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Cine
Robert Guédiguian y el cine político en 2022
Robert Guédiguian es uno de los más constantes representantes de un cierto cine político comercial —junto a otros realizadores como Costa-Gavras o Ken Loach— capaz de acceder a los cines multisalas, y definido en tiempos de fortaleza socialista en Europa y de las primeras resistencias al neoliberalismo. Aunque podamos establecer diferencias entre los acercamientos de este trío de autores, todos ellos han cultivado un cine narrativo —y discursivo— que trabaja con las herramientas de la ficción aunque esta pueda basarse en hechos reales.
El cineasta francés conserva predicamento entre el público. Ha podido reverdecer los laureles de viejos éxitos como Marius y Jeannette: la película de 2011 Las nieves del Kilimanjaro cosechó unas cifras de recaudación muy respetables en España. Y lo ha conseguido manteniéndose bastante fiel a una manera de hacer. Se ha convertido casi en un punto fijo en el espacio del cine político con sus dramas sociales narrativos, agridulces, que proyectan una cierta sensorialidad solar y mediterránea.
Guédiguian ha mantenido el apego a unos paisajes concretos. La mayoría de sus obras se sitúan en la zona de Marsella y su costa, aunque también ha explicado historias ubicadas en otros territorios, normalmente vinculadas con el pasado armenio de su familia. Ocasionalmente ha relatado fragmentos de la gran historia que pueden aparecer en los libros de texto poblados por monarcas, guerreros y estadistas. Ha tratado los compromisos y las deformaciones de la causa —¿o la estrategia?— socialdemócrata en Europa —véase Presidente Mitterrand—, la resistencia antinazi (El ejército del crimen) o las violencias políticas de los años 70 (Una historia de locos). Con todo, le caracterizan sus historias de gente corriente, de personas trabajadoras que sufren reveses y viven momentos felices. Aunque estas historias puedan tomar la forma de una comedia delirante como El cumpleaños de Ariane, que festeja los lazos sobrevenidos entre náufragos vitales que abrazan familias escogidas, se puede extraer una lectura malvada de ello.
Quizá el Guédiguian de madurez, un tanto desencantado aunque intente construir belleza desde lo más o menos cotidiano, tiene que acercarse al mundo onírico para celebrar la vida de la gente sencilla en un contexto de desmantelamiento de los vínculos sociales
Quizá el Guédiguian de madurez, un tanto desencantado aunque intente construir belleza desde lo más o menos cotidiano, tiene que acercarse al mundo onírico para celebrar la vida de la gente sencilla en un contexto de desmantelamiento de los vínculos sociales. El autor de la reciente Mali twist también se ha mantenido fiel a un núcleo duro de colaboradores. Ha trabajado con un número reducido de guionistas: Jean-Louis Milesi fue su puntal en la escritura durante muchos años; posteriormente, su nombre comenzó a alternarse con los de Gilles Taurand y Serge Valletti. Y formó un grupo actoral recurrente. Su relación ha sido especialmente constante con Ariane Ascarid —quien, en la vida personal, es su esposa—, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan.
Si Loach ha explicado historias protagonizadas por personajes de edades diversas, el francés ha construido un cierto relato de una generación nacida en la década de los 50 del siglo pasado y que maduró en los años 60 y 70. Nuevos rostros, como los de Robinson Stévenin, Anaïs Demoustier o Grégoire Leprince-Ringuet se han ido incorporando a su troupe para interpretar a los personajes más jóvenes.
Los privilegios relativos
En los últimos años, Darroussin se ha convertido en un alter ego fílmico posible del realizador. El actor ha encarnado a personajes abatidos por la aplastante sensación de derrota vivida por lo que podríamos simplificar como la izquierda clásica. Una sensación de derrota que permanece incluso cuando se ha ganado un poco, por la diferencia establecida entre lo que se consigue y lo que se anhelaba. En Las nieves del Kilimanjaro, Darroussin interpreta a un sindicalista veterano cuya familia está en una situación económica solvente pero sin lujos. Ha perdido su empleo, pero la jubilación está cerca y el protagonista complementa la pérdida de ingresos derivada de un despido mediante el reparto de publicidad con su esposa. Ha sido víctima de un despido grupal pactado con la empresa y sorteado entre los empleados. Se marcha con una autopercepción de integridad, pero se ve confrontado por un joven que le afea su pactismo y sus soluciones.
En el filme, que parece nacido a caballo de la repolitización derivada del crac financiero de 2008 y del fenómeno de ‘los indignados’, escenifica algunas contradicciones internas y algunos privilegios relativos. Estos veteranos de la clase trabajadora politizada pueden llegar a confundirse en su apariencia —no así en su retórica— con los diletantes personajes del cineasta Éric Rohmer, siempre más preocupados por los amoríos que por el trabajo, el dinero y el reparto de estos. Con sus barbacoas y su casa unifamiliar, la familia ha adquirido una apariencia burguesa. Un chico hiperprecario y de vida familiar muy complicada percibe al veterano sindicalista como un enemigo de clase. Parece un representante de aquello que Marx denominaba el lumpenproletariado, alguien carente de conciencia política que puede ser adversario de los obreros movilizados. Guédiguian se reserva un cierto giro cuando, avanzada la política, sorprende poniendo en boca del joven un discurso grueso pero algo atinado. Quizá es comprensible que dirigiese su ira en el representante sindical. El protagonista pasa entonces de la autocompasión a la autocrítica, aunque consigue encauzar su sentimiento de culpa mediante acciones solidarias en un desenlace un tanto feel good.
La posterior La casa al lado del mar, un drama sobre la pérdida y sobre el reencuentro de tres hermanos, es otra historia sobre privilegios que esta vez resultan menos discutibles. El patriarca de una familia, impulsor de una especie de enclave comunista, ha sufrido un grave accidente vascular. Sus tres hijos sexagenarios se reúnen para asumir el control de su patrimonio. La gestión que hacen de este detona unos acontecimientos luctuosos que los personajes parecen naturalizar, en un curioso ejemplo de desconexión entre las decisiones económicas y los efectos que estos tienen en las vidas.
Como los personajes de Las nieves del Kilimanjaro, los protagonistas de La casa al lado del mar tienen la oportunidad de corregir sus errores a través de acciones solidarias concretas. Ambos desarrollos narrativos sirven para introducir problemas de actualidad —como el hiperprecariado o las migraciones desesperadas que intentan acceder a la Europa búnker por mar— en el mundo sesentayochísta de Guédiguian. Parecen afirmaciones de la posibilidad de cambiar la perspectiva o de sumergirse en otras realidades para seguir actuando positivamente en sociedad, aunque también pueda entenderse como una amabilización de la crítica del presente.
Sobre un embrutecimiento (más o menos) colectivo
Gloria mundi es, hasta el momento, la última película de Guédiguian ambientada en el presente. Quizá es también uno de sus relatos más carentes de espacios para el consuelo. Ascaride y Darroussin encarnan a dos veteranos trabajadores con hijos y nietos. En mayor o menor grado, todos ellos erran por los paisajes más bien desolados de un sistema económico cuyas normas han marcado otros. La propuesta puede verse marcada por una cierta mirada de superioridad generacional. El patriarca de la familia recela de una juventud intoxicada de individualismo y que abraza la emprendeduría hipercapitalista. Uno de los suegros de la pareja paga miserias en efectivo a los empleados irregulares de su negocio de compra-venta de objetos usados para costearse la cocaína, mientras su mujer humilla a quienes venden sus posesiones. El personaje menos negativo de las nuevas generaciones es el otro suegro, que se ha endeudado para comprar un coche y operar bajo una plataforma virtual que compite deslealmente con el sector del taxi y así proporcionar buenos ingresos a su mujer y a su futuro hijo. Movido por la desesperación y la frustración, acaba cometiendo actos terribles.
En realidad, todos los personajes de Gloria mundi están lejos de ser referentes éticos. Ascaride encarna a una limpiadora que, para no dejar de recibir su paga, se niega a solidarizarse con una huelga impulsada por compañeros más jóvenes y racializados. Así que la película parece escenificar un embrutecimiento intergeneracional, colectivo, aunque el retrato de los personajes concretos añada un matiz: varios jóvenes se comportan mal incluso en un contexto de abundancia, mientras que los mayores están condicionados por las estrecheces. Aunque las necesidades deriven en miserias y angustias, la pareja mayor sigue atendiendo siempre al bienestar de sus seres queridos.
El desenlace de la obra viene marcado por un acto de violencia mostrado en una de esas extrañas cámaras lentas con que Guédiguian realza algunos momentos especialmente dramáticos de su filmografía. Es uno de esos elementos de la receta creativa del cineasta que molestan a las audiencias más deseosas de un cierto refinamiento. También lo hace una cierta tendencia al didactismo o a ese algodón sentimental que recubre las aristas más sangrantes de las condiciones materiales y que crea un rechazo discutible —¿acaso los vínculos emocionales no recubren también los aspectos más desagradables de la vida en el mundo real?— en los espectadores más escépticos. Pero así es el autor de De todo corazón. Un punto —casi— fijo en el espacio cinéfilo.