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Cuando se estrenó El gran Lebowski, los hermanos Coen llevaban más de diez años de construcción de su filmografía. Ejercían de niños entomólogos, observando a sus criaturas bajo una lupa y, en ocasiones, alineando la lente con los rayos del sol para verlas arder. Su nuevo héroe, ese El Nota interpretado por Jeff Bridges, era un títere confundido que no dejaba de recibir golpes. Este arquetipo de protagonista desconcertado sería llevado al extremo en la posterior El hombre que nunca estuvo allí, donde Billy Bob Thorton ponía rostro inexpresivo al desencaje existencial.
El Nota era un slacker estadounidense, una especie de resto viviente de la cultura jipi en los Estados Unidos que bombardeaban Bagdad en directo para la CNN. Su mundo autolimitado de parsimonia y bolos se descompone cuando se introduce por azar en una trama de secuestro y rescate. El punto de partida es una confusión: dos matones quieren cobrar a Lebowski una deuda contraída por su esposa, le introducen la cabeza en la taza del retrete y orinan en su alfombra. Simplemente, se equivocan de Lebowski. Y el protagonista decide intentar que ese otro Lebowski, adinerado, le compense por la pérdida de su tapiz. Su primer encuentro evidencia el antagonismo social que mantienen. El oligarca emite el discurso de los viejos patrones, actualizado durante la victoriosa revancha conservadora de los años 80: “Su revolución ha terminado, señor Lebowski. Mis condolencias. Los vagos perdieron”.
El malentendido propulsa la trama. La esposa del millonario desaparece, y este cuenta con El Nota para ejercer de correo en el pago del rescate. Los Coen jugaban con las aristas de un precedente ilustre de la novela negra y el film noir: la confusa El sueño eterno. Cuenta la leyenda que los mismos guionistas de la versión protagonizada por Humphrey Bogart no entendían del todo la trama. En aquella ocasión, quien estaba endeudada era la hija menor de un magnate en silla de ruedas. En El gran Lebowski, el viudo se ha casado con una chica. Y El Nota ejerce de variante desorientada, melenuda, de Phillip Marlowe.
Quizá los detectives de la novela hardboiled podían descuidar sus hábitos alimentarios y nutrirse mediante whisky y cigarrillos, pero no les imaginabas saliendo a la calle en batín. El Nota es así: informal. Y los hermanos Coen, habituales representantes de un posmodernismo cruel, le trataron con cierta simpatía. El Nota no es solo un saco de golpes como los personajes-guiñol de Quemar después de leer. Quizá parte de ello se debió a los fundamentos reales del personaje, inspirado en personas como Jeff Dowd, un activista político que se reconvirtió en productor cinematográfico.
Algunas de las anécdotas más pintorescas también tenían un trasfondo verídico. Y el contacto de los cineastas con John Milius, realizador de El gran miércoles o el delirio anticomunista Amanecer rojo, fue otra fuente de la ficción. La atracción del cineasta por las armas de fuego se incorporó al personaje de Walter, una pieza más dentro de este espejo deformante de aquello que, en 1998, era el pasado reciente del país.
Érase una vez la guerra del Golfo
A principios de la década de los 90 quizá los yuppies habían dejado de estar de moda, pero la reacción conservadora había triunfado. Y, de alguna manera, tendría cierta continuidad en el Matrix de la era Clinton y su ficción de prosperidad basada en el crédito barato. Los Coen nunca se han caracterizado por proyectar una visión del mundo explícitamente política, y a menudo han usado la historia como un simple cajón de ideas, como material narrativo que explotar y caricaturizar. La caza de brujas macartista era cosa de risa en la reciente ¡Ave, César!, e incluso los linchamientos del Ku Klux Klan se trataban como un gag en O Brother. De alguna manera, El gran Lebowski es quizá la obra más ordenadamente satírica de sus autores: un esperpento populista o popular, antioligárquico pero quizá también conformista, ubicado en un pasado reciente y vivido por los autores: el Los Ángeles de principios de los años 90.A raíz de su involuntaria reconversión en detective, El Nota se convierte en un personaje itinerante que se asoma a espacios de la élite que se revelan delirantes: el mundo del arte contemporáneo de vanguardia, del ‘entretenimiento para adultos’, de la oligarquía económica de la ciudad... Se sumerge en entornos habitualmente vetados que convulsionan a raíz de un presunto crimen. Lo que encuentra no puede sorprender, tratándose de los Coen: mucha avaricia. Todos compiten por un millón de dólares que debía servir como rescate de un secuestro. La codicia de Fargo se expande al devenir un poco más coral y abarcar escenarios diversos.
El hábitat natural del detective jipi, en cambio, es limitado: su piso, el supermercado y la bolera, donde socializa con un compañero de juego sin personalidad concreta y con Walter. Ese agresivo veterano, obsesionado con Vietnam, sirve de parodia del reaganismo y su religiosidad (convenientemente especiada de absurdo coeniano). Su mismo patetismo hace que trascienda ligeramente la categoría de caricatura. Sufre la muerte de un amigo en uno de los momentos más emotivos del filme, en una escena que también es ridícula porque los dioses coenianos deben mantenerse distantes y despiadados. A la vez, Walter es iracundo, peligroso y también enferma por el virus de la avaricia. Un virus al que El Nota se muestra prácticamente ajeno, para bien y para mal. Representa así una versión extraña de aquellos héroes moralistas del noir, quienes, como el antihéroe de Payback, destacan por sus pretensiones modestas en atmósferas de codicia desmedida: mientras buena parte del dramatis personae codicia una fortuna, El Nota solo quiere una comisión. En paralelo, representa una resignación desmotivada. Solo quiere volver a la rutina y afirma que “podía vivir tranquilamente con una mancha de pis en la alfombra”.
La amistad que mantiene con Walter, a veces casi a su pesar, escenifica la solidaridad entre los excluidos. Una solidaridad con posibles connotaciones apolíticas o antipolíticas: a pesar de que los dos amigos provienen de culturas enfrentadas, la iglesia laica de los bolos y su baja condición social son suficientes para unirles. El encontronazo de El Nota con la policía subraya que el sistema toma partido por los pudientes, aunque formen parte de un sector discutido como el de las revistas eróticas. En paralelo, la falsedad y las dobleces del millonario Lebowski ratifican la hipocresía de su discurso sobre el trabajo y los holgazanes. Los Coen apuntan hacia arriba, pero a la vez nos sugieren que las ideologías quizá no importan demasiado.
Entre el embrutecimiento general, solo El Nota puede ejercer de brújula ética del público. Este superviviente de la contracultura intenta no dañar a nadie, aunque confraternice con un inquietante fanático de las armas (“dirás lo que quieras sobre los principios del nacionalsocialismo, pero al menos es una doctrina”, afirma Walter). Finalmente, se escenifica una aprobación quizá sardónica de su actitud pasota. El narrador de la película, una encarnación folk del espíritu americano con sombrero y vestimenta vaquera, acaba dando su bendición al personaje y su “tómatelo con calma”. Quizá la americanidad no era patrimonio del Partido Republicano, o quizá los cineastas querían provocar a todo tipo de audiencias. La revolución había terminado, y puede ser que a los Coen no les pareciese del todo mal, pero eso no evitó que también se riesen de los vencedores.
Todo empezó con Sangre fácil, una apreciable muestra de serie B violenta y con contradicciones internas, que se puede circunscribir dentro de las corrientes multiformes del neo-noir de los años 80 y 90 del siglo pasado. En ese flujo mutante cabrían desde las actualizaciones de John Dahl (La última seducción) hasta el revivalismo hollywoodiense de L.A. Confidential, pasando por las verbosas reformulaciones pop de Quentin Tarantino (Reservoir dogs). El primer largometraje de los Coen trataba de una mujer, su amante, su marido celoso y el detective que contrata este último. La película combinaba recursos estetizantes con momentos muy austeros, sequedad dramática y connotaciones oscuramente cómicas.
De manera mucho más sutil que en obras posteriores de la pareja, se exploraba la lógica tremendista de parte de la narrativa criminal: la manera en la que, en unos segundos, la persona común puede optar por asesinar. El resultado tenía algo de teatro del absurdo: su cuarteto de personajes vivían y morían por casualidades y decisiones tomadas apresuradamente, derivadas de circunstancias que los personajes no comprenden. La trama romántica, tópica, apenas se desarrolla y produce una cierta extrañeza. Los sobreentendidos de unos protagonistas que no se comunican, las malas interpretaciones de momentos concretos, llevan a situaciones insólitas. El amante mata por un malentenido: quiere encubrir a su compañera, pero esta es inocente.
En obras posteriores, los Coen exploraron múltiples acercamientos al género negro. Muerte entre las flores supuso su apuesta más neoclásica, mientras que Fargo representó una apuesta por el thriller contemporáneo muy abierto al humor negro de la posmodernidad, donde la violencia extrema deviene risible. La historia de ese marido que organiza el secuestro de su propia mujer es una de las más inolvidables historias de codicia del universo coeniano. Una más entre diversas historias de embrutecimiento por motivos económicos que desprende gusto por castigar al culpable y, de paso, hacer sufrir al inocente.
Multitud de narradores han usado las convenciones del género negro para ejercer la crítica social, a menudo desde posiciones fuertemente pesimistas. Los espectáculos de hundimiento ético (casi) general de los Coen suelen desbordar ese pesimismo para proyectar un nihilismo desarmante. En su obra raramente se encuentren escapatorias sin ridiculizar. Quizá el aislamiento de El Nota, impuesto y a la vez escogido, tan bonachón como derrotista, era la única respuesta posible en la filmografía de juventud de sus creadores.