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Cine
Diez años de ‘La red social’: del turbio origen de Facebook, las vidas monetizadas y de cuando nuestro mundo cambió un poco, otra vez
El director David Fincher y el guionista Aaron Sorkin ofrecieron en La red social un retrato más bien ofensivo de Mark Zuckerberg dentro de un astuto thriller de piraterías emprendedoras.
La escena inicial de La red social ha pasado a ser historia del cine comercial contemporáneo, y resumen posible de ciertas realidades sociales. Un joven nerd egocéntrico se enreda en un casi monólogo espinoso en una noche de cita. Finalmente, la mujer se marcha, agotada, después de romper con el chico. Y él se venga de ella con unas notas resentidas en su blog. Él es nada menos que Mark Zuckerberg, fundador de Facebook. Tras el trabajo del guionista Aaron Sorkin (El ala oeste de la casa blanca) y el realizador David Fincher (Seven o Perdida, entre tantas otras), los orígenes de esta web que se convertiría en una gigantesca y glotona empresa tecnológica pasaban a estar relacionados con una noche de borrachera teñida de resentimiento más o menos misógino y de una cierta envidia de clase.
Sorkin partió de una fuente que acabó tratando con distancia, casi con desdén: el controvertido libro Multimillionarios acccidentales, firmado por un autor no demasiado fiable como Ben Mezrich (21 Blackjack). La red social convirtió la creación de Facebook en un drama-thriller estructurado a través de intercambios en despachos que lanzaban un flujo constante de flashbacks. Los abogados de Zuckerberg y él mismo discuten con el olvidado cofundador de la web y con otros tres compañeros de estudios que denuncian malas prácticas del joven multimillonario.
El planteamiento era un Doce hombres sin piedad que no trataba del desenlace de un juicio sino de su precalentamiento: las correspondientes exposiciones que acabarían zanjándose fuera de un tribunal, en forma de sendos acuerdos económicos. La red social también era un Rashomon donde la guerra litigante de versiones sobre lo acontecido se nos ofrece como un tronco expositivo con una cierta apariencia de objetividad, sin grandes juegos de perspectiva. Los diálogos bulliciosos y meticulosamente diseñados, marca de la casa de Sorkin, actualizaban la tradición de los grandes dialoguistas del Hollywood clásico y de la screwball comedy… en un mundo hipermasculino. La música original, compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, parecía subrayar simultáneamente la emotividad controladísima de su protagonista y la sombra inquietante que proyectan sus palabras y sus acciones.
Escenas de explotaciones 2.0
Esté más o menos cercano a la realidad, el Zuckerberg de La red social dio grima. Lo interpretó ese Jessee Eisenberg que, hasta que convirtió sus modos en una caricatura supervillana mediante Batman v Superman (o, quizá, también gracias a eso), se había ido convirtiendo en una especie de actor generacional. Sus trabajos nos han hablado de las miserias y frustraciones de la experiencia adolescente extendida y mejoradaTM que los mercados ofrecen a la generación Y o sus aledaños. En Bienvenidos a Zombieland, el actor interpretaba a un friqui dubitativo que acababa cumpliendo los ritos previstos de maduración (mediante el amor romántico, mediante la forja de algo parecido a una familia nuclear convencional) al salvar a la chica que desea en un parque de atracciones, en pleno posapocalipsis de proliferación de muertos vivientes, escopeta en mano. Otro rol de Eisenberg, el que encarnó en Vivarium, sufriría las consecuencias de una vida adulta quizá indeseada.
La psicología del retrato planteado en ‘La red social’ no es especialmente sutil. El Zuckerberg audiovisual quiere restregarle un triunfo colosal a la antigua novia que le rechazó
El filtro cómico de Bienvenidos a Zombieland desaparecía en la película de Fincher, donde el protagonista pasaba a encarnar el lado oscuro, misógino y resentido, del freak. La psicología del retrato planteado en La red social no es especialmente sutil. El Zuckerberg audiovisual quiere restregarle un triunfo colosal a la antigua novia que le rechazó. Con ese objetivo, encorva la espalda ante su ordenador para diseñar una herramienta de profundización en una vida social desmaterializada: programa una especie de simulacro con componentes voyeur mientras otras personas gozan de sus fiestas reales. Aun así, ese arrogante y herido multimillonario tardoadolescente conserva elementos del tiburón de los negocios de toda la vida: despiadado en la búsqueda del éxito. Y es que quizá las cosas no cambian tanto como a veces, cabalgando el presente, nos puede parecer.
El visionado retrospectivo de ‘La red social’ nos puede recordar algunas mutaciones en nuestra manera de ser y estar en sociedad. El entrelazamiento más estrecho entre la autoexplicación de la vida privada y las maneras e inercias del lenguaje publicitario
Con todo, el visionado retrospectivo de La red social nos puede recordar algunas mutaciones en nuestra manera de ser y estar en sociedad. El entrelazamiento más estrecho entre la autoexplicación de la vida privada y las maneras e inercias del lenguaje publicitario, porque difundimos nuestra existencia en ágoras más o menos públicas como la misma Facebook, Instagram o Twitter. Y porque la mercantilizamos, activa o pasivamente. Aunque, en el caso de Facebook, regalemos el patrimonio que suponen nuestros datos. Como se destaca en la película, una de las gracias de Facebook es que la gente sube “sus propias fotos y su propia información”, sin necesidad de que nadie la piratee.
Otro filme de la época, estrenado apenas veinte meses antes, supuso otra mirada al turbocapitalismo tecnológico examinado desde los espacios cómodos del Hollywood mainstream: la menos verbosa y menos emocional The girlfriend experience. El realizador Steven Soderbergh contemplaba con una indiferencia quizá mordaz algunas escenas en la vida de una mujer de compañía, Christine, que quiere devenir experiencia de lujo que consumir en espacios pijos ajenos al crac financiero de 2008.
A diferencia de la propuesta de Fincher y su equipo, en la obra de Soderbergh no hay (muchos) engaños sino que predominan los consensuados juegos de apariencias. Además, el realizador de Ocean’s Eleven no trataba de la monetización de las existencias ajenas sino de la venta de la existencia propia, de la obsesión por rentabilizar económicamente el máximo tiempo posible de unas vidas-negocio que los autoexplotados protagonistas asumen que deben permanecer abiertas las veinticuatro horas. Aunque los creadores de la ficción nos recuerden, quizá desde las alturas del éxito profesional y la estabilidad económica, que recibir dinero no nos dota de significado.
Soderbergh y compañía regañaban implícitamente a sus criaturas. Y las estampas casi documentales de tedio, autobombo y autovejación cool que filmaron resultaron voluntariamente poco atractivas. Los responsables de La red social, en cambio, ofrecieron una narración astuta y crepitante de ritmo. Eso contribuye a que la audiencia pueda sentir una cierta atracción por el emprendimiento pirata del protagonista. Por mucho que su éxito sea siniestro, amargo, solitario y ni siquiera se aderece con los potenciadores de sabor habituales (dejando al margen las explosiones hedonistas del fundador de Napster, el sexo recreativo no abunda en la obra). Por mucho que una escena final acabe de recordarnos lo triste que es la vida sentimental de ese Zuckerberg fílmico que se sentía parte del 99% pero quería formar parte de la élite... y quizá solo podía conseguirlo haciendo trampas.