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Comunicación
Redes sociales: ¿avance o desastre para la esfera pública?
Hubo un tiempo anterior a este en el que Internet, como innovación tecnológica, se imaginó como un lugar desde el que soñar nuevas utopías comunitarias; un lugar hecho de bits donde las mentes podrían liberarse del mundo industrial y fundar un nuevo contrato social (Declaración de independencia del ciberespacio, 1996); o, aún mejor, un lugar desde el que interrumpir los códigos morales, los marcos y los símbolos del patriarcado con un nuevo discurso ciberfeminista basado en el goce y la subversión (Manifiesto ciberfeminista para el siglo XXI, 1991).
Las cosas están siendo algo diferentes. La mayoría de servicios que utilizamos cuando entramos en Internet están dominados, en última instancia, por alguna de las cinco grandes multinacionales tecnológicas. Alphabet —propietaria de Google—, Facebook, Amazon, Apple y Microsoft siguen batiendo récords de beneficios gracias a sus sistemas de business intelligence basados en analizar cualquier aspecto del comportamiento online que pueda servir para afinar las estrategias de desarrollo y mejorar los servicios comerciales. Todas las demás empresas digitales relevantes dependen de estas cinco de un modo u otro, ya que como mínimo se ven obligadas a competir en mercados dominados por su lógica. Según van Dijck y otros investigadores este poder estructural de las grandes tecnológicas sobre servicios digitales esenciales está influyendo incluso en un cambio de valores en las sociedades europeas.
El feminismo ha logrado indudablemente interrumpir los marcos patriarcales pero a la vez se enfrenta a movimientos reaccionarios que lo atacan sirviéndose de Internet.
Lejos de darse por finiquitado el viejo mundo industrial, la lógica capitalista que lo sustentaba está más en forma que nunca. El feminismo ha logrado indudablemente interrumpir los marcos patriarcales pero a la vez se enfrenta a movimientos reaccionarios que lo atacan sirviéndose de Internet. La libertad que brinda la identidad anónima sirve para desplazamientos creativos y emancipadores del cuerpo pero también se revela como un lugar desde el que se pueden contaminar las condiciones de encuentro con total inmunidad. La responsabilidad de las plataformas digitales en todos estos conflictos no es menor, dado que constituyen el soporte en el que se materializan en su forma aumentada. Los estados, lejos de ofrecer a la ciudadanía contrapesos para frenar el poder de estas grandes corporaciones sobre las condiciones de la esfera pública (por ejemplo, mediante el desarrollo de medios públicos de redes sociales), se alían con ellas para reforzar la vigilancia y el control social.
Las visiones apocalípticas —como las llamara Eco— señalan, muchas veces acertadamente, los conflictos pero, por sí solas, pueden conducir a la parálisis. Las visiones integradas pueden estimular usos exitosos de las redes sociales pero también naturalizar la verticalidad de su propiedad, diseño y gobernanza hasta el punto —en su versión más extrema— de renunciar a configurarlas en el futuro. El activismo ya explora la vía aceleracionista con el shitposting practicado en Instagram en cuentas como @proyectouna_, @cuellilarg, @policiadelafecto, @culomala, @solounmeme_, @neuraceleradisima o @derribosydeconstrucciones, por citar solo algunas. Iniciativas que, de algún modo, abrazan la contradicción coyuntural de alimentar con datos los sistemas de predicción y orientación del comportamiento de las audiencias a cambio de aprovechar la oportunidad de introducir imaginarios antagonistas en las estéticas memeras de moda.
El loop de contradicciones es infinito. ¿Qué hacer entonces? ¿Por dónde romper la espiral para encontrar posiciones que permitan analizar las redes sociales en su complejidad y que no pasen por renunciar a transformarlas?
Comprender qué son y cómo funcionan los medios para repensar nuestras interacciones en ellos
Comúnmente nos referimos a la ‘esfera pública’ como el espacio discursivo dedicado al intercambio de opiniones sobre asuntos de interés público, ligado hoy a los medios de comunicación. Lo cierto es que la esfera pública, al menos tal y como la conceptualizara Habermas en 1962, nunca se ha caracterizado por ser neutral. Desde su aparición, entre los siglos XVII y XVIII, la esfera pública ha servido a los intereses de la burguesía, una entonces naciente clase social que, para ampliar su influencia política sobre los aristócratas, creó nuevas formas de ‘publicidad’ (en el sentido de ‘hacer públicas’ ideas e informaciones). En el siglo XX, los mass media terminaron de consolidar el espacio de la esfera pública tal y como la hemos conocido: ese gran entramado compuesto por agencias informativas, radios, periódicos y televisiones que se dedica a generar “la información de actualidad” a través de la selección de hechos y la narración de los mismos, tareas en las que no solamente contribuyen a decidir qué temas están presentes en la agenda pública sino también cuáles son los marcos y los valores hegemónicos desde los que se ha de interpretar el mundo.
La penetración de Internet ha reconfigurado el modelo de los mass media, pero sin llegar a superarlo por completo. Agencias, radios, periódicos y televisiones han tenido que adaptar sus prácticas y procesos de organización y producción a una nueva temporalidad marcada por las posibilidades de las nuevas herramientas tecnológicas (un caso paradigmático que marcó un antes y un después fue la grabación y puesta en circulación inmediata por parte de usuarios de Twitter de unas imágenes en las que se veía cómo aterrizaba un avión accidentado con pasajeros sobre el río Hudson, en EEUU, en 2009). La reducción de costes, tanto en la producción como en la distribución de información, junto con las incertidumbres que enfrentaron las cabeceras tradicionales durante el período de transición hacia la comunicación digital permitió la entrada de nuevos medios digitales en el mercado (algunos ejemplos son El Diario, Ctxt, El Salto…). Al mismo tiempo, también asistimos a la multiplicación de los creadores de contenidos que pueblan las pantallas con hilos de Twitter, podcasts, stories y twitcheadas sobre los asuntos más diversos y cuya actividad puede ser entendida como una ampliación, e incluso una fuente, de las grandes cabeceras mediáticas —pero, al mismo tiempo, y siguiendo con las contradicciones, también como una práctica que mantiene cautivas a las personas dentro de espacios datificados donde son tratadas como audiencias y productos comerciales.
En el nivel de la macro conversación pública no parece que podamos encontrar un debate racional (al menos, racional en el sentido de favorecer la deliberación política) pero pese a ello las audiencias no dejan de exponer afectos políticos y culturales a través de sus interacciones y sus mensajes.
Las redes sociales y todos los servicios web 2.0, en definitiva, han abierto el espacio para una conversación pública masiva diferente al espacio que generaron medios anteriores. En el nivel de la macro conversación pública no parece que podamos encontrar un debate racional (al menos, racional en el sentido de favorecer la deliberación política) pero pese a ello las audiencias no dejan de exponer afectos políticos y culturales a través de sus interacciones y sus mensajes, normalmente al arrastre de polémicas de actualidad, sobre los temas que les preocupan. Los cuerpos se movilizan —crean, comentan, comparten, silencian contenidos— según la forma de ver el mundo que se tenga. Con ello contribuyen a crear un sentir común de época sobre lo que está bien y lo que está mal, y sobre lo que nos gustaría que sucediera en el futuro. Esto sucede a un nivel que podríamos llamar “experiencial”, en el sentido de que está inserto en la experiencia de los usuarios. No se debe olvidar que esta experiencia está mediada por la materialidad de la plataforma tecnológica que hace que las formas de estar e interactuar con la propia plataforma y con otros usuarios sean diferentes. En ello influyen los ya conocidos criterios de filtrado de contenidos mediante algoritmos, pero también factores relacionados con el diseño y la arquitectura de los diferentes espacios digitales.
La youtuber —y arquitecta— Ter explicaba en 2017 en un vídeo cómo percibe cada plataforma según el tipo de espacialidad y propone que cada manera de relacionar los elementos (cómo se publica, se guarda o se comparte contenido, por ejemplo) acaba por orientar a los usuarios hacia normas de comportamiento diferentes. En los comentarios al vídeo se pueden leer multitud de metáforas creadas por sus seguidores en las que explican cómo perciben la espacialidad de las distintas plataformas. Diseños que, a fin de cuentas, están concebidos para contentar a una vasta amplitud de nichos sociales —por residuales o efímeros que puedan ser— para atrapar la atención (y los datos) del mayor número de usuarios durante la mayor cantidad de tiempo posible.
Los intereses de los propietarios de los 'mass media' están presentes en el diseño y funcionamiento de los medios desde su mismo surgimiento.
Por otro lado, a un nivel estructural, la esfera pública actual (incluyendo a las redes sociales) no parece en esencia tan diferente de la que Habermas y otros autores describen: los intereses de los propietarios de los mass media están presentes en el diseño y funcionamiento de los medios desde su mismo surgimiento. La novedad sería, entonces, que las empresas que dirigen y desarrollan plataformas de redes sociales se han sumado al elenco de propietarias de medios de comunicación. Como tales, intervienen en el gobierno de la información dentro de sus dominios, en su caso mediante modelos de negocio basados en la datificación e hipersegmentación de audiencias. Algunos medios tradicionales también han incorporado estas nuevas técnicas a sus modelos de negocio. A fin de cuentas, antes y ahora, los objetivos de los mass media y de las plataformas de redes sociales coinciden en la lógica de fondo: todos quieren que pasemos el mayor tiempo posible consumiendo sus servicios informativos y de entretenimiento para mejorar su influencia cultural sobre la opinión pública y vender más caros sus servicios publicitarios. Ahora bien, mientras existen televisiones y radios públicas, que en teoría cumplen una función de servicio público que impone algunos contrapesos ante los medios de interés privado, no existen plataformas de redes sociales de propiedad y gestión públicas. En este sentido, es interesante conocer la propuesta del Manifiesto por unos medios de servicios público y un Internet de servicio público, impulsado por Christian Fuchs y apoyado por otros académicos de todo el mundo.
Debates públicos necesarios que se dan sobre espacios diseñados con intereses privados
Que las plataformas de redes sociales no nos pertenecen, igual que nunca nos han pertenecido las principales cabeceras mediáticas, es una evidencia de la que ya no hay que convencer a nadie. En sus primeros años de vida, pudimos vernos confundidos en este punto, debido a que descubrimos que el contenido que publicamos y las interacciones que generamos eran (y son) significativas. Sincronizar interacciones de forma ágil, en red y a gran escala permitió a los movimientos del 15M introducir nuevos temas (y los marcos desde donde interpretarlos) en la construcción de la actualidad informativa. Se llegó a marcar la agenda de los medios durante meses y, por extensión, la de los partidos políticos, sordos hasta entonces ante los reclamos sociales post—crisis 2008. Sin saber gran cosa sobre plataformas digitales, la sincronización sostenida en el tiempo de miles de personas —en la calle y en la red— permitió levantar una nueva realidad. El pueblo descubrió los nuevos poderes sobre la comunicación política que le brindaban las herramientas 2.0, hasta entonces restringidos a quienes ostentaban el control y acceso a los mass media.
En los últimos diez años ha llovido mucho. Entre otras cosas, las plataformas han sofisticado sus diseños y arquitecturas, introduciendo nuevas funcionalidades y sistemas de filtrado de contenidos mediante algoritmos que aprenden de nosotros y que nos distribuyen (y, por tanto, fragmentan) en grupos sociales diferentes según intereses. Al mismo tiempo, siempre examinados por la plataforma, en el paisaje online se pueden encontrar usuarios que se han consolidado como nuevos centros emisores en sí mismos y que gracias a esa visibilidad son capaces, por un lado, de aglutinar a comunidades que de otro modo estarían dispersas o no existirían y, por otro, de seguir convirtiendo sus preocupaciones en temas de discusión y marcos para interpretarlos más pegados a su realidad y la de sus comunidades de lo que podrían encontrar en los medios mainstream. En esta aportación encontramos a mujeres, personas racializadas, personas trans o no binarias, personas gordas o con diversidades funcionales, etc., que a través de la construcción de comunidades online están abriendo espacios para hablar de su realidad desde su propia subjetividad. Esta visibilidad tiene sus costes, ya que muchas de estas figuras semipúblicas (y también otras no tan públicas) denuncian estar sometidas a niveles de odio y acoso preocupantes. Sin desatender estos costes (ni la importancia de reducirlos), es necesario reconocer que, además de propaganda y falsedades, las polémicas que surgen cada día en las redes también podrían ser los balbuceos de algunos debates que desearíamos tener en democracia.
Además de propaganda y falsedades, las polémicas que surgen cada día en las redes también podrían ser los balbuceos de algunos debates que desearíamos tener en democracia.
En resumen, el análisis de los problemas que presentan las redes sociales debería insertarse en el panorama general (histórico, social, económico, etc.) de los medios de comunicación en su conjunto. Esto quizá nos permita aprender a cuidarnos en su uso (necesidad de reflexionar sobre cómo, cuándo y por qué las utilizamos) y reconocer sus límites actuales (dificultad para intervenir en la estructura y gobernanza de las plataformas) sin tener que renunciar a algunas de sus potencias (por ejemplo la mejora del acceso de grupos sociales no hegemónicos a la distribución pública de información).
Hacia nuevas sincronías en red: prácticas multitudinarias de contención y amplificación de contenidos
En los últimos años, también ha aumentado nuestra preocupación por el aumento de los bulos, las noticias falsas y los discursos de odio en las redes sociales; fenómenos que perjudican la calidad de la macroconversación pública y que suelen crecer al calor de la polémica de actualidad de turno. Para activar prácticas de contención (esto es, de reducción de la propagación) de dicho tipo de contenidos, han surgido iniciativas como la de @nolesdescasito que, entre otras cosas, hace pedagogía sobre cómo funcionan los algoritmos de las plataformas de redes sociales y cómo se debe actuar para no alimentar las dinámicas de odio en red. Entre otros consejos, insiste en evitar dar réplica al contenido hater —proceda de las redes sociales o de cualquier otro soporte comunicativo como televisión o prensa— porque contribuye a atribuir más notoriedad y relevancia al contenido. También recuerdan que todo el tiempo que se dedica a responder a temas y a marcos maliciosos (en el sentido de que no buscan el intercambio honesto de pareceres, sino trolear o hacer que el otro “pique”) es tiempo que se pierde para la construcción de temas y marcos propios más saludables. Por todo ello, animan a sus seguidoras a ignorar, e incluso silenciar o bloquear, a usuarios y temas que se vean como no adecuados para los estándares de una conversación pública constructiva. Proponen, en definitiva, tener en cuenta el funcionamiento de las plataformas digitales y de los ecosistemas informativos, para actuar en ellos de manera más reflexiva.
Sin embargo, muchas personas sienten que no deben dejar de rechazar públicamente planteamientos que consideran ofensivos o incluso inhumanos. Un caso reciente lo vimos en la última gran crisis de refugiados de mayo de 2021 con la campaña #GraciasLuna, en la que entidades sociales, medios de comunicación y activistas se solidarizaron en red y contrarrestaron los efectos del discurso racista que se vertía descontroladamente contra personas migrantes y también contra profesionales y voluntarios que les asistían en la frontera de Ceuta. Sin olvidar que las plataformas digitales tienen una responsabilidad ineludible en encontrar mecanismos que interrumpan la difusión de este tipo de discursos de odio que pueden derivar incluso en acoso hacia personas concretas, el caso de #GraciasLuna también lo podemos observar como una respuesta multitudinaria en la que se amplificó una contranarrativa humanitaria de manera ágil, llegando a tiempo para tener influencia sobre los mecanismos que deciden qué es la actualidad en cada momento (reaccionar una semana más tarde probablemente no habría dado lugar a la misma retroalimentación y relevancia). Dicho de otra manera, una variedad de nodos de distinta procedencia organizó la atención (y el clic) en la misma dirección. Se consiguió levantar y difundir a amplia escala un relato antirracista que evitó que muchas voces quedaran silenciadas o aisladas en la irrelevancia fragmentaria de sus comunidades de seguidores y que demostró que los mensajes de odio contra los refugiados no representan a toda la sociedad española. Además, algunas personas migrantes y racializadas proyectaron dentro de esta campaña de respuesta su propio marco de cuestionamiento de la mirada humanitaria europea, reflejando así uno de los debates pendientes en el ámbito de la izquierda y mostrando la existencia de posiciones variadas, vivas y en movimiento sobre la cuestión fronteriza y migratoria. También podemos encontrar experiencias de intervención por ejemplo en la huelga de Twitch del 1 de septiembre convocada por los streamers contra los ciberataques de carácter homófobo, racista y machista en la plataforma.
Conocer cómo funciona la realidad cambiante de los medios y aprender a abrir y cerrar ojos, dedos y pantallas ante posibles sincronías a gran escala no será suficiente, pero parece que sí necesario, para transformarlos.
Estos son solo algunos ejemplos de los márgenes de intervención mediática que existen en las redes sociales. Conocer cómo funciona la realidad cambiante de los medios y aprender a abrir y cerrar ojos, dedos y pantallas ante posibles sincronías a gran escala no será suficiente, pero parece que sí necesario, para transformarlos. También merece la pena pensar si el impulso de medios sociales de propiedad y control público podría introducir mejoras en la calidad del intercambio comunicativo que se da en la macroconversación pública. En cualquier caso, parece recomendable mantenerse abiertos a ser sorprendidos por los modos de coordinación emancipadora en red que puedan surgir dentro de las redes sociales como parte de la esfera pública que son. Esto supondría no renunciar al estrechado (con respecto a hace unos años) pero razonablemente abierto (con respecto a hace unas décadas) margen que da la estructura mediática actual para intervenir en la contención y la amplificación de formas de ver y hacer posible el mundo.