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Brecha digital
Así excluye la digitalización a los mayores: “¿Y los que no sabemos? ¿Que nos den morcilla?”
Lo primero que se encuentran los pacientes en el área de consultas de cualquier hospital son varios monitores interactivos con un hueco para insertar la tarjeta sanitaria. En ellos, los usuarios teclean su DNI, o escanean su citación, y el aparato les devuelve un tique con fecha, hora y un código alfanumérico para saber cuál es su turno. En los accesos al transporte público, como el metro, ocurre algo muy parecido: una fila de máquinas con pantallas táctiles ofrece la posibilidad de comprar billetes para viajes individuales o combinados, recargar la tarjeta de transporte o consultar el saldo, pagar en efectivo o con tarjeta; pero en muchas ocasiones no hay personal a quien preguntarle.
“Antes siempre había uno o dos [operarios] donde los tornos, pero ahora es rara la vez que hay alguien vigilando”, comenta Rosa, de 74 años, en el vestíbulo de la estación de Metro de Carpetana, en Madrid. Cuando le caducaba el abono mensual “iba al estanco y allí me lo hacían”, pero en 2017 el Consorcio de Transportes de la Comunidad de Madrid lo aglutinó todo en una única tarjeta recargable en las máquinas de las estaciones. “Para pedirlo me lo gestionó mi hija, ella me lo recarga y todo porque yo la máquina esa no la entiendo”. En lo mismo coincide Francisco, de 77 años: “Es un jaleo. Que si pulse aquí, seleccione lo otro, meta la tarjeta […] Tengo un nieto de 23 años que me intenta enseñar, pero yo soy muy torpe”.
Tanto las empresas privadas, como la mayor parte de las Administraciones públicas, cancelaron a raíz de la pandemia toda posibilidad de ofrecer atención presencial
Una situación similar se produce en múltiples estaciones de tren, donde cada vez con más frecuencia —sobre todo en pueblos pequeños y paradas con poca afluencia— se está sustituyendo al operario de la taquilla por una de esas máquinas de autopago. Como en algunos supermercados, donde al lado de las menguantes cajas tradicionales hay áreas repletas de aparatos donde el cliente pone la compra, la paga, la embolsa y se marcha, sin que sea necesario hablar con otra persona.
Menos humanos, más máquinas
Desde hace varios años, compañías de todo tipo están volcándose en la digitalización de sus servicios, optimizando aplicaciones móviles y páginas web para que los trámites se resuelvan lo más rápida y cómodamente posible, y siempre con un horizonte común: que no haya ninguna necesidad de tener que interactuar con alguien de carne y hueso. Sin duda, para quienes se desenvuelven bien entre mails, apps, smartphones y tablets —como los nativos digitales—, esta dinámica de consultas y pagos online resulta muy práctica y agiliza muchísimo las gestiones, pero puede suponer un verdadero martirio de impotencia y frustración para aquellas personas para las que, por edad, el uso de la tecnología es un obstáculo muy difícil de sortear.
“Es un maltrato”, afirma el presidente de la Confederación Española de Asociaciones de Mayores (CEOMA), Juan Manuel Martínez. “Hay exclusión en todas las áreas que tienen que ver, sobre todo, con la compra de distintos servicios. No hay ninguna excepción. Hoy en día para hacer cualquier cosa hay que acudir a los medios digitales […] Y el colmo de los colmos es ponerse en contacto con una empresa, hablar con una persona y que ésta directamente te derive a hacer el trámite de forma digital”.
La brecha digital no solo perjudica a las personas mayores, sino también a quienes no pueden acceder a dispositivos tecnológicos o contratar tarifas de internet por falta de dinero
Este proceso de transformación tecnológica encontró a su mejor aliado en la pandemia de coronavirus. El confinamiento, las restricciones de movilidad o las regulaciones de aforo, provocaron que, en cuestión de semanas, las gestiones por internet y teléfono fuesen la norma. Tanto las empresas privadas, como la mayor parte de las administraciones públicas, de repente cancelaron toda posibilidad de ofrecer atención presencial, por lo que muchísimas personas se quedaron desamparadas, dependiendo de alguien que les prestase ayuda.
No obstante, la brecha digital no solo perjudica a las personas mayores, sino también a quienes no pueden acceder a dispositivos tecnológicos o contratar tarifas de internet por falta de dinero. En concreto, los inconvenientes que acarrean esas operaciones que obligatoriamente se tienen que hacer a través de la red o una máquina se agravan para los mayores de 75 años, los que tienen rentas más bajas, las mujeres, y las personas con menor nivel educativo. Además, según un estudio de la Fundación FOESSA, publicado en enero de este año, 1,8 millones de hogares —casi la mitad de los que en España se encuentran en situación de exclusión social— están inmersos en el apagón digital, es decir, que sufren las consecuencias de la brecha digital de manera cotidiana.
La banca es especialmente excluyente
Quizá el sector donde más se ha enfriado el trato humano, hasta casi desaparecer, es el bancario. Muchas entidades ni siquiera tienen sedes físicas, todo lo fían a internet, y las que aún conservan sucursales las han reducido y han implementado tecnología que permite realizar múltiples operaciones, por ejemplo, desde un cajero automático y sin tener que entrar a la oficina. Justo antes de la pandemia, en 2019, la Unión Democrática de Pensionistas y Jubilados de España (UDP) publicó un informe sobre banca digital, donde se revela que, entonces, el 77% de las personas mayores en España no eran usuarias de banca online.
“No es algo que lleve poco tiempo, sino que desde hace años las empresas llevan a cabo esta política de digitalizar a su clientela”, explica Nuria Lobo, secretaria de políticas sindicales del sector financiero de Comisiones Obreras (CC OO). “Los principales problemas que nos encontramos, es que hay un colectivo de personas, no solo mayores, también de las que no tienen la suficiente formación para gestionar las herramientas digitales, que cuando acuden a las oficinas y nos manifiestan que no saben o no pueden manejarse, al final somos nosotros quienes directamente le hacemos las gestiones […] Al final acabas recurrentemente haciendo las operaciones de la clientela”.
En 2008, el año en que comenzó la crisis financiera y económica, había unas 46.000 sucursales bancarias en España. Catorce años y varias fusiones, rescate con dinero público y desapariciones de entidades después, un informe sobre vulnerabilidad en el acceso al efectivo elaborado por el Banco de España, refleja que ese número se ha reducido a casi la mitad, quedándose en algo más de 22.000, unas cifras equivalentes a las de principios de los años ochenta. En el epicentro de este declive se encuentra el imparable proceso de digitalización con el que las entidades buscan ahorrarse miles de millones en costes de gestión y de personal. De hecho, los despidos en masa del sector bancario llevan lustros siendo muy habituales. Desde 2008, los bancos han aplicado más de 70 ERE y procesos de salida voluntaria, lo que ha desembocado en la pérdida de 125.000 puestos de trabajo —solo en 2021 hubo 19.000 despidos—.
Este cierre de sucursales y despido de personal entronca directamente con las nuevas preferencias y objetivos de los bancos surgidos de la reestructuración del sistema financiero a raíz de la crisis. Para muchas entidades, que el cliente deposite allí sus ahorros ya no es una parte fundamental de su esquema de negocio, sino que el grueso de sus beneficios proviene de otras actividades comerciales como la venta de productos financieros, seguros, o la mediación en fondos de inversión. “La banca es un negocio basado en la relación entre las personas”, remarca Lobo. “Los problemas aparecen si eliminas esa parte de relación […] Antes la atención personal era un objetivo prioritario, incluso nos penalizaban por no atender adecuadamente a los clientes, pero después vieron que eso no les aporta valor ni margen para incrementar los beneficios, y se plantearon que todo debía ser digital”.
Ascensión confiesa que la mayoría de las veces “he tenido que pedir ayuda a mi sobrino, o a mi cuñado” para hacer trámites con el banco
Por supuesto, todo esto repercute directamente en el cliente, pero el impacto es aún más negativo en los más mayores, acostumbrados a que su relación con el banco se base en el trato personal, en el gestor “de toda la vida” que les da en metálico su pensión o les actualiza la cartilla, al que le consultan “cuando llega un recibo de la luz que no cuadra mucho”, como dice Alejandro, un exmecánico de 73 años. Todo esto provoca lo que se denomina exclusión financiera, que no es otra cosa que dejar fuera del acceso a los servicios bancarios más básicos a las personas a quienes más castiga la brecha digital.
El portavoz de la Asociación Española de Banca (AEB), José Luis Martínez, asegura que “la inclusión financiera en España es total”, destaca que “el compromiso de los bancos es ofrecer los servicios financieros a todos los clientes a través de todos los canales posibles”, y remarca que “es importante que el compromiso de los bancos [para mitigar la brecha digital] lo adopten también otras empresas y las administraciones públicas”.
Ascensión va a cumplir 68 años y, aunque se maneja un poco con WhatsApp, para ella la tecnología es algo insondable: “Yo no tengo ni idea, se me hace imposible […] Me da miedo meterme en algo que no pueda resolver. No quiero liarla y que me cobren lo que no tengo”, detalla. Desde que se jubiló solo va al banco a cobrar la pensión, “siempre a la ventanilla, yo nunca he sacado dinero del cajero, no me atrevo”, y confiesa que la mayoría de las veces “he tenido que pedir ayuda a mi sobrino, o a mi cuñado” para hacer trámites con el banco. En su entidad, de momento, mantienen al menos a una persona para tratar con los clientes, pero le preocupa que en el futuro tenga que hacer las gestiones desde el cajero o por Internet: “Si no hubiese alguien atendiendo, no sé qué haría […] Hay mucha gente que hemos estado trabajando desde que tenemos uso de razón, que no tenemos estudios, y no estamos preparados para eso [utilizar la tecnología]. Esas personas ¿qué hacemos? ¿qué nos den morcilla?”.
Precisamente en la España Vaciada, donde viven Ascensión y Alejandro, es donde más se concentra la exclusión financiera, y más pronunciada es la brecha digital debido al envejecimiento de la población. Se estima que en torno a un millón y medio de españoles vive en municipios donde no hay ni una sola sucursal bancaria, y esto obliga a los clientes de esas zonas a desplazarse hasta otras localidades para poder hacer las operaciones más básicas, como sacar dinero. A esto contribuye el desplome del número de cajeros automáticos en España en los últimos 15 años. Según aporta el Banco de España, mientras que en 2008 había 62.000 terminales, en 2021 esa cifra cayó hasta 47.500.
‘Soy mayor, no idiota’
En apenas unos meses, la campaña ‘Soy mayor, no idiota’ de la web change.org recogió más de 600.000 firmas. Su impulsor, Carlos San Juan, un jubilado valenciano de 78 años, lanzó la petición quejándose de que “los bancos se han olvidado de las personas mayores como yo […] Ahora casi todo es por internet… y no todos nos entendemos con las máquinas. No nos merecemos esta exclusión. Por eso estoy pidiendo un trato más humano en las sucursales bancarias”. Gracias al impacto social y la repercusión mediática que generó su iniciativa, San Juan logró ser convocado como interlocutor por el Banco de España en un encuentro sobre este asunto antes de reunirse con la ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño.
La exclusión de los mayores se convirtió rápidamente en un tema de agenda política, y a finales de 2021 el Consejo de Ministros aprobó el anteproyecto de Ley de Servicios de Atención al Cliente, un texto con el que el Ejecutivo pretende imponer, entre otras medidas, que las entidades no utilicen la atención telefónica como el único medio para interactuar con los clientes, o que se garantice el acceso a la atención a las personas vulnerables —entre las que se encuentran los mayores—. Sin embargo, el anteproyecto solo se centra en la accesibilidad a los servicios y la información para las personas mayores, pero no menciona una de las principales demandas de los clientes de edad avanzada: la atención en ventanilla, cara a cara y personal.
El portavoz de la AEB insiste en que “los bancos ofrecen todo un abanico de canales de comunicación a sus clientes. Entre las sucursales y la banca digital están los cajeros, los agentes financieros, la banca móvil y la banca telefónica”. Martínez también pone el foco en el protocolo que la banca firmó hace un año para reforzar su compromiso social, destacando “el lanzamiento de un Observatorio de la Inclusión financiera para que en el futuro se puedan arbitrar, junto con las administraciones públicas, mecanismos para ampliar el acceso a los servicios financieros básicos de la población.
Desde CC OO, sin embargo, aseguran que “son medidas demagógicas, cortoplacistas y de lavado de cara [debido al revuelo mediático que ha generado la exclusión financiera] para salvar la reputación de la banca, que se está viendo afectada”, y creen que “cuando se haya olvidado un poco esto, probablemente volverán a las políticas que tenían en marcha”.
‘No hay vuelta atrás’
A pesar de las movilizaciones de los afectados y de la acción sindical, la sensación general es que la digitalización ya vino para quedarse. El presidente de CEOMA es consciente de esto, y asegura que “No tiene marcha atrás, pero hay que dar un período transitorio donde se compatibilicen ambos modelos […] Es muy difícil que las personas mayores de 80 años, que son las más afectadas por la brecha digital, se actualicen, pero hay que seguir dándoles una alternativa a la digitalización”.
Es la misma conclusión a la que llega Nuria Lobo: “No hay vuelta atrás. La digitalización es algo que se está imponiendo, no solo en el sector bancario, sino en todo el mundo […] Obviamente tendrá que llevar sus ritmos, y si aún hay colectivos que demandan atención personal, habrá que seguir dándosela. No pueden meter con fórceps la digitalización al cien por cien de la sociedad”.
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En la involución industrial en marcha, los humanos retomarán el trabajo que las máquinas vayan dejando por ser excesivamente caras o directamente imposibles de mantener ante la escasez de combustible y materiales para su construcción. O sea, adiós a la digitalización de todo y vuelta a modos de vida tradicionales.
Claro que son mayores y no idiotas. Los idiotas somos los más jóvenes que entramos a la trágala aceptando la digitalización sin el menor pero, contribuyendo a cada vez más aislamiento, distancia y incomunicación de las personas entre sí. Es lo que buscan desde arriba para tenernos cada vez más controlados, sumisos, acríticos y dependientes