Cine
Ognjen Glavonic: “Las élites de Serbia representan desde finales de los años 80 la vanguardia de la posverdad”

Para el director Ognjen Glavonic, su película La carga es un proyecto contra la lógica del nacionalismo. En ella se ve un drama marcado por los silencios mientras tienen lugar una limpieza étnica y los bombardeos de la OTAN.

El director Ognjen Glavonic
El director de ‘La carga’, Ognjen Glavonic. Foto cortesía de Anne Colliard.
16 jun 2019 06:00

El realizador serbio Ognjen Glavonic viaja al pasado para enfrentar a la audiencia contemporánea con los últimos meses de la guerra de Kosovo. En La carga, un hombre conduce un camión cuya carga desconoce. Lo que podría ser un thriller se mantiene en la senda del drama marcado por los silencios mientras tienen lugar una limpieza étnica y los bombardeos de la OTAN. Este laconismo destaca en un atmósfera general de simulacro de una normalidad que se basa en callar y conducir, en no fijar la mirada en el otro, pero que puede quebrarse en cualquier momento.

La carga trata de un hombre que ejerce de conductor de cargas desconocidas en plena guerra de Kosovo, de un viaje y de una vuelta al hogar. Se la ha definido como una road movie. ¿Estás de acuerdo?
Sí, es una road movie que muestra el viaje interior de mi protagonista. A la vez es una representación de una sociedad en un momento muy específico de su decadencia. Siempre quise que fuese una historia en la que Vlada, además de descubrir qué transporta, pasase a ser consciente de algunas verdades sobre su país, sobre el régimen que lo gobernaba y sobre sí mismo como ser humano.

En varios momentos podrías haber seguido de manera natural el camino del thriller, pero optas por un drama lacónico que rehúye la acción espectacularizadora. ¿Para ti estas decisiones estaban ligadas con la ética, o sencillamente no te interesaba acercar tu película a los géneros cinematográficos convencionales?
Había que tomar algunas decisiones éticas y también políticas, sí. Y no quería usar fórmulas, porque la fórmula me parece la muerte de la verdad y de la aventura de explorar el lenguaje. Tampoco quería depender demasiado del argumento o de la narración, porque este proyecto siempre fue para mí una lucha contra la lógica del nacionalismo, y sus obras siempre están muy centradas en los argumentos. Conteniendo la acción, traicionando el suspense, quería dar espacio a una mayor participación de la audiencia e invocar su imaginación, sus emociones, sus conocimientos y su curiosidad.

¿Crees que tu trabajo como documentalista ha condicionado que afrontes la historia de esta manera, evitando los efectismos?
Quizá, aunque comencé a trabajar en La carga años antes de hacer documentales. En todo caso, creo que el mayor problema al aproximarse a los temas no es el género cinematográfico que usas para tratarlos, sino escoger entre la rutina y la aventura, entre el diseño de producción y la creatividad. No importa si filmas una ficción o una no-ficción, sino la distancia entre tu cámara y lo que filmas, entre tu cámara y a quienes filmas.

En la película incluyes pequeñas anécdotas que pueden leerse en clave simbólica. El robo de un mechero que pertenecía al padre del protagonista, por ejemplo, puede verse como una alegoría del arrebatamiento de un pasado antifascista. ¿No hay pronunciamientos, no hay discursos de personajes que expliciten una moraleja, pero sí lanzas pistas claras de tu mirada?
Me gustaría pensar que sí. Para mí, rodar este filme fue un acto de rebelión, un gesto antifascista. Creo que el cine tiene que hablar, como dijo Pasolini, a los jóvenes fascistas de hoy, para educarlos y para que recuperen la sensatez, para despertar su empatía y romper el hechizo de las mitomanías y las mentiras nacionalistas.

¿Hasta qué punto La carga está basada en casos reales de crímenes contra la humanidad?
Quise contar esta historia cuando me di cuenta de algo: nadie a quien conocía había oído hablar de la existencia de fosas comunes en los suburbios de mi ciudad. Las voces y las imágenes de estos crímenes habían sido escondidas y enterradas, así que la idea era rodar una obra sobre ese silencio y esa falta de curiosidad. Quería convertir el cine en un lugar de aprendizaje sobre nuestra historia reciente, construir un monumento abstracto en el lugar donde los monumentos físicos no son ni serán construidos.

Durante el proceso creativo de La carga hice un documental, Dubina dva, que detalla más la organización de los crímenes, los lugares concretos donde tuvieron lugar... Al terminarlo y volver al guión, La carga se convirtió en una obra diferente, más personal, que trataba sobre mí y mis experiencias en 1999, sobre mi padre y el suyo, sobre las herencias generacionales.

La aparición de personajes jóvenes conecta con tu experiencia: en la época en que se sitúa la película, tu también eras un adolescente. ¿Qué recuerdos tienes de entonces?
Tenía 14 años, estaba enamorándome de la música, descubriendo diferentes emociones, albergando esperanzas y deseos... Al mismo tiempo, me sentía aislado por la guerra, por el miedo que te inculca, por la manera cómo cambia tu concepción del tiempo y el espacio. No puedes escapar de ello, únicamente puedes encontrar un lugar seguro dentro de ti mismo. A la vez, también fue una época de solidaridad entre vecinos, como la que suele causar un desastre natural. Nuestra manera de soportar la situación era seguir con nuestras vidas, como si todo fuese normal. O articular intuitivamente alguna manera de hablar, de rebelarte. Quería que La carga no solo tratase de un protagonista muy conectado con el conflicto bélico, sino también sobre otros personajes a su alrededor que, a pesar del contexto, tienen sus historias, problemas y secretos.

Fotograma de ‘La carga’
Fotograma de ‘La carga’.

En paralelo a la limpieza étnica, otro drama humanitario sobrevuela la película: los bombardeos de la OTAN, que quizá contribuyeron a finalizar estas prácticas pero a la vez supusieron centenares de muertes de civiles y fueron instrumentalizados para acelerar los desplazamientos forzosos de población...
Mi filme no solo aborda la hipocresía del régimen nacionalista involucrado en la organización de crímenes fascistas, sino también la de aquellos que bombardearon el país y escondieron sus políticas imperialistas entre proclamas humanitarias. Diseminaron la muerte entre todos, no solo entre los asesinos. Y yo quería tratar de este salto entre lo que se dice y lo que se hace realmente. Desgraciadamente, en mi país existe ahora una mayoría de personas que exageran lo que pasó, que olvidan o mezclan contextos y cronologías, que acaban usando los ataques aéreos como justificación de los crímenes que los precedieron o que se cometían simultáneamente a estos.

Tu obra proyecta un ánimo de revisión autocrítica de la memoria. ¿Cómo sientes que ha sido recibida en Serbia?
Mi película apareció en un país donde lo único sagrado es un nacionalismo que no quiere comunicarse, así que fue sentenciada de antemano y sin que nadie la viese. Tuvo lugar una campaña de odio: durante seis meses nos llamaron espías, antiserbios... Su propósito era avisar a la gente de que no debían ver La carga porque, de hacerlo, participarían en una especie de traición. Los exhibidores se asustaron, así que el filme se proyectó en unas pocas pantallas. Por otra parte, esta campaña fue quizá nuestra única publicidad. Aunque muchos textos atacaban la mera idea de hacer una película sobre estos crímenes, una gran cantidad de personas oyeron hablar de ellos por primera vez. Así que hubo bastantes artículos, charlas y debates sobre los sucesos reales.

Contribuiste a generar una grieta en estos olvidos convenientes...
Sí, pero el silencio y la ceguera se rompieron durante un breve periodo de tiempo. El sistema está fuerte y vivimos dentro de él desde hace tiempo. Podría decirse que las élites partidistas e intelectuales de Serbia representan, desde finales de los años 80, la vanguardia de las políticas de la posverdad. Y mi generación ha crecido en esta atmósfera. Creo que la devaluación constante de la lógica y de la verdad incrementa el número de personas que quiere vivir en una mentira, que relativizan los hechos o que banalizan la vida.

Estos discursos parecen bastante influyentes en este momento y se aprecian en fenómenos como el crecimiento de la extrema derecha en Europa. ¿Crees que recordar el pasado puede servir para debilitar esta tendencia que amenaza en convertirse, si no lo ha hecho ya mediante hechos como la indiferencia ante la muerte de migrantes en el Mediterráneo, en un proceso histórico?
Para mí, decir la verdad es revolucionario en nuestra sociedad de silencios e ignorancia. Creo que hablar de estas historias, contarlas, es el primer paso. Y, como decía Kafka, los senderos se hacen caminando. Despejarlos es una responsabilidad, y para conseguirlo necesitamos refrescar la memoria. Como decías antes, en la película recuerdo a los partisanos yugoslavos y su lucha en la II Guerra Mundial. Una de las escenas más importantes tiene lugar alrededor de un gran monumento al respecto.

¿Qué puedes explicarnos de esa estatua?
Que fue construida en un país que había desaparecido en la época de la narración y que ahora sigue desaparecido. La gente que vive en los alrededores la llama ‘El francotirador’ porque parece uno. Se construyó con la idea de que pareciese un punto de mira, e incorpora una inscripción que podría traducirse como “repíteme en caso de necesidad”. Así que, además de homenajear el pasado antifascista, de conmemorar una batalla que está olvidada y de recordar a quienes murieron en ella, también advierte sobre las luchas que esperan a nuestra generación y a las que vendrán.

Estas luchas pueden concernir a ciudadanos serbios, españoles o de muchos otros lugares. A la vez un conjunto de factores, como las decisiones estilísticas que tomas o la inercia popular de visionar sobre todo cine estadounidense de género, contribuyen a que La carga pueda acabar llegando a una pequeña porción del público que podría estar interesado en los temas que tratas. ¿Te tentó hacer concesiones para llegar a más gente?
En realidad, no sé cómo hay que llegar a más espectadores. Tengo la sensación que las películas que ruedo son munición para unas armas —los cines, las televisiones— que no están en mis manos. Soy consciente que las decisiones que tomé no son populares, pero son honestas y son mías. Mi paz está en mi interior. Si la buscase en otros lugares, en las grandes audiencias y ganancias, en la recepción en mi país, creo que mis trabajos desprenderían un hedor de falsedad, de sentimentalidad banal y de hipocresía.

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