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Oro supone el retorno de Agustín Díaz-Yanes (Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Alatriste) a la dirección cinematográfica. Se habla de una presupuesto de ocho millones de euros, similar al de intentos de blockbuster estatales como las dos últimas secuelas de Torrente. En el filme se trata la búsqueda de la mítica ciudad de El Dorado en plena colonización genocida, inspirándose en la incursión de Lope de Aguirre hasta el Océano Atlántico.
El tratamiento del pasado histórico fácilmente implica un posicionamiento respecto a la historia nacional. Y Oro vuelve a evidenciar, como ya hizo 1898, los últimos de Filipinas, las dificultades para generar un relato autocomplaciente del pasado nacional.
Y no solo se trata de un problema de la naturaleza de las historias abordadas. La historia del cine evidencia, y sigue evidenciando, que se pueden convertir vergüenzas y matanzas en relatos amables.
El western estadounidense, por ejemplo, ha retratado reiteradamente la sangrienta colonización de Norteamérica como una aventura sin grandes complicaciones éticas.
Tanto Oro como 1898, los últimos de Filipinas tratan de situaciones poco favorables para la exaltación épica, ciertamente. Si el primer filme retrata la codicia homicida de un imperio español en auge, el segundo trata del fin del imperio a través de un hecho real: la resistencia estéril de un destacamento militar que ignora la venta de la colonia a los Estados Unidos y sigue defendiendo durante meses un enclave sitiado.
A pesar de lo extraño de la desventura, un filme rodado en pleno franquismo (Los últimos días de Filipinas) ya ejemplificó que también esa situación podía rodarse en clave afirmadora de la autoestima nacional. La música de marcha militar y una voz en off nacional-católica intentaban acallar las dudas y los derrotismos posibles.
Críticas tímidas y escupitajos nihilistas
1898, los últimos de Filipinas y Oro coinciden como proyectos ambiciosos de cine histórico orientado al entretenimiento. Ambas hacen un uso moderado de la acción violenta.Quizá Díaz-Yanes dota a su filme de mayor vigor y fisicidad, en parte por naturaleza de la situación: sus personajes son guerreros que pelean entre sí, con los indígenas y con la misma selva amazónica, dentro de un progresivo hundimiento de las jerarquías y las obediencias.
El filme de Salvador Calvo, en cambio, explica un sitio vivido en un contexto militar mucho más formal, con desobediencia más contenida (de protesta y desercion, más que de apuñalamiento y garrote vil) y conflagraciones a distancia.
A pesar de que Calvo y compañía optan por una forma más bien fría, su propuesta tiene una intención crítica de la que Oro parece carecer. El resultado puede ser más insípido, pero también más punzante.
Calvo y compañía subrayan un evidente descreímiento hacia la cerrazón castrense representada por la figura histórica del teniente Martín Cerezo, héroe condecorado del franquismo. Este enfoque generó frustración en algunos sectores sociales: ni siquiera una película cofinanciada por 13 TV apostaba por el orgullo nacional. E incluso se abría la puerta al cuestionamiento del colonialismo, a través de un relato amable (pero también etnocéntrico) de los civiles y los guerrilleros locales.
Oro, en cambio, parece un escupitajo nihilista muy propio de su Pérez-Reverte. El colonialismo es una guerra llevada a cabo por hombres que luchan por su interés personal, que están dispuestos a matar por una promesa improbable de riqueza. La mirada a esta barbarie es conformista y algo miope.
La situación de las mujeres es muy parecida, aunque surge algún matiz. El personaje interpretado por Barbara Lennie acaba adquiriendo cierto relieve, y se gana el derecho de que su sufrimiento importe.
En cambio, las mujeres indígenas son meros botines humanos que vemos fugazmente porque lo importante son las peleas de los soldados que compiten por violarlas. Los autores de la película pueden decir que la colonización fue salvaje, pero se limitan a relatar las vivencias de sus antihéroes sin dedicar un segundo al sufrimiento indígena.
En este aspecto, la película se diferencia de las aventuras coloniales del Hollywood clásico: desaparece la ingenuidad (impostada o no) de las viejas películas, y aparece la conciencia de una barbarie... a la que no se presta demasiada atención.
El presente como oportunidad propagandística
Las películas de Díaz-Yanes y Calvo son historias de desencanto variablemente acrítico. Para buscar un ejemplo reciente de relato histórico de afirmación patriótica evidente, podemos recurrir a Zona hostil, una producción con aroma a publirreportaje.
Realizada con la colaboración (y presumiblemente con la tutela) del ejército español, se trata de un ejemplo de cine de la denominada guerra contra el terrorismo. Se basa en el accidente real que sufrió un helicóptero español en suelo afgano, y la misión de rescate del aparato y de los soldados destacados.
Estamos ante una película de acción bélica técnicamente solvente, que intenta intenta equilibrar la acción shoot'em'up con el drama de personajes, con la población afgana como figurante de la aventura colonial. El resultado destaca por su fobia al contexto: es una historia de defensa y supervivencia en terreno adverso, ante un enemigo inexplicado, sin voz ni rostro.
La película escenifica una cierta inversión de la dinámica del audiovisual estadounidense. El Hollywood del siglo XXI ha gestionado una era complicada, de invasiones neocoloniales de países y restricción de las libertades propias.
En este contexto desfavorable para los relatos condescendientes del presente, el pasado se ha convertido a menudo en un refugio, en una vía para que el público se reconcilie con el autoretrato de su país como una potencia democratizadora.
En España, en cambio, el pasado preconstitucional suele resultar demasiado cenagoso como para convertirlo en herramienta de generación de autoestima. En este contexto, incluso un fenómeno tan polarizador como la 'guerra contra el terrorismo', cuya doctrina ha incluido el aberrante concepto de 'guerra preventiva', parece un escenario más adecuado para la creación de unidad nacional.
El planteamiento de Zona hostil parece beber del fingimiento de complejidad ensayado en 'blockbusters' recientes como Star Wars: Rogue One.
Al inicio de ambos filmes se despliegan diferentes sensibilidades en la gestión de una situación problemática, sea la intervención militar en Afganistán o la rebelión contra el Imperio Galáctico. En el caso de Zona hostil, el personaje de una médico que quiere volver a España sirve de posible nexo con la audiencia menos belicosa, mientras que un oficial de carrera representa al ejército más protocolario y un veterano encarna el gusto por la mano dura (y el asesinato preventivo).
La misma evolución de los acontecimientos va cosiendo las diferencias de una manera que parece naturalísima. El ataque enemigo hace emerger una especie de unidad natural, oculta en tiempos de paz. Y lo que comienza como un relato de intervencion humanitaria acaba convirtiéndose en una historia de defensa violenta de un enemigo exterior.
Quizá esto sea lo mejor que puede ofrecer el patriotismo español: una unidad basada en el enfrentamiento con un enemigo deshumanizado. Y siempre con un temor de fondo: la diversidad territorial como fuerza disgregadora.
Oro insiste machaconamente en los piques y peleas de unos cazafortunas españoles divididos por su procedencia. Se trata, al fin y al cabo, de un elemento central en la historia del país según Pérez-Reverte: España como potencia debilitada por su tendencia cainita.
Zona hostil propone otra mirada a la diversidad territorial. Se apuesta por un pintoresquismo populista, amable pero algo desconcertante: el comandante Ledesma no abandona su gracejo andaluz ni durante una misión de rescate a vida o muerte. Este signo puede remitir, para los espectadores más escépticos, a una comedia localista rancia, a menudo nacida al calor de los totalitarismos europeos.
Pero otra escena del filme resulta netamente perturbadora. En un momento de la película, se recita el “Credo legionario” compuesto por José Millán-Astray. A pesar de la asociación de Millan-Astray con el fascismo, se intenta convertir este recitado en una escena bella y poética. En la propaganda de un nacionalismo español pretendidamente moderno, humanitario hasta que comienzan los disparos, comparece el fantasma del franquismo.