We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Catalunya
Temporeras entre preguntas y respuestas
Uno de los últimos rayos de sol de la tarde entra por la ventana de la fachada oeste. Ya no ilumina a nadie: la parcela, donde hace poco más de una semana dormía Amadou, hoy está vacía. Él ya no está. Tampoco está la hamaca rodeada de bolsas blancas de basura que le servían de taquilla para guardar sus cosas, ni el tasbih con el que rezaba incansable, ni los zapatos desordenados a su alrededor. Tampoco están el centenar de hamacas que eran cama, armario, mesita y casa para las doscientas personas que han vivido en este recurso que se han inventado los que mandan este año. Pero la luz sí, sigue entrando porque, al fin y al cabo, el sol sigue saliendo y se sigue poniendo siempre y a pesar de todo.
Este año, durante algunas semanas, vivimos una especie de espejismo. Parecía que la realidad de las personas que han venido a trabajar la campaña de la fruta en las tierras de Ponent preocupaba. A todo el mundo, poco o mucho: a los de fuera (ah, pero ¿es que esto pasa cada año?), a los medios de comunicación (¿pero no podemos grabar unas imágenes?), al vecindario de Lleida (que los saquen del barrio antiguo, que no es lugar para vivir). Y decimos imágenes porque, tal y como llegaron, las preguntas, las insistencias o las preocupaciones se han evaporado. Una recta final vacía de inquietudes, pero llena de personas durmiendo en la calle. “Nadie duerme en la calle”, aseguran los datos oficiales. Como siempre: “Los nadie, los hijos de nadie, los dueños de nada”.
Dentro del pabellón
El pabellón de la Feria de Lleida ha sido el espacio escogido este año para alojar a personas: las que son temporeras y las que lo intentan. Hay tantas que se enfadan cuando les preguntas si trabajan, por lo que opto por no preguntar. Nosotras vestimos mono, mascarilla. De las gruesas, las que sirven y protegen. Ellas solo tienen una quirúrgica, de las azules, que se les renueva, más o menos, cada día. Yo intento no cuestionarme mucho: sé que la diferencia la consigue toda el EPI, pero también que a las once yo me iré a mi casa y hasta otra. Algunas personas sí me cuestionan, no les falta razón: “¿Por qué tú tienes mascarilla blanca y yo solo la azul?”, “¿Tu vida vale más que la mía”. Sí, debe ser que alguien ha decidido eso. No soy yo quien lo cree, pero tampoco sé qué responder. Bajo la cabeza y asumo la parte que me toca.
Y en esta recta final pienso y rumio, apoyada sobre una mesa, que no sé si siento más impresión ahora, con todo el espacio vacío, o el primer día que entré. Quizá porque ahora solo quedan los restos de la cinta que determinaba el espacio donde estaban las hamacas y sé que la gente duerme sobre cartones a la intemperie, al girar la esquina. “No hay nadie durmiendo en la calle”, dicen. Claro, nadie.
A ratos, me rindo porque me cuesta cargar con el mundo sobre la espalda. ¿Habrá personas hoy que no podrán cenar? Hace dos meses que la gente se queda sin cenar. Un chico me dijo un día: “Me sacaron de casa [habían ocupado un edificio que llevaba muchos años cerrado] y allá, al menos, al volver del trabajo me podía preparar la cena y prepararme la comida del día siguiente. Y aquí, ¿qué? Hoy no ceno, mañana no comeré y ¿quién me asegura si podré cenar”. Callo de nuevo, mirándome los pies.
“¿Lo utilizarás?”, me pregunta un chico con el que hemos estado conversando unas horas antes, señalándome un cartón que cargo hacia los contenedores. Se lo doy y se va hacia una esquina, fuera del pabellón, donde, después del rezo de la noche, se acostará
¿Hoy dormirán en la calle? “¿Lo utilizarás?”, me pregunta un chico con el que hemos estado conversando unas horas antes, señalándome un cartón que cargo hacia los contenedores. Se lo doy y se va hacia una esquina, fuera del pabellón, donde, después del rezo de la noche, se acostará. “Gracias”, me dice y pienso gracias de qué y me quedo plantada, con mi FPP2 y mi mono mirándolo como se aleja. E intento no pensar cuando, mientras cenaba en mi casa, me enviaron el vídeo de cuando llovió tanto, cayendo el agua por todas las rendijas. Montaron más de cincuenta hamacas para más de cincuenta personas que, seguramente, no debían de dormir en la calle, pero cuando el cielo se les cayó encima, buscaron resguardo.
Y si me cargo la mochila, me pesa demasiado. Si le doy demasiadas vueltas, me cuesta dormir. Y pienso en aquella chica que aterrizó en el pabellón para ser voluntaria y se iba medio llorando algunas noches. Descubrirnos como privilegiados dentro de nuestra propia casa y no saber cómo gestionarlo. Recuerdo haber leído las palabras de un reportero de guerra, hace tiempo, que decía que, en medio del conflicto, siempre es más fácil coger la cámara que el bolígrafo, porque el objetivo pone distancia. Nuestra cámara, a ratos, han sido los números.
—¿Cómo te llamas?
—Cuatrocientos veintitrés.
Si no lo conoces, cuatrocientos veintitrés no es nadie.
De número e historias
—Abdou, recuérdame tu número, que no lo recuerdo.
Aina espera, con una sonrisa, a que Abdou le entregue la tarjeta. Hoy ya no es el cuatrocientos no sé qué, hoy Abdou es un chaval un poco más grande que yo. Que tiene oficio, que tiene salario de allá donde viene. Temporero accidental, como muchos otros en esta temporada. Que ha encontrado trabajo aquí y busca piso incansablemente porque es negro, pero puede pagárselo. Habla —pega unas tabarras…— sobre el respeto y la educación, de cómo cambiaría el mundo solo con estas dos cosas. Nos dice que, si vamos a Senegal, nos recibirán mejor de lo que lo hacemos aquí y nos enseña una foto donde sale dándole un beso a su mujer.
—Hoy no estás en la lista.
Aina está frustrada, porque quizá no pensaba que, después de los últimos meses de trabajo de verano, ha encontrado tantas historias con números y tantas personas como tarjetas. Y cada vez que alguien se queda en la calle, sufre. Y cada vez que alguien se queda sin cenar, se le encoge un poco el corazón. Y cada vez que le gritan, calla y apechuga, porque todas tenemos derecho a quejarnos ante las injusticias. Y, no sé si es un derecho o no, pero si tienes a alguien que te escuche sin intentar justificar lo injustificable, te queda un poco más de descanso o consuelo o quién sabe qué.
Nos miran de reojo. Abdou nos dice que no nos preocupemos, que lo entiende, que él se buscará la vida. Charlamos un rato más y hablamos de cómo el desastre de este sistema nuestro los necesita para trabajar en tareas duras, pero los margina y señala cuando acaba la jornada. Que si no podemos decir que todos los negros han traído el covid a Lleida, él no puede decir que todos los blancos se han portado mal. Que él habla de personas concretas, se ha encontrado a muchas de buen corazón y yo pienso que solo lo dice porque estamos delante. Pero insiste: como sociedad, hemos fracasado. Y aquí no hay matices.
Se va con paso tranquilo, cruza el pabellón vacío y saluda al chico de seguridad más amable del mundo. Esta noche parece que dormirá a la intemperie.
Al final de la campaña, quien ha podido compartir vida con las personas que han vivido (o convivido o sobrevivido) en el pabellón, también han podido poner rostros a los números
Como también dormirá el chico senegalés que parece el león de la tribu, que hasta marzo se dedicaba a la hostelería y que, si te fijas bien, esconde la tristeza en el fondo de una mirada dura. También dormirá el maliense que siempre contesta lleno de rabia y nunca mira a los ojos. Y el señor argelino al que le venían pequeños los zapatos y tenía las manos llenas de ampollas, pero no podía permitirse otra cosa que no fuera levantarse de mañana y trabajar, trabajar, trabajar y rezar un poco. Y el señor extremeño al que solo le quedaban un par de meses de cotización para poder jubilarse y nadie le da trabajo y acaba haciéndose un cartel para pedir en la calle. Y el chico medio sordo y cojo que tiene cara de niño pequeño y come con ansia y reza con devoción. Y el hombre que tiene la manta llena de ropa, bolsas y bisutería en la consigna, esperando tiempos mejores para la venta ambulante.
Y, de repente, ya nada es negociable. Porque en la recta final de la campaña, quien ha podido compartir vida con las personas que han vivido (o convivido o sobrevivido) en el pabellón, también han podido poner rostros a los números. Han sido las personas contratadas —en esta crónica se llama Aina, pero es un nombre ficticio que las representa a todas— pero también las decenas de personas voluntarias que, a pesar del temporal, han puesto horas de vidas allá donde nadie parecía mirar o quería ver.
Quizá, en este momento, ya sabemos todas que el sistema es un desastre, pero cargárnoslo sobre la espalda no solucionará nada. Quizá hemos descubierto que la dignidad no es cuestionable, porque detrás de cada vida hay una historia. Quizá ahora, lo que se necesita, es levantar la mirada del suelo cuando nos hacen preguntas que no sabemos responder y exigir explicaciones a quienes sea que hayan decidido hacer de las injusticias la normalidad. Porque, quizá así, la próxima campaña, en vez de parecer una solución de urgencia ante una emergencia humanitaria, sea una respuesta coherente ante la llegada de Personas.