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Municipalismo
La colaboración público-comunitaria para defender lo común
¿Cómo podemos construir estrategias para un municipalismo efectivo y duradero, construido con movimientos sociales y la ciudadanía, capaz de confrontar los poderes establecidos?
El municipalismo: legado y presente
El movimiento social en el Estado español 15M del 2011 abrió la posibilidad de asaltar el poder institucional a diversos actores sociales que no formaban parte ni de la “clase política” ni del poder económico. Intrusos ellos en el sistema político institucional, pero a su vez herederos del legado de las luchas sociales y los movimientos vecinales. Parte de este nuevo movimiento desembocó en distintas “candidaturas ciudadanas” que impulsaron un cambio político en las instituciones y fueron protagonizadas por actores provenientes del cooperativismo, el feminismo, el ecologismo, el asociacionismo y el sindicalismo social; que entienden que un municipalismo transformador va más allá de la dimensión institucional y requiere de una apuesta real por la democracia radical.
En mayo de 2019 estas candidaturas ganan en ciudades importantes como Madrid, Zaragoza, Valencia o Barcelona y se constituyen los llamados “ayuntamientos del cambio”. De este modo, se inicia un nuevo ciclo político con grandes retos por delante: cómo construir otra manera de gobernar los recursos públicos que permita una mayor redistribución económica, mecanismos reales de democracia directa y un mayor control ciudadano. En definitiva, cómo diseñar instituciones “de lo común” que amplíen las formas de gestión pública con modelos de colaboración público-comunitarios.
Claramente, representa un reto contraintuitivo en un contexto de ciudades fuertemente globalizadas y mercantilizadas. Y es que la gobernanza urbana de nuestras ciudades se basa en una colaboración entre el sector público y el privado que ha supuesto la privatización de bienes fundamentales como el suelo, la vivienda, el agua o el patrimonio municipal, al mismo tiempo que se han producido estructuras de gobierno opacas y poco democráticas. La gobernanza impuesta ha sido la de las concesiones público-privadas, en las que lo privado absorbe los beneficios de macroproyectos especulativos y el riesgo lo asume el sector público.
Sin embargo, aún con la creciente mercantilización de las ciudades, han coexistido prácticas comunitarias que ante la desprotección del Estado han generado modelos alternativos de gobernanza y procesos de autoprotección social bajo lógicas de cooperación no mercantil. Estas geografías del contrapoder han producido ciudad a través de las luchas y conquistas sociales, prefigurando políticas municipalistas para defender los bienes comunes desde espacios sociales autogestionados, con prácticas para la cooperativización del trabajo, los servicios y los cuidados, o de reclamo del control democrático de recursos como la energía, el agua o la cultura.
De hecho, las políticas más redistributivas en ciudades como Madrid o Barcelona provienen de las luchas vecinales, muchas de ellas centradas en la construcción de infraestructuras en las periferias urbanas. Un ejemplo de ello es el Plan de Remodelación de Barrios en Madrid (1976-1988), con el que el movimiento vecinal forzó grandes inversiones en más de 28 barrios necesitados y la construcción de más de 15.000 viviendas públicas, así como los planes de reforma de los distritos de mediados de los años ochenta, que aportaron grandes mejoras a los barrios obreros y migrantes de Barcelona.
El municipalismo es una palabra vacía sin las prácticas y el poder transformador del cooperativismo republicano, las luchas sociales, el movimiento feminista y el tejido asociativo y vecinal
El “municipalismo” es, pues, una palabra vacía sin las prácticas y el poder transformador del cooperativismo republicano, las luchas sociales, el movimiento feminista y el tejido asociativo y vecinal. Si estas luchas confrontaban la alianza capital-estado que ha hecho tambalear el derecho en la ciudad, hablar de municipalismo en la actualidad significa consolidar alianzas público-comunitarias que se enfrenten al establishment y que innoven en formas de “ser” y “hacer” institución pública.
Este texto intenta compartir algunas de las prácticas y reflexiones desde la experiencia del municipalismo barcelonés. En primer lugar, sitúa algunas de las principales dificultades del gobierno local en el contexto socioeconómico global para implementar medidas concretas y, seguidamente, desarrolla cuales han sido los distintos formatos de la colaboración público-comunitaria para imaginar algunas de las posibles claves de esta nueva “institución”.
Si uno de los retos del municipalismo es generar instituciones público-comunitarias que velen por la función pública y el acceso universal a los recursos, las dificultades a la hora de pensar en la creación de instituciones de lo común son múltiples: carencia de competencias municipales y de recursos económicos; grandes oligopolios y fondos buitres globales que operan en el territorio local sin control democrático ni político y, finalmente, carencia de marcos jurídicos que respondan a estímulos y métricas distintas de las lógicas mercantiles.
Municipalismo
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La falta de financiación propia y, sobre todo, de capacidad de generar ingresos, es uno de los otros grandes problemas de la gestión municipal. Ello ha provocado que muchos ayuntamientos se endeuden por encima de sus posibilidades o que se descapitalicen vendiendo el suelo público a grandes capitales privados. La política de restricción del gasto y austeridad europea, iniciada en tiempo de crisis económica, ha puesto la soga al cuello a muchos ayuntamientos que dedican todo su presupuesto disponible a liquidar la deuda. También lo ha hecho la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL)— del grupo de leyes conocidas como “Leyes Montoro” —, que ha provocado una reconcentración del poder en el gobierno central al tiempo que traslada responsabilidades hacia los municipios.
El ámbito de la vivienda es un buen ejemplo. Aún con la voluntad del gobierno barcelonés para regular el mercado de alquiler, esto ha sido imposible. Por un lado, porque es necesario un cambio en la Ley de Arrendamientos Urbanos —que depende de la legislación estatal—, así como una ley autonómica que regule el precio de los alquileres. Ni el cambio de una ni la creación de la otra han logrado los consensos políticos necesarios para ser modificadas. Por otro lado, tampoco ha tenido a su alcance intervenir en el libre mercado y poner límites a los grupos inmobiliarios que compran y venden el suelo sin rendir cuentas a nadie, amparados por regulaciones internacionales y acuerdos políticos que previamente han abonado el terreno para que puedan actuar.
La colaboración público-privada ha supuesto la creación de nuevos monopolios que han acaparado la gestión de los servicios municipales
Otro ejemplo son los procesos de externalización de los servicios públicos de obras, servicios o suministros. La colaboración público-privada ha supuesto la creación de nuevos monopolios que han acaparado la gestión de los servicios municipales. Este procedimiento, que ha operado bajo el paradigma de la “eficiencia” y “la eficacia”, ha conllevado casos de corrupción con el beneplácito de actores públicos y de políticos. Un caso paradigmático es la gestión del agua bajo el monopolio de AGBAR, con un contrato fraudulento y del que obtiene beneficios anuales millonarios a expensas de la factura de los barceloneses y barcelonesas. El caso de la consulta por la remunicipalización del agua en Barcelona ha sacado a la luz la necesidad de revisar la gestión de los recursos municipales.
Desde que el Ayuntamiento de Barcelona anunció que se llevaría a cabo una consulta ciudadana para preguntar sobre la gestión del agua, a petición de más de 26.000 firmas recogidas, AGBAR ha desplegado un repositorio de recursos jurídicos y administrativos utilizando todos sus tentáculos en el establishment económico y político para impedir la consulta ciudadana. De hecho, hasta el momento todavía no se ha podido realizarla, aun con el acuerdo vigente del Pleno Municipal para hacerla efectiva.
El relato sobre la gobernanza urbana de las ciudades toma un nuevo sentido en las últimas décadas del siglo XX, cuando cobra bastante fuerza la idea de que el diseño de las políticas públicas y la toma de decisiones debe llevarse a cabo incorporando todos los actores institucionales, políticos, sociales y económicos. Se pasa así de un gobierno vertical a una “gobernanza” participativa, de cariz horizontal y plural. Al menos esta fue la promesa de líderes políticos europeos y entidades como el Banco Mundial (BM) o la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económicos (OCDE). Pero la realidad no ha sido esta. Si observamos la práctica real, las ciudades no se han construido sobre una base de equidad y cooperación entre las partes. La llamada gobernanza ha privilegiado los intereses de los actores privados respecto de los social-comunitarios.
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Esta semana el Tribunal Supremo tumbó el plan de municipalización de aguas de Ada Colau en Barcelona, avalando una concesión franquista de 95 años que no obtuvo licitación pública.
En Barcelona, la gobernanza participativa ha tenido y tiene algunas singularidades que la diferencian del resto de ciudades vecinas. La gran riqueza asociativa (con más de 4.500 asociaciones) y la sobredimensionada arquitectura institucional participativa, han facilitado vasos comunicantes entre la calle y la institución. Aun así, esta relación histórica no ha sido siempre orgánica ni se ha traducido en una gobernanza participativa real, sino que a menudo ha servido para “cooptar” al movimiento asociativo y neutralizar el control ciudadano.
La primera es la relación por “transferencia”. En estos casos, la Administración ha hecho suya la agenda política de los movimientos en aquellos ámbitos donde estaba configurada previamente. Principalmente, este sería el caso de la economía social, la movilidad, el cambio climático y los feminismos. El ejercicio ha sido convertir las demandas históricas de los movimientos en una política pública municipal que sea capaz de sostenerse en el tiempo. El resultado ha sido diverso (el análisis corresponde hacer el análisis a los distintos actores sociales), pero la intención de fondo era ensanchar y abrir los márgenes de la institución, utilizando la Administración como mera ejecutora de un legado colectivo.
Una segunda tipología es cuando se produce una relación de “cooperación” entre movimiento e institución. Se da cuando la suma de las partes se hace imprescindible para aprobar medidas que a priori no cuentan con el consenso del consistorio. Un ejemplo de ello es la recién aprobada ordenanza urbanística que obliga a los grandes promotores privados a destinar el 30 por ciento de las promociones inmobiliarias a construir vivienda pública. Mientras que el Ayuntamiento ha puesto el conocimiento técnico que ha permitido encontrar el resquicio en la legislación, los movimientos de lucha por la vivienda han generado opinión pública y han ejercido suficiente presión política como para romper la lógica partidista.
La tercera es la relación por “apropiación”. Es cuando los movimientos utilizan las herramientas de participación institucionales para conseguir sus fines. Cabe destacar los intentos de los gobiernos del cambio por crear nuevos canales de democracia directa, hasta ahora inexistentes, para la participación decisiva de la ciudadanía sobre temas importantes de la ciudad. Este sería el caso de la consulta para la remunicipalización del agua impulsada por el Moviment per l’Aigua Pública i Democràtica que despertó a los poderes económicos y políticos de la ciudad. Estos, al ver sus beneficios amenazados, intentaron impedir por todos los medios que la consulta se realizara, a pesar de haber sido aprobada de acuerdo al procedimiento establecido por el nuevo reglamento de participación.
La cuarta y última tipología es la relación de “corresponsabilidad”. Un ejemplo de ello es la creación del Programa de patrimonio ciudadano por el uso y gestión comunitaria de los bienes públicos, impulsado conjuntamente por el Ayuntamiento y las entidades gestoras de equipamientos municipales. Tiene como objetivo crear nuevos marcos innovadores entre ciudadanía e institución para la gestión de los recursos públicos tales como equipamientos, huertos urbanos, espacio público u otros servicios de carácter social.
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Una piedra angular para la construcción de otro mundo: El municipalismo
Este programa debe permitir la consolidación y mejora de la gestión comunitaria de equipamientos de proximidad, legitimar la cesión de patrimonio municipal a comunidades locales sin ánimo de lucro, y apoyar los servicios de iniciativa ciudadana para democratizar la gestión de los servicios municipales. Asimismo, debe repensar los modelos de gestión pública de bienes básicos como el agua y la energía, que contemplen la participación de los usuarios y usuarias y mecanismos de control democrático.
El Programa de patrimonio ciudadano incluye el desarrollo de un censo de bienes públicos (inexistente en la actualidad) para crear un catálogo de parcelas y edificios susceptibles de ser gestionados por las comunidades, y la figura del “balance comunitario”. El balance se concibe como una nueva métrica y herramienta de autoevaluación que responde a parámetros no mercantiles partiendo de la observación de procesos como la corresponsabilidad social, la gestión democrática, la participación ciudadana, la orientación a las necesidades humanas, el compromiso con la comunidad y el retorno social.
Una victoria del programa es el caso de Can Batlló. Un convenio de cesión a favor del Espai comunitari i veïnal autogestionat de Can Batlló de más de 13.000 metros cuadrados, por un periodo de 50 años. Es un caso inédito en el Estado español y seguramente también en Europa. Por primera vez se aplica la fórmula de la concesión de uso privativo a un proyecto social sin ánimo de lucro al considerar que el retorno aportado por Can Batlló a la ciudad es social y no mercantil, gracias a su proyecto de dinamización comunitaria, social y cultural.
En definitiva, un municipalismo transformador y democrático supone un cambio radical que pase por una nueva forma de hacer y ser institución pública; que sepa conjugar espacios de autonomía social con la función público-estatal, una autonomía que brinde la capacidad a las comunidades para llevar a cabo políticas emancipatorias, sumada a la capacidad de la función pública de los ayuntamientos. Sin esta radicalidad democrática que amplíe los márgenes de la colaboración público-comunitaria y una mirada supramunicipal capaz de enredarse con otras realidades locales, será difícil construir un municipalismo que ponga en vanguardia políticas transformadoras y construya instituciones del bien común.
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Hay un error de fecha: los llamados "ayuntamientos del cambio" se constituyen en mayo de 2016, no 2019.