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Cine
Cuando los ecologistas son los malos de la película
El audiovisual comercial mira el ambientalismo con mejores ojos que otras causas, pero aun así se ha recreado en la representación de ecoterroristas más o menos carnavalescos.
Cuando Hollywood ha intentado elevar denuncias ecológicas, a menudo ha reservado el protagonismo a los representantes legales por encima de los activistas. Ha sido el caso del biopic Erin Brokovich, Acción civil o el recientemente estrenado drama judicial Aguas oscuras. Obras como Silkwood, por su parte, otorgaban el protagonismo a las personas directamente afectadas por crímenes ecológicos: en este caso, se trataba de una trabajadora de una central nuclear que denunciaba la exposición a contaminación radioactiva.
El cine comercial también nos ha ofrecido héroes pop de ideario ecologista. Steven Seagal repartió mamporros y tiros en la película de acción En tierra peligrosa o en su falsa secuela En tierra peligrosa 2, donde se enfrentaba a un petrolero malvado y a una empresa que realizaba vertidos ilegales, respectivamente. Si Aguas oscuras muestra la tibieza institucional ante las grandes empresas, Seagal encarnaba una especie de fantasía de revancha popular aceptable por el mainstream, puesto que estaba mediada por un agente de la ley.
En pleno debate popular sobre fenómenos como la lluvia ácida o la conservación de especies en peligro de extinción, el exploitation italiano de los años 80 tuvo sus momentos oportunistamente ambientalistas. En Killer crocodrile se explicaba la historia de un reptil mutado por la influencia de residuos radiactivos y que —irónicamente— diezmaba un grupo antinuclear. Blastfighter supuso una extraña mezcla de thriller de venganza al estilo de La última casa a la izquierda y de enfrentamiento a vida o muerte con cazadores. Incluso Bud Spencer y Terence Hill lucharon contra el tráfico de animales en la comedia Yo estoy con los hipopótamos.
Dramas del activismo violento
Aunque el audiovisual global observa los ideales ecologistas con más amabilidad que los sindicales, los ambientalistas también han sido los malos de la película. El ecologista demente, malvado o catastróficamente irresponsable, ha abundado en las narrativas pop. Menos habitual ha sido hallar ficciones que reflexionen sobre el activismo y el recurso a la violencia. Curiosamente, en 2013 se estrenaron dos filmes que abordaban esta problemática: Night moves y The east. En el primer caso, la prestigiosa Kelly Reichardt (Meek’s cutoff) firmó un antithriller sobre un trío de militantes que hacen estallar una presa. La apuesta estilística por el laconismo expositivo y la contención dramática comprometía la posibilidad de un desarrollo psicológico e incluso ideológico. Más allá de unas frases al principio del filme, no queda claro qué empuja a los protagonistas a recurrir a los explosivos.
El realizador de The east, por su parte, apostó por un thriller de infiltración: una agente de una empresa de seguridad corporativa entra en un grupo ecologista clandestino. El planteamiento de Zal Batmanglij quizá era más vulgar estilísticamente, pero estaba enriquecido por algunas fricciones. Se plantea una contradictoria atracción (de los integrantes de la organización, del dispositivo estético indie-hipster del filme) y rechazo (de la agente) hacia el retorno a la vida rural. De la misma manera que el personaje se introduce en el grupo, el grupo se acaba introduciendo en su mentalidad.
Como la protagonista es el referente ético del espectador común en The east, su cambio de perspectiva abre la puerta a una identificación parcial de la audiencia con ese grupo. La obra seguía así, de una manera moderada, un esquema propagandístico: la conversión de un protagonista. Si el Humphrey Bogart de Casablanca era un desencantado que volvía a implicarse políticamente contra los nazis, la agente interpretada por Brit Marling comienza a asumir una parte de los postulados de la organización que debía desarticular.
El final de la película de Batmanglij tiene pequeños componentes subversivos pero puede resultar excesivamente tranquilizador, marcado por ese individualismo cultural que deposita grandes esperanzas en la toma de consciencia de las personas, una a una. De ello trataba, en forma de drama, Tierra prometida: el personaje interpretado por Matt Damon se trasladaba para convencer a los habitantes de un pueblo para que vendiesen los derechos de perforación de sus tierras a una empresa energética, pero acababa informando a los lugareños de los efectos medioambientales del extractivismo. El dimensionamiento de la acción personal difumina la necesidad de acometer reformas estructurales.
Apocalipsis por buena fe
Excepciones como Night moves o The east al margen, la figura del ‘mal ecologista’ ha tendido al retrato ridiculizador o villanizador en contacto con las narrativas de la acción fantástica o terrorífica. Uno de los ejemplos más curiosos de devastación provocada por militantes lo podemos hallar en 28 días después. El realizador Danny Boyle (Sunshine) contribuyó a la resurrección popular del cine de zombis y plagas al concebir una epidemia aparentemente incontrolable de algo parecido a la rabia. El responsable directo del estallido era un grupo de animalistas que liberaban a primates infectados en un laboratorio.
La película de Boyle era el negativo de las consabidas distopías sobre hecatombes medioambientales. Si en esas ocasiones el mundo se acababa por no haber atendido a las reivindicaciones de las voces ecologistas o antinucleares, en 28 días después la civilización precisamente peligraba por uno de estos grupos. En el fondo, se respetaba la tendencia del cine zombi posterior a la obra de George Romero, que ha tendido a advertir sobre el mal uso de la experimentación científica. La cinta de terror y humor El regreso de los muertos vivientes situaba los orígenes de la resurrección general en una sustancia creada por el ejército, como la deplorable coproducción italoespañola Apocalipsis caníbal o la también italiana pero algo menos desafortunada La invasión de los zombis atómicos, cuyo título evidencia sus connotaciones antinucleares. Incluso una técnica experimental de cultivo agrícola vaciaba los cementerios en la apreciable No profanar el sueño de los muertos.
De ‘mad doctors’ ecologistas
Junto con 28 días después, otra de las ficciones más memorables sobre destrozos voluntarios o involuntarios en nombre del animalismo es Doce monos. Especie de versión de Terminator, con paradojas temporales decoradas mediante la estética grotesca con ecos kafkianos del Terry Gilliam de Brazil, trata de la aniquilación de la humanidad a manos de un virólogo que se alineaba con un ambientalismo antihumano: apostaba por la extinción de la especie humana para preservar el planeta.
El antagonista del filme de Gilliam es otro científico loco del ecologismo en la cultura pop. Estos personajes a veces pueden alinearse con la idea erasmista de que el presunto enajenado diga verdades que otros no pueden pronunciar, pero a menudo la motivación ambientalista parece una razón azarosa con la que vestir planes génericos de destrucción. En el cine de superhéroes, personajes como Hiedra Venenosa han representado el deseo de implantar un Green Deal forzoso y éticamente laxo. En la película de animación Batman y Harley Quinn, se plantea una idea inquietantemente plausible —los humanos solo cambiarán de conducta en caso de que su vida peligre de manera inminente— que toma forma fantasiosa —se les quiere convertir en plantas para que su existencia dependa más directamente del medio—. En el grotesco filme de imagen real Batman y Robin, los planes de Hiedra Venenosa quedan menos claros, a juego con su narrativa confusa.
El despotismo cientifista
Un ejemplo curioso de ficción con científicos interesados por el medio ambiente es la parodia estadounidense de James Bond, Flint: agente secreto. En ella, un grupo de doctores son capaces de controlar el clima. El rechazo del héroe interpretado por James Coburn está bastante justificado: los antagonistas han provocado cataclismos para demostrar su poder y han impulsado repetidos intentos de asesinato de su persona.
El intercambio dialéctico final entre los villanos y el héroe se mantiene en el terreno de parodia, pero tiene aspectos sugerentes. A pesar de que el trío defiende que ha recurrido a la violencia como último recurso, y promete un mundo pensado para el hombre común y que otorgue un clima templado a toda la población, Flint rechaza cualquier negociación por su sentido del individualismo. Y un sicario excesivamente entusiasta aborta cualquier posibilidad de pacto o aplicación sensata de la máquina fantástica que ha diseñado el trío de déspotas cientifistas, cuya procedencia —uno es chino, el otro es ruso— acaba de vincularles con ese comunismo siempre amenazante para Hollywood. El villano de la adaptación fílmica de la serie televisiva inglesa Los Vengadores también usaba un dispositivo de control climático, herramienta bastante habitual en la ficción pulp y el cómic de superhéroes.
Sometidas normalmente a las inercias del cine de género y sus héroes protectores de un estado de las cosas, todas estas películas tienden a proyectar un imaginario conservador y tranquilizador: el final feliz es preservar el clima tal y como está. Quizá esto cambie con el actual pico de preocupación sobre el estado actual del medio ambiente y no sobre escenarios hipotéticos, pero sigue predominando la dinámica de incorporar las inquietudes ecologistas de manera algo contraproducente: estos discursos los sostienen malvados genocidas.
La reciente Godzilla: Rey de los monstruos podría considerarse un pequeño hito del ecoterrorismo cinematográfico impulsado por científicos, dada la técnica pintoresca que estos usan para preservar el planeta: provocar una enorme mortandad entre los humanos haciendo que diversos monstruos gigantes se enfrenten entre sí.