskaye. Anteriormente denominada Nikolaskoye, ésta retomó su nombre soviético después de ser tomada por las fuerzas separatistas. Durante los eventos de 2014, en la ciudad se había organizado un referéndum para valorar la posibilidad de unirse a la república secesionista de Donetsk, donde también había habido una consulta popular. “Esto lo organizamos nosotros mismos, los habitantes”, dice Valentina Dorojolskaya, una pensionista, militante del Partido Comunista de Ucrania. “Se votaba en las calles, o en coches de particulares pues el municipio no autorizó que se usarán las escuelas u otros edificios como centro de votación”.
Según los organizadores de entonces, cerca de 8.600 personas consiguieron participar en la consulta a nivel regional (la región tiene más de 20.000 habitantes) y, dentro de ello, ganó la opción independentista con 6.500 votos a favor. Legítimo o no, la idea de un referéndum no pudo contrarrestar el peso del conflicto en aquellos años, y la región se quedó bajo bandera ucraniana. “Hoy nos sentimos liberados”, sostiene Vladimir Chebanov, ciudadano de Volodorskaye. El hombre es un antiguo minero, de 75 años, con bigote negro y ojos azules. También es militante del Partido Comunista. Como muchas personas aquí, apoya la “operación especial”. “Después de 2014, no se podía celebrar el 9 de mayo ni podíamos sacar la bandera roja —recuerda Vladimir— tampoco se podía salir a manifestarse”. A partir de 2015, el Partido Comunista de Ucrania vio prohibida su participación en las elecciones y sus militantes han sufrido acoso por parte de los grupos ucranianos más nacionalistas. Varios ciudadanos nos comentan que durante los ocho años de gobierno post-Maidán era obligatorio hablar ucraniano en los espacios públicos oficiales, en las escuelas o a nivel la administración estatal ; “pero en la calle se seguía hablando ruso”.
A diferencia de Mariúpol u otras ciudades medianas de la región, Volodorskaye no sufrió combates. La retirada de las fuerzas ucranianas fue sin resistencia frente al avance ruso y del ejército de la RPD. El sentimiento de pertenencia al pasado común soviético ha ciertamente facilitado, al menos dentro de las generaciones de más edad, la acogida a las tropas invasoras. La política de comunicación del Kremlin consistió en resaltar los paralelismos existentes entre la Gran Guerra Patria y el conflicto actual, asimilando el enemigo ucraniano al régimen de Hitler. La cuestión de los símbolos es parte esencial de la identificación y de la guerra mediática. En todas partes se puede ver la bandera de la Victoria del Ejército Rojo contra la Alemania nazi. Roja, con hoz y martillo, casi siempre va junto a la bandera de la Federación Rusa, por muy paradójica que pueda ser dicha unión. Pero este elemento catalizador tiene sus límites, especialmente respecto a parte de la juventud que no se siente heredera de este pasado. “Yo no tengo opinión sobre la guerra, solo me gusta pasear con mis amigos”, dice Masha, 13 años, rodeada por su pandilla. “Es que a los jóvenes les preguntas quién es Lenin y te contestan que es una avenida”, lamenta Valentina.
Lentamente, el humo negro se eleva hacia el cielo por encima de los edificios. A lo lejos, resuenan las sirenas de los bomberos. La ciudad de Donetsk acaba de ser golpeada duramente por la artillería ucraniana. Como si nada hubiera sucedido, el resto de la ciudad sigue con su actividad normal. Las autobuses (marshutkas) siguen recorriendo las avenidas mientras la gente acude a su puesto de trabajo. “Tampoco vamos a darles el gusto de estar llorando y asustadas todos los días”, dice con una gran sonrisa Katya. Habitante de Donetsk, la joven muchacha de 26 años es militante de izquierda y miembro de un club feminista llamado Aurora, que fue fundado en la ciudad en 2016. Con su amiga Svetlana, nos guían por el barrio Kievski, en el norte de Donetsk, muy cercano a las líneas ucranianas. “La gente se fue yendo poco a poco”, comentan recorriendo las calles casi vacías. Las dos siguen viviendo en este distrito, “por no abandonar a los abuelos, y los padres”, que a su vez se niegan a irse.
Considerada un preludio de las protestas que fue “Maidán”, la Revolución Naranja también es parte, a su vez, de una serie de “revoluciones de colores” en el espacio post-soviético impulsadas por la administración de estadounidense a lo largo de los primeros años de la década 2000. El objetivo de esta política desestabilizadora era debilitar a Rusia arrebatándole gobiernos aliados. “A partir de este periodo, se incrementó un discurso discriminante hacia la gente de aquí”, dice Svetlana, “una especia de Donbasofobia”. A diferencia de movimientos ultranacionalistas contemporáneos, que alimentaban sobretodo el antisemitismo, el nacionalismo ucraniano se constituyó en torno a otro enemigo: Rusia. La zona oriental de Ucrania fue entonces percibida como poblada por “rusos” y gente que formaba parte de una especia de “quinta columna” traidora.
La invasión rusa del territorio ucraniano no se puede analizar sin tener en cuenta la división previa de la nación ucraniana. Gran parte del Donbás ya se había separado de Kiev y acumulaba rencores y odios
“El nacionalismo ucraniano nace en el siglo XIX”, afirma Dimitri Yevguenevich al tiempo que contempla los cristales rotos de su ventana. La escuela número 5 de la ciudad, situada en frente de su casa, ha sido bombardeada esta misma mañana, dejando secuelas en toda la calle. Por suerte, ningún niño estaba dentro, pero tres empleados murieron. “Déjeme contarle una anécdota”, continúa este antiguo profesor de historia y cultura de la Universidad de Donetsk, “En 1991, cuando todavía vivíamos en la URSS, viajé al oeste de Ucrania, cerca de Leópolis (Lviv). Me perdí y le pregunté a un señor que por favor me indicara el camino. Al decirle yo que venía de Donetsk, me contestó ‘Ah, un moskal’ (manera despectiva de llamar los Rusos) y me indicó la dirección contraria”.
La invasión rusa del territorio ucraniano no se puede analizar sin tener en cuenta la división previa de la nación ucraniana. Gran parte del Donbás ya se había separado de Kiev y acumulaba rencores y odios. Otra parte, aunque vivía en el Estado ucraniano, no llegó a sentirse parte de él, sino que incluso fue marginada por su carácter político o su pertenencia cultural. Semejante situación también explica el avance ruso cuyas victorias, en la parte oriental, no solamente se deben a su superioridad militar. Pero al mismo tiempo, la intervención militar rusa probablemente refuerce el nacionalismo ucraniano y la división del país. Crea y creará fracturas de las cuales nacerán deseos de venganza, con el riesgo de alejar cada vez más la paz del Donbás.
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Se necesitan más reportajes como este, para no sucumbir al simplismo de la mayoría de medios de comunicación que, presentan el conflicto, solo mirando los intereses geoestratégicos de occidente y no yendo al fondo de los problemas que han acabado provocando esta absurda guerra.