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Cine
Barbie llega a los cines y activa el fenómeno fan. El nuevo triunfo de la muñeca a la que nadie confiesa amar
Las muñecas son metáforas de la feminidad, pero también juguetes que las niñas demandan con pasión. Suelen ser criticadas por ser objetos que reproducen elementos educativos patriarcales: niñas cuidadoras de bebés, jugando a las cocinitas, o niñas que se preocupan por la apariencia física de sus muñecas, de sus trajes, de sus peinados y de sus complementos, que no encajan en los ideales contemporáneos de una educación igualitaria.
Esta interpretación ¿no tendrá que ver con el desprecio generalizado a lo “femenino”? Las raíces estructurales del poder sobre las mujeres se tejen en las profundidades del entramado simbólico. Hay un mundo de signos propiamente femeninos y otro, opuesto, de valores masculinos. En el contraste entre ambos, la feminidad aparece siempre como devaluada. ¿La inquina contra las muñecas tendrá que ver algo con esto?
La creación de Barbie
¿De dónde viene el extraordinario éxito de la Barbie? ¿De su capacidad para proyectar una feminidad ideal y fantástica que no existe más que en los medios de comunicación? Si explicamos sus orígenes, tal vez podamos entender de dónde procede su éxito. Barbie fue creada por Ruth Handle, una mujer que se dio cuenta de que a su hija (llamada Bárbara, de la que toma su nombre) le gustaba jugar con muñecas con rasgos adultos. Ruth estaba casada y el matrimonio formaba parte de la empresa Mattel. En un viaje por Alemania, vieron en un escaparate la muñeca sexual Bild Lilli, que no estaba dedicada a las niñas, ya que era un objeto adulto que había tenido bastante éxito en Europa y que procedía de un personaje de cómic. Mattel compró los derechos de la muñeca, pero no la comercializó tal cual, sino que la adaptó a partir de las ideas de Ruth Handle y la presentó en la Feria de Juguetes de Nueva York en el año 1959. Desde entonces, Barbie ha sufrido muchos cambios físicos, sin perder en ningún momento su identidad. La empresa Mattel encontró en ella un filón de oro, poniendo en el mercado mundial mil millones de ellas. Si pusiéramos en fila todas las barbies que se han fabricado, podrían dar más de siete veces la vuelta la tierra. La empresa afirma que vende en el mundo tres muñecas por segundo.
En los años sesenta, la editorial Random House publicó una serie de novelas en torno a la muñeca y, a través de ellas, se le fue creando una auténtica historia: sus padres tienen nombre y una identidad, ella tiene un novio con el que rompe y se reconcilia, amigas y familia, mascotas y hasta algún animal exótico. Desde los años 60, no ha parado de modernizarse, incluso engordó a partir de 1997 y se ensanchó su cintura. A partir de 2015, la podemos ver también con zapatos planos y en 2016, la juguetera empezó a vender muñecas con formas corporales muy variadas. Barbie es también un ente activo en las redes. En la actualidad tiene cuatro páginas web, existen más de 500 grupos en Facebook y 7 millones de amigos, es la muñeca con más seguidores en Instagram, y también está en Twitter (@BarbieStyle).
1959, el año de la presentación de Barbie, marcó el final de una época contradictoria en los Estados Unidos y en el mundo entero. Habían pasado casi quince años del final de la II Guerra Mundial y la generación que había sido joven durante el conflicto y que se había dedicado a la reconstrucción nacional, había dejado paso a jóvenes que demandaban libertad para llevar adelante un nuevo modelo de vida consumista y hedonista. Era un momento contradictorio, sobre todo, porque las mujeres seguían inmersas en la misma ideología que las había enviado de vuelta a los hogares después de la guerra, cuando los soldados volvieron del frente y ocuparon de nuevo los puestos de trabajo. Ellas tuvieron que conformarse entonces con buscar la felicidad y los proyectos personales exclusivamente en sus hogares, llenos de hijos y electrodomésticos. La dulce Doris Day era la imagen del ama de casa perfecta frente a las sexualizadas pin-ups, el contra-modelo siempre necesario. Al menos, esto fue así en el mundo americano que exportó y difundió las imágenes de sus hogares a través de la televisión y el cine hasta que ese modelo familiar se convirtió en la aspiración universal. El libro de Betty Friedan, La mística de la feminidad, publicado con un éxito enorme en 1963, puso al descubierto la situación de descontento psicológico de las amas de casa que el cine y la televisión dibujaban como felices. La realidad era que muchas de ellas vivían como una tragedia la falta de opciones profesionales y personales. Barbie es creada en la encrucijada entre la sociedad de la reconstrucción después de la II Guerra Mundial, y los años sesenta, cuando comienza a surgir la Segunda Ola de feminismo.
Una Barbie es una Barbie
Este contexto ideológico justifica el enorme éxito del lanzamiento de Barbie, éxito que no paró de aumentar hasta convertirse en un icono cultural del siglo XX. Como tal, ha sido estudiado desde la sociología, los estudios de comunicación y, en los últimos tiempos, su historia está siendo exhibida en espacios reservados para las obras de arte. En febrero de 2017, en Madrid, se presentó una exposición sobre la muñeca titulada “Barbie, más allá de la muñeca”. Era una exposición itinerante por Europa, en la que se incidía en la influencia “modernizadora” que podría haber tenido la muñeca, resaltando la idea de que, desde su nacimiento, fue un objeto muy plástico para representar los cambios de las mujeres en el mundo. Muñecas de todas las razas y culturas, iconos del cine y la música pop, nuevas profesiones para las mujeres, distintos estilos de ropa (que representaban por tanto los cambios ideológicos). Parecía que todos los modos de ser mujer tenían cabida en el mundo Barbie.
En la exposición se veía la transformación de los atuendos femeninos a través del tiempo, el cambio de los rasgos de la muñeca, pero, sobre todo, que una Barbie siempre es una Barbie. Y no es una broma, sino una afirmación que me aboca a una pregunta: ¿qué une a todas ellas, más allá del nombre y de la marca? La respuesta tiene que ver con lo que supuso en su día su originalidad: “creada con aspecto de mujer adulta”. Y, claro, esto da mucho que pensar. Tengo dos barbies en casa: Wonder Woman y Katnis Everdeen, de Los Juegos del Hambre. Las sostengo en la mano, las miro, las comparo. Representan dos heroínas cinematográficas muy distintas, pero entre ellas se parecen bastante. ¿Qué tienen en común? Que son barbies (y no es un juego tautológico). ¿Tienen aspecto de mujer? Sólo relativamente. Una Barbie se parece sobre todo a otra Barbie, insisto. Pienso en las amigas que he tenido, en las jóvenes que conozco ahora, en las estudiantes que pasan por mis aulas, españolas y extranjeras, y la verdad es que nunca, jamás, se me ha parecido ninguna a una Barbie. ¿Será que ha pasado el tiempo y las jóvenes no son como las de finales de los años cincuenta, cuanto se presentó la muñeca? Lo dudo mucho. Lo que pasa es que la Barbie se ha convertido en la Dulcinea de los modelos femeninos contemporáneos, viviendo, sobre todo, en la mente de las personas como un ideal imposible de feminidad.
La Barbie lleva casi cincuenta años produciendo mensajes sobre la feminidad como algo que puede construirse, que puede aprenderse. La ilusión que proyecta es que las niñas pueden ser femeninas y, al mismo tiempo, integrarse en el poderoso mundo masculino sin problemas. Barbie ha tenido muchas profesiones, un novio, pero nunca hijos. En realidad, ha resultado ser un modelo nuevo para una época nueva que comenzó con las revoluciones juveniles de los años sesenta.
Sin embargo, la crítica que ha recibido esta muñeca es que es un objeto útil para la “dominación” patriarcal en la educación de las niñas. Un objeto que las enseña a ser femeninas y dóciles al poder masculino a través de una de las grandes estrategias del mundo comercial contemporáneo: marcar un ideal físico como posible y conseguir que las mujeres trabajemos sin descanso en gimnasios, sometiéndonos a dietas y cirugías hasta el disparate, porque estamos convencidas de que conseguiremos estar siempre jóvenes, sanas y hermosas. Susan Bordo, por ejemplo, en su libro de 1993 Unbearable Weigh, argumenta que, en la cultura mediática contemporánea, se muestra la enorme presión sobre el cuerpo de las mujeres a base de normalizarlas en modelos corporales únicos e inalcanzables. Su tesis es que esta estrategia se ha hecho tan poderosa que ha conseguido que las mujeres fueran abandonando las luchas políticas de los años setenta. Tal vez, la muñeca Barbie tiene la culpa de parte de ese abandono, pero yo tengo serios problemas para admitir esa afirmación de un modo fuerte y quiero explicar el porqué.
La Barbie es un juguete, un objeto que sirve para entretenerse y también, como dice la Real Academia, para “desarrollar ciertas capacidades”. En su día, esta muñeca le dio más opciones a las niñas que, hasta entonces, jugaban a vestir o desvestir futuros hijos e hijas. Las niñas eran las “mamás” de sus muñecos, pero una niña ya no es la mamá de una Barbie, sino una amiga. Su éxito está relacionado con el capitalismo de consumo que, desde hace décadas nos incita a una fuerte personalización (con lemas como, por ejemplo: “Sé tú misma”), y ha acompañado en ese proceso a las niñas, dándoles la posibilidad de construirse una identidad al margen de su destino maternal y de amas de casa. La Barbie cumplía con los estándares corporales de las pin-ups, pero también en torno a ella se tejía una historia de triunfo social y personal.
El mundo Barbie ha despertado cierto interés en la investigación académica, sobre todo en el ámbito de la sociología y la comunicación, si bien, para un gran sector ha sido considerada como un objeto banal y degradante para las mujeres. Lo cierto es que aglutina muchas ideas, normas y valores que circulan en lo social, por lo que algunas autoras hablan incluso de “cultura Barbie”. Eso quiere decir que tiene mucho que decirnos sobre lo que somos y sobre los ideales de lo que queremos ser. En este caso, los ideales de la feminidad y la masculinidad. No me atrevo a decir que sea una cultura, pero sí un icono, un símbolo de referencia cultural reconocible para mucha gente. Tienen una gran versatilidad en cuanto a los significados que pueden asumir, dada su apertura y adaptabilidad. A través de la historia de Barbie, algunas autoras han explorado temas como la raza, la sexualidad o la feminidad, convirtiendo un simple juguete en un signo esencial de los cambios teóricos ocurridos a partir de los años setenta. Y es que el juego va siempre más allá de un entretenimiento banal que se olvida y abandona conforme una persona va creciendo.
Muñecas desde siempre
Casi todas las culturas han hecho muñecas con fines rituales, mágicos o simple entretenimiento infantil. Se han conservado prácticamente en todo el mundo: en África, en Japón, en China, en la América precolombina, etcétera. Las muñecas son el juguete femenino por excelencia que atraviesa toda nuestra historia cultural. Las primeras fueron encontradas en tumbas egipcias de dos mil años antes de nuestra era, y están realizadas en madera de una sola pieza. Los griegos y los romanos hicieron muñecas para sus hijas- en este caso con las extremidades articuladas- y sabemos que las consideraban objetos importantes, ya que han aparecido como parte de los ajuares de las tumbas de las niñas. Las muñecas simbolizaban la infancia femenina y eran entregadas como ofrenda ritual en el altar de Diana o Venus cuando se preparaban para ser desposadas en la Grecia Clásica.
La principal objeción que solemos poner al uso de las muñecas como juguetes es que son objetos que preparan psicológicamente a las niñas para la cosificación estética, sumergiéndolas, además, en el mundo de los cuidados maternos como rol predominante en su vida futura. Es decir, pensamos que, si juegan con muñecas, tendrán sólo el deseo de convertirse en amantes o en madres.
Y si hay una muñeca que ha tenido un éxito enorme en este sentido es Barbie (la Barbi), de la que se han vendido más de mil millones de unidades desde que se inventó. ¿Por qué ha conseguido tanta popularidad? Por generación no jugué en la infancia con Barbie. Por eso, me puse a preguntar a mis amigas más jóvenes, sí habían tenido alguna cuando eran pequeñas. Las respuestas que han ido dándome me han resultado muy significativas. Casi nadie reconoce haber jugado con Barbie y, si alguien dice que sí lo ha hecho, enseguida continúa con una disculpa no pedida del tipo: “Sí que tuve alguna, pero me aburría”. “Tuve una, pero yo era más de la Nancy”. O simplemente, “La tenía, pero nunca me gustó”. ¿Por qué surge la disculpa antes de la acusación? Las mujeres con las que he hablado perciben que hay algo negativo en Barbie. El reproche fundamental es que está hipersexualizada y enseña a las niñas que el principal valor para las mujeres es la belleza física. Nadie me ha dicho que disfrutaba jugando con Barbie. ¿Será que rechazar la muñeca es una performance del rechazo a los modelos hiperfemenino.
Pero eso no casa con la realidad porque Barbie es la muñeca más exitosa de la historia. Y puede que su éxito parta de la sexualización y el entramado publicitario que la ha rodeado siempre. Sin embargo, esto no es exactamente así. Las muñecas, con aspecto de mujeres adultas, han existido por lo menos desde hace más de doscientos años. En el siglo XVIII, en Francia, comenzaron a fabricarse las llamadas Fashion doll, de grandes caderas y busto muy marcado, que las casas de modas colocaban en los escaparates para publicitar sus diseños. Las niñas de la burguesía europea enseguida quisieron tener una y la fabricación se extendió rápidamente desde Francia a Alemania. París era el centro de la moda y también de la venta de muñecas. De hecho, incluso comenzaron a publicarse revistas especializadas en arreglos de muñecas, como Journal Popée, o La Poupée Modèle, que pretendían como decía literalmente una de ellas, que la niña pudiera “ensayar cómo ser mujer”. Al mismo tiempo, las revistas de modas para las mujeres burguesas incorporaron también moda específica para vestir muñecas.
El éxito fue enorme y los ingleses comenzaron a fabricarlas también, impulsados por el proceso de industrialización en el siglo XIX. Era el momento de la consolidación del ideal de la mujer burguesa como “ángel del hogar”, dedicada a la familia y a la crianza de los hijos. La función de las muñecas era enseñar a las niñas a ser madres, ya que en aquellos momentos no estaban sexualizadas. En el año 1900, comenzaron a producirse los primeros carácter babies, muñecos con aspecto de bebés, que hicieron furor en todo el siglo XX.
El desarrollo de la fabricación de muñecas en España tuvo un carácter particular y exitoso, si bien fue más tardío que en Francia, Alemania o Inglaterra. Despegó a partir de los años 50 con empresas como TOYSE, VICMA o Famosa, que triunfó en España en la década de los 70 con la muñeca Nancy, creada en 1968, con aspecto de mujer joven entre los quince y los dieciocho años. Esta muñeca ha formado parte de la infancia de muchas niñas españolas, con sus trajes y sus accesorios. En 1996, su aspecto cambió totalmente y se acercó mucho a la preponderante Barbie americana. Pero la juguetera Famosa consiguió más éxito todavía con su bebé Nenuco, que superó incluso en ventas a Nancy y se distribuyó en Portugal, Francia e Italia. Las jugueteras españolas estabilizaron así la producción de muñecas. Se establecieron dos planos convencionales: muñecos bebés para jugar a la maternidad, y muñecas con aspecto de adolescentes para jugar a ser mujer.
Otro gran mercado que alimentó la fantasía femenina, y mucho más barato, fue la fabricación de recortables de papel. En la empobrecida posguerra adquirieron una gran importancia las llamadas “Mariquitas”, dibujadas con todo su equipo de trajes y accesorios, que se mantuvieron muy vivas hasta finales de los años setenta. En España, habían empezado a producirse como en toda Europa, un siglo antes. La editorial barcelonesa Paluzie, fue la primera en comercializar decorados teatrales con sus cortinajes y sus personajes con distintos atuendos, en 1865. Al haberse introducido la técnica de la litografía en 1840, los costes de impresión se habían abaratado, y las niñas más pobres, pudieron comprarlas. En la España de la posguerra y de los años sesenta y principios de los setenta, las mariquitas hicieron felices a muchísimas niñas que no tenían posibilidad de tener las muñecas de verdad. Hubo dos editoriales en España que publicaron este tipo de ilustración: Bruguera y la Editorial Roma, que mantuvo a la venta los recortables durante más de cincuenta años. En ellas publicaron sus ilustraciones. Helenita Gallarda, Julita, Ayné o Rosa Batlle. No podemos olvidarnos tampoco de la gran ilustradora María Pascual que trabajó para Toray, en momentos en los que las ilustradoras tenían pocos espacios donde publicar sus obras.
La producción cinematográfica de Hollywood fue también una fuente de creación de muñecas en plástico o en recortables de papel a imagen y semejanza de sus actrices más populares, como Dorothy (Judy Garland) en El Mago de Oz (1939), o la archifamosa niña prodigio Shirley Temple, que fue fuente de inspiración de muchas muñecas vestidas como ella en películas como La pequeña coronela (1935), Captain January (1936), Heidi (1937) o Rebecca of Sunnybrook Farm (1938). También Greta Garbo, Bette Davis, Marlene Dietrich, Joan Crawford o Vivien Leigh fueron la imagen de una gran cantidad de muñecas hechas para niñas, pero sobre todo para coleccionistas en el mundo entero. Hollywood explotó todo lo que pudo a sus divas y esa explotación comercial está en el origen del merchandising desarrollado a partir de los años setenta. Sin embargo, cuando estudiamos el origen de la práctica comercial de la venta de productos asociados a las películas, resulta difícil rastrear este comercio de muñecas, porque, como siempre suele ocurrir, no se advierte su influencia en el desarrollo de las empresas hollywodienses.
Lo que sí nos cuentan es que fue el genio de George Lucas el que revolucionó la forma de ganar dinero en Hollywood, cuando en 1977 firmó un contrato para dirigir un nuevo proyecto: La guerra de las galaxias, en el que renunciaba a un sueldo como director a cambio de recibir el 40% de la taquilla y el 100% del merchandising. A partir de ese momento las películas vienen acompañadas de juegos de ordenador, muñecos, disfraces, carteles y mil objetos más, grabados con imágenes de las películas. Pero esto es una verdad a medias, porque lo que cambia, sobre todo, es la escala de la producción, ya que la fórmula era ya conocida antes en el cine, precisamente a través de la venta de muñecas
Es significativa la poca presencia femenina de heroínas que ha habido hasta hace poco en ese tipo de productos. Por ejemplo, en la saga La guerra de las galaxias (1977) era muy fácil encontrar los muñecos de Han Solo, Chewbacca, Luke Skywalker, el maligno Darth Vader, el robot R2-D2 y todos sus amigos en un montón de objetos publicitarios como mochilas, termos, disfraces, ropa deportiva para niños, pijamas, etcétera, pero imposible encontrar la imagen de la Princesa Leia, hasta el punto de que durante años, hubo distintas peticiones a través de la red para que la compañía hiciera una muñeca y estampara su imagen en distintos objetos.
Jugando a tener poder
Los juguetes son una preparación para la vida adulta, al menos en alguno de sus aspectos. Jugando, niños y niñas entrenan posibilidades de ser adultos, y da igual qué juguetes les demos. Cuando somos pequeños la imaginación tiene un importante papel en la vida infantil y, si no poseen juguetes, “juguetizan” la realidad. He visto varios casos de padres concienciados, por ejemplo, con el pacifismo, que se han negado en redondo a comprar una pistola de plástico a los niños, pero ellos se han hecho pistolas con cualquier cosa: un palo, un cubierto o, incluso, con un trozo de papel. Y piden pistolas y armas no porque nos vean convivir con ellas y utilizarlas, sino porque están rodeados de ficciones con personajes maravillosos que con ellas conquistan el mundo y las galaxias. De hecho, es curiosa su pervivencia en las películas de ciencia ficción: podrían ocurrírsele a los guionistas muchas formas de matar en un futuro próximo sin armas de fuego o espadas. Pero es evidente que las armas tradicionales siguen teniendo un atractivo enorme, porque hacen que los personajes consigan lo que quieren de una manera rápida y directa. Las armas son una prolongación del poder de la mano, del cuerpo. Los niños y niñas detectan enseguida dónde está el poder y juegan a poseerlo.
A veces, he escuchado debates a los que no otorgo un gran fundamento, acerca de las “tendencias naturales” distintas que tienen los niños y las niñas hacia los juguetes. Se supone que ellas nacen predeterminadas a jugar con muñecas y ellos, con coches y con armas. Yo no estoy de acuerdo con estas ideas. Lo que decimos que nos gusta no se debe tanto a un proceso individual como a un adiestramiento social. Los seres humanos tenemos mentes muy plásticas y entendemos perfectamente la comunicación no verbal: el canal por el que más a menudo nos llegan los premios y los castigos por haber tenido un comportamiento determinado. Los niños entienden también la comunicación no verbal, y no hace falta, por ejemplo, regañar abiertamente a un crío para hacerle saber que no es adecuado su gusto por una muñeca. La comunicación humana va mucho más allá de lo que nos podamos decir verbalmente. Una mirada, un movimiento del cuerpo, una inclinación de cabeza, una caída de párpados, una mueca… son a veces más elocuentes que las palabras. Tenemos cuerpos que nos unen a la naturaleza, pero también poseemos unos altísimos niveles de socialización, de tal forma que todo lo que hacemos está pasado por un tamiz cultural.
Algunos científicos de la mente afirman que nacemos con dos años de inmadurez cerebral respecto a otros mamíferos. La mayoría necesita sólo unos minutos o unas horas para ponerse en pie. Nosotros, en cambio, tenemos que ser cuidados un año para que esto ocurra y dos para empezar a hablar. Nacemos con un cerebro prematuro, lo que quiere decir que termina de formarse durante los primeros años de socialización. Por ejemplo, es natural tener hambre, pero cuántas veces, cómo y qué comemos está pasado por la cultura. Hasta aquí, mucha gente puede estar de acuerdo con este relativismo cultural, pero, si lo aplicamos al debate sobre la consabida diferencia sexual, la cosa cambia. La mayoría tiene claro que hombres y mujeres somos “naturalmente” distintos y que a las niñas les gusta jugar a las cocinitas y a los niños al fútbol.
Las cosas pueden explicarse de otra manera, incluso más sencilla. Cuando somos pequeños, nuestro cerebro va cambiando rápidamente y nos cuesta adquirir el lenguaje, los conocimientos, las habilidades sociales. Por eso, niños y niñas tienen una conexión emocional muy fuerte con aquellos que les cuidan. Todos hemos visto bebés de pocos meses capaces de controlar ciertos comportamientos de sus padres. Por ejemplo, cuando mi hijo tenía menos de un año comía bien si yo no estaba en casa y le daba la comida otra persona, pero si yo entraba por la puerta mientras comía, cerraba la boca y la comida se había terminado para él, captando así toda mi atención a base de preocuparme. Los bebés tienen una capacidad importante para detectar emociones y aprenden rápido también una cosa fundamental: saber dónde está el poder y quién manda en la manada. En las sociedades patriarcales, la figura del padre juega un papel muy determinado (por acción u omisión, da lo mismo), representando los valores fuertes del sistema: la jerarquía y la competitividad, por ejemplo. Y quiero aclarar que mi discurso no es para nada psicoanalítico, hablo del poder de las decisiones más básicas y primarias sobre la vida que se toman en un modelo estereotipado de familia: a qué hora se va a la cama, qué se come o si es tiempo de juego o de trabajo. Las madres están normalmente manejando los horarios y los ritmos cotidianos. El patriarcado ha hecho que la mayor parte del tiempo de las mujeres se dedique a los cuidados. Eso supone, sin duda, un “desgaste” en el sistema de autoridad y poder. Las madres deciden (decidían, al menos) todo el tiempo qué se come, a qué hora se sale para el colegio y cosas por el estilo, pero el poder con mayúsculas está (estaba) en la autoridad paterna, un poder que no se desgasta en las tareas cotidianas.
Con las prácticas cotidianas en el hogar y en el colegio, niños y niñas van aprendiendo que el mundo está dividido de forma natural en dos grupos de seres humanos distintos, dependiendo de su sexo, y que un grupo tiene más poder que otro sobre el entorno. También aprenden que ellos mismos deben “distribuirse” en una de esas categorías desiguales respecto al poder. Más que distribuirse, deben “acatar” la categoría que el grupo social les ha adjudicado. Algunos no se sienten cómodos o cómodas con esa adscripción y comienzan a rebelarse desde muy pequeños, pero eso es otro problema que no me corresponde tratar aquí.
¿Cómo es posible que, generalmente, asumamos esa ordenación y la encarnemos como algo tan importante para la construcción de la identidad? De nuevo, es a través de un mecanismo muy sencillo que la mayoría de los adultos ya hemos olvidado cuestionar: eres niño o niña dependiendo de la genitalidad con la que naces. Y comienzan entonces a ponernos marcas visibles sobre el cuerpo e invisibles en nuestras emociones. Las niñas con los pendientes y el color rosa; los niños con el azul. Pero también los bebés son marcados con la forma en que se les habla y las cosas que se les dice. Cuando nos dan un bebé en brazos, casi siempre buscamos información sobre si es niño o niña, y actuamos de forma distinta en base a eso: “Qué mona es”, decimos si es niña; “Qué fuerte está”, “tiene cara de listo”, si es niño. Incluso utilizaremos un tono de voz más alto para hablarle a los varones. El resultado es que, a partir de los tres años, niños y niñas ya saben que pertenecen a grupos diferentes y, lo que es peor, que tienen que peinarse, vestirse, hablar y jugar de forma diferenciada.
Con esa adscripción llega también lo que Judith Butler denomina “reglamento de género”, una especie de telón de fondo social ideal compuesto de normas no escritas, pero difusas en la realidad, que está presente también en las ficciones que producen los medios de comunicación. Ese entramado que casi no se deja ver lo utilizamos para regular nuestra identidad, pero también para entender las narraciones y las historias que nos cuentan sobre el mundo. Por ejemplo, para una persona que no sepa nada del contexto en el que Cervantes escribió su Quijote, los personajes de los que habla el libro son prácticamente ilegibles. El “telón de fondo” que hace las realidades significativas no para de transformarse con el tiempo. ¿Qué sentido tienen hoy para la mayoría de la gente los personajes de Marcela, Dorotea o Dulcinea de El Quijote? La respuesta es que prácticamente ninguno. Para interpretarlos, estamos precisamente la clase profesoral: para explicar a la gente que no sabe el sentido ideológico de muchos de los textos elaborados en el pasado. Las explicaciones que damos de ellos son, a la vez sesgadas, limitadas y sometidas a la temporalidad en que vivimos.
No explicamos la verdad de un texto, sino que aplicamos un “telón de fondo” para hacerlo significativo. No es sólo un problema del uso de un lenguaje, de unas palabras que ya se han perdido. Esos telones cambian con el tiempo, y sólo los “especialistas” podemos describirlo para que otros y otras lo interpreten. Es más, incluso podemos dedicarnos a interpretar lo que ocurre en las obras literarias del pasado, aplicándoles nuestro telón contemporáneo. Y esto es, por cierto, para mí, lo más interesante. Podemos imaginar un futuro de ciencia ficción en el que no se haya olvidado el lenguaje, pero sí los valores que tejen la realidad de nuestra existencia. Me imagino a la gente haciendo una labor de exégesis interpretando el significado de películas como La guerra de las Galaxias, tal como ahora hacemos con El Quijote. Insisto: no es tanto un problema lingüístico, como un tema de “telón” significativo.
Los adultos tendemos a pensar que los niños son fácilmente manipulables y que confunden la realidad con la ficción. Es evidente que los adultos también la confundimos, pero de otra forma. Nuestras ideas sobre el mundo, nuestros principios morales, nuestros esquemas de necesidades o nuestras pautas de acción están tan mediadas por la sociedad en la que vivimos como pueden estar las de los niños y las niñas, si no bastante más. Tal vez pienso así porque soy feminista, y sé que, históricamente, cuando se quería justificar el sometimiento de las mujeres, no dejándolas votar, administrar sus bienes o formarse como profesionales, se las calificaba de ‘eternas niñas’. Yo no creo que los niños y las niñas sean tan manipulables. Simplemente pienso que sobre ellos y ellas recae un sistema de poder patriarcal que nadie cuestiona. Por ejemplo, ¿por qué no votan las personas que tienen catorce o dieciséis años? La respuesta es que no tienen criterio, justo lo que se decía de las mujeres antes del siglo XX. La feminista Shulamith Firestone en su trabajo La dialéctica del sexo (1970), pensó mucho en este sentido sobre la infancia y defendió que esa gente pequeña debe formar parte activa de la vida humana, y que el feminismo debía servir también para liberar a la infancia de la opresión patriarcal.
Todos y todas hemos sido pequeños alguna vez, pero por algún extraño proceso, es como si no lo hubiéramos sido nunca. Llegamos a la mente infantil sólo por aproximación, imaginándola, pero no viviéndola como si nunca hubiéramos sido niños. Tal vez el problema es que nosotros ya no somos esa apertura infinita a lo simbólico, a la multiplicidad de significados de las cosas. Tenemos la mente ya hecha. El telón de fondo se ha solidificado en un tupido entramado. Un telón que aclara nuestra visión de los objetos, pero oscurece todo lo que podría estar detrás y ya no vemos. El telón nos ordena la realidad, le da nombre a las cosas, crea las categorías. Pero, sobre todo, nos hace pensar que siempre ha sido así, que siempre ha estado ahí tal cual es y somos incapaces de recordar cómo se ha ido tejiendo, cómo se ha ido elaborando a base de cultura.
¿El sentido del juego?
Una de las batallas del feminismo es criticar la educación diferenciada que reciben niños y niñas respecto a los juguetes, porque la realidad es muy terca: poco o nada han cambiado sus formas respecto a las claves de género en los últimos cincuenta años. Es más, con el desarrollo de la sociedad de consumo, las diferencias estéticas asociadas al género en los objetos de juego se han ahondado. En esta crítica subyace la idea de que la dominación femenina se gesta en los inicios de la vida y de que los juguetes son elementos importantes para fomentar la sumisión de las mujeres. Esta interpretación está en la línea de los teóricos que afirman que cada cultura desarrolla juegos específicos que cumplen la función de inculcar la ideología dominante en cada sociedad. Una idea muy extendida es que el juego infantil es en realidad “el juego de la vida”, en el que las niñas y los niños se entrenan para asumir a través de ellos los valores éticos, pero también estéticos de la sociedad a la que pertenecen. Pero no todas las teorías sobre el juego están de acuerdo con este postulado. El juego puede ser asimilación cultural, pero también puede permitir a los menores especular sobre realidades que no existen, o proporcionarles herramientas para conjurar los miedos o temores infantiles.
En todo caso, los juguetes son importantes, porque actúan como mediadores entre lo que los niños y niñas desean y lo que perciben como elementos (y personas) de poder. No podemos conformarnos con calificar sus elecciones como arbitrarias o caprichosas. En los juguetes hay modas y dinámicas de deseo: “quiero lo que los demás tienen”. En eso no se diferencian mucho los niños de los adultos. Simplemente, lo verbalizan sin prejuicios. Todas nuestras dinámicas de deseo, el querer algo, están hoy en día traspasadas por los medios de comunicación. Deseamos lo que nos enseñan a desear, y los niños y niñas hacen lo mismo. No creo que sean ni más ni menos manipulables que los adultos, que hemos aprendido a hacernos trampa y a “pasar por la razón” decisiones de compra que son completamente emocionales e inducidas por la publicidad.
Un juguete es un vínculo con el pasado y con la comunidad en la que vivimos. Es un objeto de memoria social, individual y biográfica. Cuando era niña, de vez en cuando mi madre se sentaba a coser a máquina, mientras yo me quedaba embobada mirándola. Ella me decía cuando terminaba: “¿Quieres que te haga una muñeca?” Con un trozo de tela blanca, cortaba y cosía una muñeca en un momento, mientras me contaba que así las hacía ella cuando era pequeña. Mi madre había nacido en plena Guerra Civil, y vivió la hambruna de los primeros años del franquismo siendo muy niña. Una muñeca de trapo había sido para ella un objeto precioso. Para mí, sin embargo, esas muñecas eran muy poca cosa. Y no se trata de que yo fuera una desagradecida. En realidad, eran un recuerdo del pasado de mi madre que ella me ofrecía afectuosa. Pero los deseos no son traspasables entre generaciones.
Todos los padres y las madres hemos experimentado esto alguna vez: hemos visto un juguete en un escaparate que habíamos deseado de pequeños, y no tuvimos. Entramos corriendo a la tienda, lo compramos con gran ilusión pensando que les gustará a nuestros hijos y, cuando el niño o la niña lo ve y comprobamos que no le hace gracia, sufrimos una gran desilusión. Y es que el deseo es nuestro y no de ellos.
Niños, niñas y pensamiento simbólico
Todo esto me hace pensar de forma más compleja sobre el mundo de la Barbie. ¿Las niñas la utiliza como modelo estético? ¿Se dan cuenta que es sólo un juego, y que, por lo tanto, no hay que tomarla muy en serio? Yo creo que cuando somos niños distinguimos perfectamente realidad y ficción. Pondré un ejemplo. He sido una madre preocupada porque mi hijo pequeño no viera imágenes violentas, porque a mí me espantan especialmente las ficciones que se ceban sobre todo en actos crueles como las torturas. Un acto cruel es el resultado de una desigualdad de poder a través del cual el más fuerte hace sufrir al débil y el hecho mismo de causar sufrimiento le proporciona placer al dominador. Muchas películas y series de gran éxito recurren a espectacularizar y estetizar actos de este tipo (véase, por ejemplo, la serie Juego de Tronos). Yo procuraba sustraer a mi hijo pequeño de la visión de las escenas de violencia que yo misma no soportaba. Me preocupaba que terminara siendo un ser insensible al dolor ajeno. Andando el tiempo, se produjo un interesante fenómeno: cuando tenía cinco o seis años y nos sentábamos juntos a ver la televisión, cuando comenzaba alguna escena violenta, era mi hijo el que corría a taparme los ojos, protegiéndome, y me decía: “Mamá, no mires, que es desagradable”. Claro, yo las primeras veces me sorprendía mucho y tomaba mi posición de madre, y le decía: “Pero si eres tú, que eres un niño, el que no tiene que ver esto”, y él contestaba muy sensatamente: “Pero yo ya sé que no es verdad, y tú te lo crees”. Una lógica aplastante, que va más allá de lo que pensamos: qué un niño es mentalmente un ser indefenso. Mi hijo, en ese momento, se declaraba, en realidad, más capacitado que yo para enfrentarse a la ficción, afirmando que no sufría y no le afectaba lo que veía, porque ya sabía la diferencia entre la representación de las cosas y la realidad, mientras que yo era un ser con mala formación que sufría porque me creía que lo que estaba viendo era verdad. Por eso, no pienso que las niñas tomen las barbies como simples ejemplos de feminidad tóxica, porque creo que tienen tanto o más desarrollado el sentido simbólico que los adultos. Queremos que los y las niñas se formen, pero que lo hagan en los principios de realidad que consideramos adecuados, y que son los nuestros: en eso consiste la educación.
Para niños y niñas, los juegos forman parte de la realidad. Son la realidad misma y son capaces de reconocer distintos niveles de existencia. Cuando dicen “vamos a jugar” están reclamando un espacio de libertad para hacer lo que quieren, pero también para desarrollar actividades con normas específicas. Los juegos para ellos no son la realidad, sino un signo de ella. Son capaces de reconocer la diferencia entre lo material y lo que forma parte del universo simbólico. Gregory Bateson, en su texto “Una teoría del juego y la fantasía”, publicado en 1954, describió muy bien la duplicidad comunicativa que caracteriza a los seres humanos, explicando qué es jugar y qué es la fantasía (en realidad, el pensamiento simbólico).
En primer lugar, afirmó que la comunicación humana se produce a diferentes niveles. En particular, habló de dos: los mensajes que hablan sobre el mundo y los que se refieren a la propia comunicación. Por ejemplo, un nivel es decir: “He perdido jugando a las cartas”, y otro distinto decir: “No te miento si te digo que he perdido jugando a las cartas”. En la segunda frase, lo que estoy haciendo es reflexionar y avisar sobre la certeza de mi propio mensaje, que correspondería a lo que se llaman mensajes de tipo metalingüísticos o metacomunicativos. Cuando una niña juega a vestir una Barbie con un traje de moda, está hablando de lo que se lleva, pero también está diciendo “estoy jugando”. Sabe que los signos que está emitiendo lo son signos porque los puede falsificar, negar, afirmar, etcétera. Cuando una niña dice “ya sé que Barbie es una muñeca” nos está revelando que admite una duplicidad de la realidad: la humana y la de la muñeca como signo. Es decir, las niñas tienen la capacidad cognitiva de decir: “Esto es un juego”.
Apropiándome de la teoría de Bateson, la niña diría algo así como “Yo sé que lo que estoy haciendo con esta muñeca (cambiarla de ropa, peinarla, etcétera) no son exactamente las acciones que haría, si las estuviera haciendo de verdad). Es decir, las niñas y niños conocen perfectamente lo que sería la diferencia entre un mapa y el territorio representado en él (si utilizamos la terminología del lingüista Alfred Korzybski) o, lo que es lo mismo, los signos de las cosas no son las cosas en sí. Los animales que juegan, dice Bateson, “se comunican sobre algo que no existe”, y esto es lo que da a los humanos la posibilidad de hacer arte, juego o fantasear sobre la realidad. Los mensajes intercambiados en el juego no son verdaderos o tomados en serio y lo que denotan es inexistente.
Durante la infancia, niños y niñas pueden discriminar perfectamente cuando están jugando. Es decir, tienen un conocimiento metacomunicativo (que indica las normas que rigen la comunicación) y son capaces de discriminar cuando están jugando o cuando no lo están. En este cambio de niveles, da la sensación de que, conforme crecemos, vamos dando más entidad real a lo que es significado simbólico hasta el punto de creernos nuestras propias invenciones sobre lo que somos, sobre lo que queremos o sobre cómo debemos de actuar. Por ejemplo, una niña que cambia un pañal a un muñeco bebé no sólo “aprende” literalmente a cambiar un pañal, sino que asimila una gramática de género. Construye un telón de fondo vital sobre el que puede y debe inscribirse en la vida adulta. No se trata con esto de caer en un relativismo cultural que justifique cualquier acción humana. Más bien, se trata de lo contrario. Los niños y su aprendizaje de lo simbólico dejan al descubierto la trampa en la que vivimos los adultos, que acabamos aceptando muchas cuestiones que son de orden simbólico como si fueran realidades materiales. Y una de ellas es la construcción de los géneros, lo femenino y masculino, formalizados como dos formas de ser opuestas en la emoción, en el sentimiento y en la acción.
Niños y niñas se diferencian en los juegos sociales asumiendo la normativa de género convencional que imponemos los adultos. Cuando son pequeñas, para ellas están los muñecos bebés, las muñecas y los juegos de hogar o de belleza, y para ellos, los vehículos y las armas. Sólo hay un elemento nuevo en los últimos sesenta años: los videojuegos y las consolas necesarias para jugar con ellos. Y claro, también aquí se produce la división por sexos. Pero lo interesante es lo que ocurre a mi juicio, entre los tres o cuatro años y los inicios de la adolescencia. He observado que ellas (aunque no a todas las niñas les ocurre) llegan a una edad en la que perciben que tienen que renunciar de alguna forma a sus juegos infantiles. De repente, reniegan de las barbies y el color rosa. Muchas comienzan a vestirse de forma parecida a sus compañeros varones, rechazando todo aquello que se les había proporcionado de forma indirecta como elementos identitarios. ¿Qué les pasa a ellos a la misma edad? Que no tienen que renunciar a nada. La vida adulta es una continuidad de la infancia. Los juguetes se cambian por cosas de verdad: coches, fútbol… No hay ninguna fractura en su crecimiento. Pueden seguir jugando toda la vida a las mismas cosas. ¿Por qué ocurre esto? Mi hipótesis es que las niñas detectan conforme van creciendo que muchos de los juguetes y objetos que les han sido propios en la infancia, cuando llegan a los once o doce años, no las empoderan. Sienten que vestirse de rosa, llevar objetos de ese color u otros más llamativos las hace “ridículas” a los ojos de los demás. Es decir, reniegan del modelo de feminidad que se les adjudicó cuando eran niñas y que la sociedad teje de a su alrededor. El modelo masculino, en cambio, no tiene que adoptar esta ruptura. Su proceso de crecimiento no requiere para nada una reelaboración estética (y acordémonos que la estética está muy cercana a la ética).
Ya sé que esta no es la historia de todos los niños y las niñas que puedan existir o que podamos conocer. No hablo de personas, sino de procesos que son observables e interpretables de un modo general. Me consta que mucha gente no muestra en ningún momento de la vida desacuerdo con el sexo que se les adjudica al nacer. Sé que hay muchas niñas que no se pelean nunca con la feminidad que les ha sido propuesta en la infancia y llegan a un desarrollo adulto sin sentir que son los hombres los que tienen el poder en estas sociedades patriarcales y que más vale camuflarse un poco con ellos para que les vaya bien. Todos los procesos generales cambian cuando se encarnan y son interpretados por personas. Pero esto no invalida la observación general de un proceso que explica por qué acabamos negando muchas veces lo que se nos ha inculcado.
En diciembre del año 2005, la profesora de la Universidad de Bath, en Inglaterra, Agnes Naim publicó un estudio en el que decía que muchas niñas pasaban por un proceso particular de odio hacia sus muñecas Barbie y las sometían a castigos como quemarlas o meterlas en microondas para destruirlas, como si fuese una especie de rito de paso de la infancia a la edad adulta. Este estudio es verdaderamente sorprendente y recuerda a las ceremonias griegas y romanas, en las que las niñas tenían que ofrecer sus muñecas a la diosa Artemisa (Diana) y a Venus para pasar a la edad adulta y desposarse. No hace falta llegar a destruir nuestras muñecas físicamente, pero sí creo que el triunfo social exige a las mujeres un sacrificio simbólico respecto a la feminidad. El único problema es que hagan lo que hagan, el doble vínculo afecta a las mujeres en las estructuras de poder: si eres femenina no tienes poder, si tienes poder, no eres femenina.
Las barbis empoderados no nacieron en el cine
La casa Mattel ha hecho muñecas de mujeres importantes en la historia como la artista mexicana Frida Kahlo, la aviadora Amelia Earhart o la matemática negra Katherine Johnson que trabajó para la NASA en los años 60 y se ha hecho muy popular a raíz de la película Hidden Figures (2016). La nueva serie de muñecas se llama Inspiring Women (Mujeres inspiradoras) y se puso a la venta el 20 de abril de 2018. También han presentado una línea llamada Shero con mujeres que han roto el techo de cristal en sus áreas de trabajo. Por ejemplo, la snowboarder olímpica Chloe Kim, la directora de cine Patty Jenkins que ha dirigido, como hemos comentado, la primera película sobre una heroína de cómic, o la gimnasta Gabby Doug
Todo esto me hace pensar en las barbies de una forma compleja. Las barbies, no son sólo muñecas, sino el símbolo de una forma de feminidad que ha tenido muchísimo éxito en nuestra cultura, pero que, al mismo tiempo, ha sido duramente denostada. Una feminidad que sigue existiendo, pero, sobre todo, pervive espectacularizada en los medios de comunicación.