Cuidados
Relato de una furgoneta robada y un embarazo que perdimos

Para tener la libertad de sentir sin morir sepultadas en el propio silencio es necesario que sean habilitadas, consideradas y acompañadas todas las maneras, todos los dolores, todas las dudas y todos los lamentos en todos los ámbitos de la vida.
1 mar 2025 05:30

El día 15 de noviembre del pasado año cargo hasta mi furgoneta, con la ayuda de mi compañero, los instrumentos para una clase de Capoeira Angola en el Centro Ágora de A Coruña. Estoy embaraza y no quiero cargar peso. Además, son un montón de cosas. Berimbaus con sus baquetas y caxixís, atabaque, pandero, agogó y recoreco cuelgan de nuestras espaldas dando repiques de madera. Parecía lo que tantas veces soy: una feriante.

Avanzamos por el calle Posse, al lado del parque Europa. No veo la furgoneta. Paro y pienso si ese es el lugar donde la dejé. Sí, es el lugar, pero la furgoneta no está. Pienso de nuevo y miro a lo largo de la calle. La furgoneta no está. Llamo a la grúa. Tampoco consta en el depósito. Repaso mentalmente el último día que fui hasta ella. Han pasado quince días. Me había acercado a recoger lo que pudiera cargar antes de salir de viaje. Recogí parte de las dos muestras de fotografía que había desmontado días atrás, en el café de Macondo de A Coruña y en el espacio Vaina de Betanzos. Otra parte de estas muestras se quedaría allí, dentro de una maleta que medía la mitad de lo que yo y pesaba no mucho menos de mi peso. Estaba embarazada.

Cerré la puerta, sabiendo que no era buena idea dejar la furgoneta allí quince días sin moverse, que aquella maleta llena de las fotografías enmarcadas tampoco se quedaba bien allí, y olvidando que tenía la llave de repuesto en la guantera. Varios errores juntos, como tantas veces en la vida. Ya había arrastrado esa pesada maleta llena de la muestra Nada me pertence, tudo faz parte de min otras veces, pero esta vez no iba a hacerlo. Y me gusta cargar peso al límite de mis posibilidades, hacerme la forzuda. Pero esta vez no iba a hacerlo. La noción de fuerza comenzaba a transformar sus parámetros. Viajaba mi cuerpo por otras dimensiones hasta ahora desconocidas, nuevos retos, otros pactos, un cansancio inverosímil, un nuevo canal invisible que abría sus arroyos hacia una otra entraña dentro de la mía. Estaba embarazada.

Suelo buscar explicaciones para todo lo que ocurre, hasta debajo de las piedras. No digo que sea la mejor manera de afrontar. Es un mecanismo de defensa. Una manía. Hacerlo en los momentos más críticos puede ser peligroso. Pero a veces surge un pensamiento confidente, a modo de claro en el horizonte. Íbamos a tener una cría, sí. Aún no había investigado si se podía o no llevar bebés en una furgoneta teniendo solo asientos delanteros. Quizás tendría que deshacerme de la furgoneta. Desapegar. Ser práctica y priorizar una logística ágil. Ninguna de mis virtudes. Quizás y solo quizás, la furgoneta se borraba de mi camino complicándome mucho la movilidad pero difuminando la necesidad de tomar una decisión. No soy la única que desea que el destino tome una decisión por mí, ¿no? Quizás y solo quizás, este pensamiento aligeró un poco la carga. A veces surge algo semejante a un claro en el horizonte. Atravesaba muy ilusionada el primer trimestre de mi primer embarazo. Estaba agotada de cansancio. Y muchas veces tenía miedo.

Me apuro a poner la denuncia. El policía parece acostumbrado a la situación y me dice que lo más probable es que aparezca dentro de unos días. Con todos los instrumentos aún colgados de la espalda, llego a tiempo para dar la clase, incluida en un programa del Concello para ocio nocturno alternativo para la juventud. Vienen ocho chicas bien contentas y dispuestas. Les cuento que me acaban de robar la furgoneta. No les cuento que estoy embarazada.

Con ilusión y curiosidad, busco libros sobre embarazo en la biblioteca pública. Leo con atención muchas cosas y paso por encima algunas otras. Los apartados de ‘posibles complicaciones’ en los que a veces reparo me hacen sentir un vacío en el estómago y prefiero pasar la hoja. En algún capítulo, entre las preguntas habituales del libro ¿Qué se puede esperar cuándo se está esperando?, de Heidi Murkoff, leo: “No me siento embarazada, ¿es posible que mi bebé esté muerto en mi interior y no me entere?”  Me estremezco al leerla. Aunque no me identifico, esta pregunta permanece conmigo hasta el día de hoy. Enciende una chispa que abre en mí una nueva manera de entender la decisión y el deseo de gestar. Chispa que ahora está en plena hoguera y me lleva a escribir esto, impulsada además por el estruendo del silencio que provoca una gestación truncada.

Leo las probabilidades de una interrupción involuntaria del embarazo. Aborto espontáneo. Pérdida gestacional. Uno de cada cuatro embarazos no llegan a ser nacimientos. Recuerdo cuando mi madre me contó que tuvo un aborto antes de nacer mi hermano y yo. Solo sé eso, que tuvo un aborto. Leo que acercándose a los tres meses va disminuyéndo el porcentaje de probabilidades de que ocurra. Y cuento las semanas. De alguna manera, mi medida del tiempo ya alcanzó esa otra dimensión.

Me interesa mucho el cuerpo y sus adaptaciones y cambios, cómo nos configuran físicamente nuestros hábitos y formas de llevar la vida. Leo cosas que me dejan fascinada: bombearé un 50% más de sangre, mis órganos comienzan a desplazarse ligeramente a medida que mi útero crece, voy a crear un nuevo órgano, la placenta, y mi cerebro acogerá cambios que solo la maternidad habilita, según cuenta Susana Carmona, psicóloga y neurocientífica, en su libro Neuromaternal: ¿Qué lee pasa a mi cerebro durante él embarazo y lea maternidad? (B Editoral, 2024).

Tan invisiblemente, mi cuerpo comienza a cambiar; yo con él, juntas medimos los movimientos, palpamos lo imperceptible, cuestionamos el alimento. Cada vez que como, siento que dentro de mí un nuevo sendero distribuye parte de los nutrientes hacia algo tan decisivo como incierto, tan diminuto como inmenso, que hace incluso temblar los límites de lo que significa la existencia. Me esmero. Todo irá bien.

La Renault Traffic sigue sin aparecer. Pasan las semanas y comienzo a darla por perdida. Intento poner de mi parte en la búsqueda y difundir por mi cuenta con la ayuda de mis contactos. Para mi sorpresa, el anuncio llega a tener bastante difusión. Nunca tuve tantos likes en el Instagram y varios periódicos publican online la información. El día 21 de noviembre sale en la edición impresa de La Opinión de A Coruña: “Roban en A Coruña la furgoneta de la fotógrafa Sol Mariño con las obras de su última exposición dentro”.

Siete días después de esa publicación, sin noticia de ningún tipo, acudiré a Urgencias en el Hospital Materno por un sangrado vaginal que aumenta. Comienzo un proceso de aborto espontáneo y el mundo se me viene encima. Tener en cuenta que esto puede ocurrir no se parece en nada al golpe bruto que me abate y al duro proceso que se abre camino.

Vuelvo a escuchar las cifras que recuerdo haber leído. Uno de cada cuatro embarazos se interrumpe involuntariamente. Es normal. Paso a formar parte de un porcentaje de normalidad de la que no esperaba participar. Soy reflejo de unas estadísticas usuales y me dicen que no debo preocuparme. Me asignan varias citas y me dicen que tendré un sangrado normal, también normal. Todo es normal. Y que es preciso, que vuelva.

Me digo en silencio, en la compaña de mi tía y esperando a que llegue mi pareja, que no volveré a levantarme ni a comer. Al día siguiente y todos los que vendrán: me levanto, como y vuelto a Urgencias con un dolor como nunca antes había tenido. Un dolor normal, que traerá un sangrado como de regla normal y que según el médico que me atiende, me habilita a hacer una vida normal.

Durante las tres semanas siguientes, en las que no paro de sangrar, en las que el fuerte dolor que siento me permite moverme solo muy y muy lentamente, en las que emocionalmente me siento destruida, me pregunto que será para aquellas ginecólogas una vida normal.

En medio del bruto y yermo descampado en el que me veo y que confundo conmigo misma, no puedo evitar pensar que soy un cuerpo fallido. Me fallé a mí, al bebé, a mi pareja y a todo mi alrededor que ya sabía de la noticia. ¿No debía haberlo contado? ¿Haber tenido esa precaución podría disminuir realmente este dolor descomunal? ¿De verdad? Si ahora, lo que hago es desear contar a grito pelado las dos noticias juntas.

Si lo que más necesito es aplacar el silencio que envuelve la desaparición invisible de un ser que siento más nítido que nunca, en esta constante despedida. Me pregunto, ¿qué debo hacer aquí para ser más feminista? ¿Darle salida a esa sensación de fracaso y contemplarla como posible, común y parte del proceso de duelo? O negarla por ser al fin mentira y poner al cuerpo de la mujer una vez más y siempre en la cumbre de la responsabilidad de los acontecimientos? ¿Qué digo para demostrar que expresar ese sentimiento es parte del proceso para transformarlo? Y sobre todo, que abrirse a la vulnerabilidad es clave en la reconsideración de fortaleza que es preciso acoger. No todo es pasar página. La hoja que se pasa en blanco por miedo a ser vivida espera por ti en todos los capítulos que siguen.

Una mañana, una semana después del comienzo de este proceso de pérdida, suena el teléfono. Una gran amiga y vecina está frente a mi furgoneta perfectamente aparcada en la plaza de la Cubela, en el mismo barrio en el que fue robada. Después me contará cómo todos los días en su paseo matinal ponía la intención en encontrarla. Pienso en el trabajo de hormiga de una mujer bajo las lluvias de diciembre por las calles de la ciudad procurando con su mirada una furgoneta. Pienso en los ineficientes paseos de los uniformados en su coche patrulla y en el policía que en aquel mismo momento en el que llamo a la comisaría, me dice que hasta que yo llegue ellos no podrán hacer nada ni siquiera esperar en el entorno del vehículo los veinte minutos que yo pueda tardar.

Llego. La furgo está en bastante buenas condiciones. Muy sucia y con maloliente y repleta de basura y cachivaches. La maleta con las fotografías no está. Si por algún lado encontráis, por ejemplo, una fotografía enmarcada en dorado en la que puede verse una placenta sobre la tierra a punto de ser enterrada, es mía, la foto. La placenta es de Valentina y Rayen, madre e hija, a las que acompañé en el parto hace casi diez años, y a las que dedico un poema en mi libro As alas da serpe (Aira Editorial, 23).

La cerradura no parece forzada. El policía me pregunta si estoy segura de haber cerrado la puerta con llave. Luego en el taller al que llevo a reconfigurar la llave, el mecánico me dice que esa puerta se abre con un palo de chupachups.

Estoy sorprendida de recuperarla. Me alegro muchísimo. Casi que aún no me lo creo. Pero no puedo evitar una y otra vez el mismo pensamiento: si yo pudiera escoger un retorno.

Hoy, a quince días de saber de mi proceso de pérdida gestacional, me siento en la cama y escribo. Tengo tanto para decir que no consigo escribir nada. Sigo esperando a que mi útero expulse los restos del saco gestacional, ese saquito negro vacío en el que se torna nuestra expectativa de crianza, después de la primera ecografía de urgencias, y que me hace quebrar por dentro.

Ayer por la noche introduje en mi vagina cuatro pastillas de Misoprostol, un medicamento indicado para dolencias gástricas y del que tuve conocimiento hace muchos años en Argentina, cuando el aborto aún era ilegal, como un de los procedimientos más comunes para interrumpir voluntariamente el embarazo. Recuerdo a mis amigas atravesando ese proceso, la dificultad de encontrar las pastillas sin receta, el apoyo mutuo y la coordinación para tener una reserva de ellas disponibles, las charlas y teléfonos clandestinos informativos, las tantas historias de mujeres que tuvieron que asistir al hospital por complicación en el proceso y despertaron allí esposadas a la cama para ser acusadas de delito.

Pienso en aquella red de apoyo, precaria con certeza en recursos monetarios, pero inmensa en solidaridad, luchando por expandir conocimientos olvidados y desprestigiados que fueron herramientas de vida y supervivencia, de salud y libertad durante generaciones. El Estado convenirte en delito y situación de riesgo o hasta muerte, la vulnerabilidad y el abuso que él mismo genera, o que decide ignorar.

Aquí, a quince días del comienzo de este proceso, sin haber parado de sangrar, y a mes y medio de que lo que esperaba sería nuestra cría hubiese dejado de desarrollarse, mis hormonas del embarazo todavía son altas y el cuello de mi útero está sin dilatar. En la siguiente ecografía el saco negro está ya en proceso de descomposición y yo veo e ese bebè a mi lado varias veces al día. Unas lloro y otras ya no. Mi mundo ya ha cambiado y en estos días todos los avances y los retrocesos llevan al mismo lugar.

No me derrumbo, me levanto, como, hablo, trabajo; todo lo que atravesando la puerta de Urgencias hace quince días me dije que no haría. Pero gran parte del día pienso que lo justo sería hacerlo. Un momento, un instante. Una licencia de desaparición. Un hundimiento. Un naufragio, qué menos. Agradezco infinitamente la compañía que me apoya, que quiere verme bien y sonreír. Lo entiendo. Es muy difícil soportar el sufrimiento a nuestro lado de las personas que amamos. Pero también las nociones de fuerza deben transformar sus parámetros. A veces es preciso dejarse llorar, acompañar al cuerpo en su desgarro. Clamar por una vida que se fue. Y no porque considere que el saco negro de mi interior era una persona. Sino porque yo deseaba que lo fuera. Y eso marca todas las diferencias. Todas las licencias. Todos los naufragios.

Y hago todas las reconsideraciones que se me ocurren... con el paso de los días. No es fácil cerrar las puertas de la responsabilidad, hasta de esa palabra que rechazo, la culpa. Fui yo la que no conocía las estadísticas. Fui yo la que no estaba preparada para ese posible acontecimiento. ¿Fue un error contarlo demasiado pronto? De nuevo, ¿podría esa precaución, ese silencio amainar el dolor del presente? ¿A quién protegen esos tiempos de precaución? ¿A la madre y al padre para no tener que afrontar explicaciones incómodas? ¿O a una sociedad emocional y culturalmente incapaz de dar sustento a este duelo, de construir rituales de acogida y liberación de este dolor, de este luto, de esta muerte? Ninguna de estas son respuestas. Todo son preguntas. ¿Será que ampararse en la normalidad de los hechos y en las estadísticas legitima un balance y unas reacciones que lo que hacen es silenciar y desacreditar el dolor?

Me pregunto, ¿quién mide el dolor de la normalidad? ¿Quién atiende esa balanza?

Los debates con una misma pueden acontecer en silencio. Pero los que implican al mundo requieren ser expresados. Necesito continuar:

¿Por qué todas y todos nacemos y sabemos tan poco de lo que implica nacer?

Tú también naciste. Me pregunto si sabes algo de cómo fue, de lo que sintió tu madre al parirte, de cómo fue su embarazo. Claro, un tema menor. ¿A quién puede interesarle que acontezca semejante toma de conciencia? ¿Será que eso podría implicar un conocimiento y empatía que nos harían exigir respeto y apoyo (sí, más, mucho más) a las embarazadas y al proceso de parto? ¿Será que esto solo es interesante si decides tener un bebé y tienes que afrontarlo? ¿Será que ni siquiera entonces llega a parecerte interesante?

Podríamos decir, sin más, que cada persona hará como pueda, afrontará la pérdida a su manera y seguirá adelante lidiando con lo acontecido. Pero tenemos que saber, que para que eso sea posible, para tener la libertad de sentir sin morir sepultadas en el propio silencio es necesario que sean habilitadas, consideradas y acompañadas todas las maneras, todos los dolores, todas las dudas, todos los lamentos. Y hablo de todos los ámbitos de la vida, incluyendo por supuesto y con especial relevancia el médico y el laboral.

Y que nadie confunda ser fuerte con no llorar, con pasar por encima de los propios límites, con esconder las histerias (consultad la raíz etimológica de la palabra: del griego hyster, ‘útero’), con adaptarnos en silencio a las vicisitudes de la normalidad.

En el año 1978, Adrianne Rich comienza su conferencia ‘Maternidad. La emergencia contemporánea y él salto cuántico’ publicada en Ensayos esenciales. Cultura, política y el arte de la poesía (Capitán Swing) diciendo: “(...) En cualquier caso, las mujeres no necesitamos expertas sobre nuestras vidas, si no la oportunidad de nombrar y describir las realidades de las mismas, tal y como las experimentamos, junto con el correspondiente reconocimiento”.

Aquí seguimos, todavía.

Y si se me ocurre una respuesta. Nada de esto es para protegernos del naufragio, sino para mantener intacta la noción de fuerza bruta, patriarcal y bélica que la cultura hegemónica cimienta.

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