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FIFA, ética y el Mundial de Qatar

La FIFA sigue siendo uno de los estamentos más opacos del mundo. Tal vez por eso volvió a cambiar su sede en 2006, a un edificio a las afueras de Zúrich, con siete plantas, cinco de ellas subterráneas.

En diciembre de 2010, en el 60 Congreso de la FIFA, el máximo organismo del mundo del fútbol iba a elegir las sedes de los mundiales de 2018 y 2022. Las grandes favoritas eran la candidatura de Inglaterra, creadores del fútbol, con una basta red de estadios más que acondicionados y experiencia en la organización de eventos de este calibre, y la de Estados Unidos, un país en el que el fútbol había crecido mucho desde que organizó el Mundial del 94 y con una delegación encabezada nada menos que por el expresidente Bill Clinton. Para sorpresa de los asistentes al congreso, el Mundial de 2018 fue concedido a la candidatura de Rusia y el de 2022 a Qatar.

¿Qatar? Fue lo que se preguntó mucha gente. Nadie podía entender cómo la FIFA había elegido al pequeño país árabe, sin ninguna tradición en el mundo del fútbol, sin estadios, sin experiencia y con unas temperaturas que se acercarían a los 50° durante la celebración del evento.

Cinco años más tarde, agentes del FBI entraron en el hotel Baur au lac de Zúrich, detuvieron a varios de los asistentes al congreso de la FIFA y registraron su sede. La investigación policial ponía encima de la mesa toda una trama de fraude, pagos ilegales y sobornos en los contratos por los derechos de televisión y la elección de Rusia y Qatar como sedes de los próximos mundiales. Joseph Blatter se vio obligado a renunciar a su cargo y 22 de las 24 personas que habían tomado parte en la votación terminaron implicados en la operación. Por un momento, Rusia y Qatar temieron perder la organización, pero pasó el tiempo y la nueva dirección de la FIFA terminó por confirmarles su apoyo.

Rusia organizó finalmente su Mundial. “Ha sido el mejor de la historia”, declaró al término el nuevo presidente de la FIFA, Gianni Infantino. Qatar decidió cambiar a diciembre las fechas de su propio Mundial para evitar las altas temperaturas; un hecho sin precedentes en la historia de la competición. Aguantó impasible las acusaciones de corrupción, las denuncias por violaciones de los derechos humanos en el país y por la alta cantidad de trabajadores muertos en la construcción de los estadios. Al final, el país menos apropiado para organizar un evento de este calibre inaugurará su Mundial el próximo 20 de noviembre. Puede sorprender el apoyo incondicional de la FIFA, pero, si hacemos un breve repaso a la historia de la institución que gobierna el fútbol, vemos que es bastante coherente con su pasado.

La FIFA se fundó en 1904 con la participación de siete federaciones nacionales, todas ellas europeas. El objetivo no era otro que el desarrollo y promoción de un deporte que ya se extendía con mucho éxito por todo el mundo, así como la organización de partidos internacionales bajo un espíritu altruista que quedaba reflejado en una de sus siete normas iniciales: ninguna persona será autorizada a organizar partidos para su propio lucro.

Desde el mismo momento de su fundación, la FIFA tenía en mente la idea de una Copa del Mundo y para 1928, aprovechando los Juegos de Ámsterdam, realizó un congreso en el que se decidió organizar el primer Mundial de fútbol dos años más tarde. España, Italia o Suecia mostraron su interés por ser los anfitriones, pero el delegado uruguayo llegó con un mandato de su gobierno que resultó fundamental. Correrían con todos los gastos de transporte y alojamiento de las diferentes selecciones y se comprometían a la construcción de un estadio con capacidad para 100.000 espectadores, el actual estadio Centenario. Era una garantía para un torneo que todavía estaba por nacer y la FIFA no lo dudó. Uruguay, el ganador de los dos anteriores Juegos Olímpicos, sería el organizador del primer Mundial.

A pesar de la oposición de varias delegaciones europeas, la primera edición de la Copa del Mundo fue un éxito y permitió a la FIFA reforzar su posición. Dos años más tarde, con el mundo sufriendo las consecuencias de la Gran Depresión, de la que no escapó la propia FIFA, estableció su sede en Zurich y contrató a su primer empleado, encargado de gestionar las cuentas de la entidad. El Comité Olímpico Internacional (COI) también había trasladado su sede al país suizo en 1915, beneficiándose de su neutralidad en la guerra y de la exención de impuestos que regía para las organizaciones sin ánimo de lucro.

Si para la primera Copa del Mundo habían sido las garantías económicas del gobierno uruguayo las que determinaron la elección, para la segunda edición la FIFA se dejó encantar por el interés mostrado por Mussolini

Si para la primera Copa del Mundo habían sido las garantías económicas del gobierno uruguayo las que determinaron la elección, para la segunda edición la FIFA se dejó encantar por el interés mostrado por Mussolini. La organización desplegó toda la parafernalia fascista, incluyendo el saludo romano por parte de los futbolistas, con el objetivo de ensalzar el régimen del Duce. Para asegurar el éxito deportivo, la federación italiana reforzó su selección con la nacionalización de varios jugadores argentinos.

Jules Rimet y la FIFA establecieron en esas primeras ediciones una política que contribuyó a estabilizar su economía y a consolidar el Mundial. No tenían problema en que un gobierno utilizara el evento para su propio beneficio, siempre y cuando estuviera dispuesto a correr con los gastos y mostrara el suficiente interés por organizar una gran Copa del Mundo.

El prestigio del Mundial creció con cada edición y dos décadas después muchos países se mostraban interesados en acogerlo. Eran los años de la presidencia del inglés Stanley Rous, en los que se consagró la máxima de que la FIFA “no interviene en política”. Por eso, el presidente se negó a la expulsión de la federación de Sudáfrica tras la instauración del apartheid, a pesar de las protestas de los representantes africanos. Rous envió una delegación al país, que determinó que “la federación no hace más que seguir las políticas gubernamentales”, aunque la FASA terminó por ser expulsada. La postura del presidente defendía que, mientras un Estado fuera reconocido internacionalmente, la FIFA no debía juzgar su sistema político o sus condiciones sociales. Y ese mismo criterio fue el que siguió cuando aceptó como miembro a la federación de Taiwan, ante la oposición de los delegados chinos.

Años más tarde, la FIFA volvió a necesitar de una delegación cuando la selección de Chile debió enfrentarse a la de la Unión Soviética por una plaza en el Mundial del 74. Días antes, el ejército chileno había atacado el palacio de la Moneda, provocando el suicidio del presidente Allende e instaurando la Junta Militar comandada por Pinochet. La federación soviética denunció el uso del estadio Nacional como centro de detención y torturas y se negó a viajar a Chile. La delegación enviada por la FIFA determinó que “en base a lo que hemos visto y oído, la vida ha vuelto a la normalidad”. La Unión Soviética mantuvo su protesta y el partido terminó siendo una pantomima en el que la selección chilena saltó a un estadio sin rival, marcó un gol y se clasificó para el Mundial.

Cuatro años después, iba a ser otra Junta Militar la que se encargaría de organizar el mayor evento del mundo del fútbol. Fueron varias las voces que pidieron el cambio de sede, pero el nuevo presidente de la FIFA, el brasileño Joao Havelange, zanjó las críticas declarando que “Argentina está más preparada que nunca”.

Aquel Mundial fue, efectivamente, una gran campaña de propaganda, para la que el gobierno argentino contrató a la agencia estadounidense Burson-Marsteller y que culminó con la victoria de la selección dirigida por Menotti. El coste final del torneo se elevó a cifras escandalosas y el sospechoso enriquecimiento del presidente del comité organizador, el contralmirante Lacoste, terminó siendo objeto de investigación. Una vez más, Havelange salió en su defensa al declarar que él mismo le había prestado el dinero.

La figura de Joao Havelange resulta fundamental para entender el desarrollo de la FIFA en las últimas décadas. De hecho, son muchos los que lo acusan de dar inicio a la extendida corrupción dentro de la FIFA

La figura de Joao Havelange resulta fundamental para entender el desarrollo de la FIFA en las últimas décadas. De hecho, son muchos los que lo acusan de dar inicio a la extendida corrupción dentro de la FIFA. Llegó a su presidencia en 1974 y pronto cambió la vieja oficina de dos habitaciones en la Bahnhofstrasse de Zúrich, por un edificio más acorde con la nueva realidad de la institución. Había firmado unos primeros acuerdos de patrocinio con Adidas y Coca-Cola y se avecinaban tiempos de vacas gordas.

En las siguientes Copas del Mundo, la FIFA multiplicó sus ingresos gracias al crecimiento de los derechos de televisión y empezaron a cambiar las prioridades en la organización. Cuando en México 86, un grupo de futbolistas, liderados por Maradona y Valdano, se quejaron por tener que jugar a las doce del mediodía bajo un intenso calor, Havelange respondió “que jueguen y se callen la boca”. Maradona también le respondió: “Havelange jugó al waterpolo, no puede hablar de fútbol”. Y tenía razón, porque el presidente de la FIFA había llegado al mundo del fútbol desde la Confederación Brasileña de Deportes, donde participaba en calidad de jugador de waterpolo.

Lo cierto es que Havelange siguió con su política de expansión comercial y así concedió el Mundial de 1994 a los Estados Unidos y el de 2002 a Corea y Japón. Cuando abandonó el cargo, en 1998, le sucedió la persona que había cocinado los principales acuerdos de patrocinio, el suizo Joseph Blatter. Y con él se mantuvo la mima línea expansionista, incluyendo la designación de Sudáfrica como sede para el Mundial de 2010, la primera vez que el torneo viajaba a África, con el atractivo irresistible de vincular la figura de Nelson Mandela al mayor evento de la FIFA.

El sistema creado por Havelange y mantenido por Blatter pudo haber saltado por los aires cuando, en 2001, quebró la empresa ISL, fundada por Horst Dassler, dueño de Adidas, encargada de comprar y vender los derechos de televisión de los torneos FIFA. La investigación posterior demostró el pago de sobornos a altos cargos de la institución; Havelange, Teixeira (presidente de la Confederación Braseileña) y Leoz (presidente de Conmebol) fueron condenados, pero, para entonces, ninguno estaba vinculado a la FIFA. Blatter fue absuelto y pudo esquivar el escándalo.

En el fondo, el suizo escondía una ambición personal. Otorgar el Mundial de 2018 a Rusia, el de 2022 a Estados Unidos y el de 2026 a China, para retirarse con la concesión del Nobel de la Paz a la FIFA. Reconoció haber mantenido reuniones con los organizadores del premio y el plan parecía perfecto. La FIFA ofrecía su mayor escaparate a los gobiernos del mundo, para terminar, ella misma, blanqueada por la Fundación Nobel. Pero algo se torció en el camino y el FBI terminó por poner al descubierto toda la trama de sobornos alrededor del gigante del fútbol. Esta vez Blatter no pudo resistir. Cinco días después de haber sido reelegido, presentó su dimisión.

Ahora es Infantino quien preside la FIFA, un hombre con larga tradición en los estamentos del fútbol. Prometió limpieza, pero, por ahora, no se han visto grandes cambios. Ha atajado las críticas al Mundial de Qatar respaldándolo sin concesiones, igual que hizo Havelange con la Junta Militar argentina. Mientras tanto, la FIFA sigue siendo uno de los estamentos más opacos del mundo. Tal vez por eso volvió a cambiar su sede en 2006, a un edificio a las afueras de Zúrich, con siete plantas, cinco de ellas subterráneas. Un búnker que costó alrededor de 200 millones de dólares. Perfecto para esconder secretos.

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