We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Afganistán
Talibanes infligen apocalíptica derrota al imperio USA y a la OTAN
Los cruzados agredieron al Medio Oriente con el propósito de liberar Tierra Santa de manos de los herejes musulmanes. Los pintaron como unos monstruos satánicos que profanaron el sepulcro de nuestro señor Jesucristo. Y ese relato es el que impera hasta hoy en día.
En el 2003 el presidente Bush, en una conversación privada con miembros de la ANP con motivo de una reunión sobre Palestina en Sharm el Sheij, comentó: “cumplimos una misión divina. Dios me ha dicho: George, lucha contra esos terroristas de Afganistán. Y yo lo hice. Y Dios me dijo: George, pon fin a la tiranía de Irak, Y lo hice. Y ahora voy a lograr la paz en Oriente Próximo”.
Los talibanes pacientemente han resistido la invasión de los cruzados USA y la OTAN, enarbolando las banderas de la barras y las estrellas y la estrella de cuatro puntas sobre fondo azul (la brújula que mantiene en el camino correcto: el de la paz) ¿Pero realmente estamos en una nueva cruzada como sucedió entre los siglos XI y XIII con sus ocho expediciones militares dirigidas a liberar Tierra Santa del dominio musulmán? Aunque hoy existen otros intereses geoestratégicos, mercantiles y económicos y sobre todo el dominio de las rutas comerciales. Afganistán es un país creado artificialmente por los británicos, situado en pleno corazón del Asia Central, por lo tanto es una ficha clave de ese rompecabezas geopolítico de una constante inestabilidad. Tiene fronteras (demarcadas arbitrariamente por la línea Durand) con seis países vecinos Pakistán, Turkmenistán, Irán, Uzbekistán, Tayikistán y China.
Tras los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono en el 2001, el presidente norteamericano George Bush enfurecido ante tamaña afrenta juró vengarse del grupo terrorista islámico Al Qaeda. Con gran puntería apuntaban al corazón del imperio más poderoso de la tierra. Muyahidines que paradójicamente ellos mismos habían creado para combatir al invasor soviético en territorio afgano. Pero con la caída del Muro de Berlín un nuevo rival los retentaba a duelo: los yihadistas desenfundaban la cimitarra justiciera de Allah. El 20-09-2001 Bush dirigió un discurso a la junta de jefes del Estado Mayor advirtiéndoles que “nuestra respuesta representa mucho más que una represalia instantánea y ataques aislados. Los estadounidenses no deberían esperar una sola batalla, sino una larga campaña como ninguna otra que hayamos visto jamás”. Los atentados del 11 de septiembre han marcado un antes y un después en la historia de Occidente tan solo comparable con la caída de Constantinopla en manos de los turcos en el año 1453. Antes del 11 de septiembre el Consejo de la ONU había celebrado dos sesiones sobre Afganistán principalmente para reforzar las sanciones contra los talibanes debido a las acusaciones de tráfico de drogas, exportación del terrorismo y violaciones de los derechos humanos.
Pocas horas después de comenzar los ataques contra Afganistán, George Bush declaró en un discurso dirigido a la nación a través de la TV: “esta guerra no era librada en solitario por EE.UU., sino que contaba con la colaboración de ‘buenos amigos’ como Gran Bretaña, Canadá, Australia, y Francia y muchos otros que se irían sumando a medida que la operación se desarrollara”. España, por ejemplo, se vio obligada a unirse a los invasores y el 27 de diciembre del 2001 el Consejo de Ministros del gobierno encabezado por Aznar autorizó la participación española en apoyo al gobierno interino afgano. El reino de España calificó esta intervención de “humanitaria” porque había que ayudar a la reconstrucción de Afganistán y cimentar la paz y la democracia. Pero lo cierto es que España no enviaba cajas de comida con espaguetis, queso o leche a los pobres afganos sino también material militar para armar al ejército nacional afgano. Así se demostró con los archivos desclasificados del departamento de Estado de EE.UU. donde consta que en secreto enviaron 100 tanques, 4.000 cartuchos de morteros, 2.000 misiles guiados antitanque o 65.000 pistolas. Armas para proporcionar estabilidad interna y defensa contra las amenazas externas según los responsables del Ministerio de Defensa. Fue ese gobierno de la derecha del PP heredera del franquismo que con ínfulas imperiales quiso también participar en los delirios guerreristas de los cruzados occidentales.
Los talibanes reciben ayuda de Arabia Saudita, Irán y Pakistán y es por eso que Osama Bin Laden se esconde en Abbottabad, Pakistán. Y también financian sus actividades con el contrabando de opio. Al año pueden ganar hasta 1.000 millones de dólares. En Afganistán se produce el 90% del opio mundial, sustancia clave para la obtención de heroína, efedrina, metanfetamina o fentanilo. Las exportaciones totales de opio alcanzan 3.000 millones de dólares anuales que junto a la minería de tierras raras son la base del PIB de uno de los países más pobres del mundo.
Estados Unidos exigió al gobierno talibán la entrega de Bin Laden quien aparentemente estaba escondido en las montañas de Tora Bora. Desde allí el carismático muyahidín reveló en un audio que “Estados Unidos no tendrá seguridad hasta que no la haya en Palestina y hasta que todos los ejércitos occidentales apóstatas y ateos se marchen de las tierras santas”, “ha llegado la hora para los humillados de rebelarse contra los infieles”.
EE.UU. hace un llamamiento a todos los socios de la OTAN invocando el artículo 5 del Tratado de Washington que señala que los países miembros se comprometían a defender a un aliado que hubiese sido agredido desde el exterior. El 25 de septiembre, Arabia Saudita rompió relaciones diplomáticas con Kabul y algunos de los países vecinos con Afganistán (Kazajstán, Uzbekistán, Tayikistán o Turkmenistán) y Rusia ofrecieron su apoyo a la operación antiterrorista que se estaba preparando. A los pocos días se inicia la guerra global contra el terrorismo liderada por EE.UU. y secundada por sus aliados. Según la Casa Blanca, el primer paso para destruir Al Qaeda era lograr el derrocamiento del régimen fundamentalista talibán. El 7 de octubre, sin mediar declaración de guerra previa, el presidente George Bush y el primer ministro británico Tony Blair ordenan a sus ejércitos lanzar un primer bombardeo que destruyó diversos objetivos tanto militares como civiles en varias ciudades afganas (Kabul, Kandahar y Jalalabad). De esta forma se puso en marcha la Operación Libertad Duradera en la que intervinieron superbombarderos B-2 y B-52, cazas de combate y lanzamiento de misiles de crucero Tomahawk desde submarinos británicos y buques estadounidenses. Tras este demoledor ataque que dejó cientos de muertos y heridos aplicando la clásica política yanqui de “cañones y mantequilla”, aviones norteamericanos lanzaron sobre diversas zonas de Afganistán 40.000 raciones de alimentos. Igual que cuando los soviéticos invadieron Afganistán, los muftíes desde las mezquitas lanzaron un llamado a todos los musulmanes de la Umma para que se unieran en la Yihad contra los cruzados occidentales. Pero ante un ataque tan arrollador, los talibanes expulsados del poder se refugian en los últimos reductos del frente de Kandahar para iniciar la fase de resistencia. Su líder, el mullah Omar, emir de los talibanes y quien se negó a extraditar a Osama Bin Laden, huye a lomos de un burro disfrazado de campesino a una zona montañosa al norte de Helmand (frontera con Pakistán) donde tienen bases protegidas por sus aliados del partido Jamiat-e-Ulema Islam. Heroicamente junto a otras figuras importantes, incluido Bin Laden, elude una de las persecuciones más grandes del mundo. Los talibanes se refugiaron en Quetta, Pakistán, donde tenían lazos de sangre con las etnias locales.
Un año después de la invasión a Afganistán el presidente George Bush prometió ayudar a reconstruir el país para que “sea libre de este mal (el Islam) y que sea un mejor lugar para vivir”. En el 2009 el Congreso le autorizó un presupuesto de 38.000 millones de dólares para hacer realidad sus planes expansionistas.
Quizás la decisión más estúpida tomada por las fuerzas de ocupación haya sido intentar unificar Afganistán sin tener en cuenta la diversidad étnica (Aimak, Baloch, Hazara, Nuristani, Pastún, Sadat, Tayikos y turkomanos) y cultural existente. Hay una increíble complejidad de clanes y tribus con lenguas de origen iranio como el Dari y el Pastun, el Pashayi y el Nuristani, además de otros 40 idiomas menores y 200 dialectos. Pero para Occidente no son más que estúpidas lenguas muertas condenadas a desaparecer aplastadas por la globalización. La era digital iba a destruir por completo la teocracia supersticiosa y redimirlos de la esclavitud medieval. Había que convertir a Afganistán a la fuerza en un país al estilo occidental con partidos políticos e instituciones propias de una democracia representativa. Se utilizó la propaganda emitida a través de los medios de comunicación para sublimar las bondades del occidente capitalista, única esperanza de bienestar y prosperidad y también para propagar la islamofobia. La macdonalización de la sociedad es clave para integrarla en occidente civilizado. Que cambien el pakul, turbantes y chapanes por el traje y corbata y las mujeres que se liberen del burka y el chador.
Había que convertir a Afganistán a la fuerza en un país al estilo occidental con partidos políticos e instituciones propias de una democracia representativa.
Los ocupantes, siempre tan cargados de prejuicios racistas, se sentían unos seres superiores poseedores de la verdad y por eso los despreciaron, los minusvaloraron por ignorantes y primitivos. No conocían su alma ni su espíritu, no podían hablar directamente con los nativos sino por intermedio de los intérpretes y traductores.
¿Qué podían enseñarles esas razas inferiores que se han quedado ancladas en la edad media? Pero olvidaron que esa no era su tierra, y que ellos eran unos invasores que tan solo despertaban el odio y el irreprimible rechazo de los pobladores.
Los extranjeros vivían en guetos bunquerizados como el de Bibi Mahru protegido por muros y alambradas y un servicio de seguridad las 24 horas del día. Allí estaban completamente aislados de la población civil porque no se podía confiar en nada y ni en nadie. En esos oasis a los que se accedía a través de los check point habían construido sus centros comerciales, restaurantes, pub, discotecas, licorera, sex shop y burdeles. Bien consentidos por los proxenetas internacionales, les llevaban prostitutas de Abu Dhabi o Dubái para que el ejército liberador desfogara los instintos básicos. A los cruzados amantes de la fornicación y el vicio no les faltaba el alcohol, las drogas blandas y las drogas duras para evadirse del cruel confinamiento impuesto por un estado de guerra permanente.
La coalición se había atribuido la misión de liberar a las mujeres encarceladas bajo los burkas y chadores. Un punto clave para convencer a la opinión pública de los países occidentales -tan proclive a las tesis feministas- para que aprobaran la invasión armada como una acción justa y emancipadora.
En Afganistán los señores de la guerra gobiernan a la sombra y cobran tasas e impuestos, trafican con opio y armas y utilizan la técnica del terror para dominar sus territorios. Son miles de milicianos pertenecientes a las distintas etnias que integran sus ejércitos particulares y que históricamente están enfrentados con los talibanes.
La propaganda emitida por los medios de comunicación occidentales logró con gran eficacia criminalizar a los talibanes y estigmatizarlos como “unos seres malignos que merecían ser borrados de la faz de la tierra”. Al fin y al cabo, tan sanguinarios narcos terroristas eran un peligro para la humanidad. Estas fueron las directrices impuestas por Dick Cheney, vicepresidente de los Estados Unidos con George Bush y responsable de la línea dura, es decir, no vale el diálogo o negociación, lo único que vale es bombardear Afganistán e Irak hasta que no quede piedra sobre piedra.
Estos son los principios de los terroristas norteamericanos que durante la II Guerra Mundial lanzaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki causando la muerte al instante a más de 250.000 personas (posteriormente perecieron por los efectos de las radiaciones otras 100.000 personas) y la destrucción parcial o total de las dos ciudades.
De los acuerdos de Paz de París entre los soviéticos y los muyahidines al acuerdo de Doha entre los EE.UU. y los talibanes se vuelve a cumplir la maldición de que Afganistán es “el cementerio de los imperios”. Y ahora humillada y derrotada nada menos y nada más que a manos de unos terroristas que carecían de armamento sofisticado ni tecnología punta para enfrentar al imperio más poderoso de la tierra y los aliados de la OTAN.
Las unidades de la legión española fueron las elegidas para pacificar Afganistán, es decir, esos “novios de la muerte” racistas que reprimen a los clandestinos magrebíes o africanos cuando intentan cruzar la frontera de Ceuta o de Melilla. Las operaciones de los españoles las llevaron a cabo en las provincias de Herat y Badhis por una orden de la OTAN y los EE.UU. Han tenido que integrarse en la fuerza internacional de asistencia para la seguridad en Afganistán. Se dedicaban a repartir ayuda humanitaria, la estabilización y reconstrucción del país, además de entrenar a las fuerzas armadas afganas para que en su día asuman el poder y sepan enfrentar a los islamistas radicales.
El presidente demócrata Jimmy Carter, EE.UU., estuvo de acuerdo en llevar a cabo una astuta maniobra para equipar y armar a la insurgencia afgana. Era una buena idea para confrontar al enemigo soviético cuando la guerra fría estaba en su plena ebullición. Entonces Washington lanza “la operación ciclón”, la mayor operación encubierta en la historia de la CIA para reclutar muyahidines o rebeldes islamistas y así derrocar al gobierno pro soviético de la República Democrática de Afganistán de Babrak Karmal. Era necesario patrocinar una guerrilla anticomunista para frenar la mayor amenaza para la paz desde la Segunda Guerra Mundial. En esta operación, donde se invirtieron 40.000 millones de dólares, se pretendía que la Unión Soviética cayera en la trampa de una guerra como la que Estados Unidos se había visto envuelto años atrás en Vietnam. Este conflicto se alargó por 10 años y dejó más de 600.000 civiles y 110.000 combatientes de ambos bandos muertos, 250.000 heridos y 2.000.000 de desplazados. Afganistán quedó prácticamente en la ruina y a la cola de los países más pobres del mundo. No obstante, su subsuelo es rico en materias primas como minerales estratégicos o tierras raras valoradas aproximadamente en 800.000 millones de dólares. Un botín que ahora se lo disputarán China y Rusia.
En el mes de noviembre de 1987, Reagan recibió en el despacho oval a una delegación de líderes muyahidines encabezados por Muhammad Yunus Khalis, el ideólogo y padre espiritual de los talibanes -en ese entonces miembro del grupo Unión Islámica de Liberación de Afganistán donde también participaba Haqqani, que más tarde fundó la red Haqqani de los talibanes, una feroz fuerza de choque empeñada en expulsar a los EE.UU. y sus secuaces de la OTAN de Afganistán. Reagan saludó con un efusivo “Sois una nación de héroes, Dios los bendiga”. Khalis, conmovido por el buen corazón de su anfitrión, lo animó a convertirse al Islam. Reagan en su discurso sobre el Estado de la Unión en 1986 hizo especial mención de los rebeldes afganos: “No están solos, combatientes de la libertad. Estados Unidos los apoyará”. Y por supuesto que cumplió su palabra, pues la CIA les transfirió armamento de última generación como los lanzamisiles portátiles Stinger que cambiaron el equilibrio de fuerzas en el terreno. A finales de 1988, Mijail Gorvachov ordenó la retirada de las fuerzas soviéticas de Afganistán. “El cementerio de los imperios” se cobraba una nueva víctima. Este fue el preludio de la caída del Muro de Berlín y el hundimiento del bloque socialista. Porque los EE.UU. no iban a permitir que ninguno de sus rivales obtuviera el control del Golfo Pérsico, ruta principal de los buques petroleros que abastecen Occidente.
Con apoyo de Arabia Saudita y Pakistán, en 1996 los talibanes expulsan las tropas del señor de la guerra Massoud, toman el poder y entran en Kabul con el objetivo de instaurar un emirato islámico. Los señores de la guerra dominantes en diversas regiones del país no dan su brazo a torcer y se convierten en sus más encarnizados enemigos.
Inesperadamente en el año 2003, el presidente George Bush dio luz verde a la invasión de Irak. Una coalición multinacional compuesta en su mayoría por países occidentales tenía que neutralizar las armas de destrucción masiva que supuestamente escondía Sadam Hussein -acusado también de prestar auxilio a Al Qaeda. A Irak se le incluyó en el “Eje del Mal” para que no cupiera la menor duda de sus perversas intenciones.
Una de las principales metas del gobierno de Obama fue que los militares se implicaran en el tema del desarrollo y la ayuda humanitaria en Afganistán e Irak. Una estrategia de corazón y mente para reconstruir la confianza entre los nativos víctimas de los daños colaterales de coalición internacional especialmente causados por los bombardeos aéreos.
En los 20 años de ocupación los EE.UU. y la OTAN han contabilizado unas 7.000 bajas, sin contar los mercenarios, espías y contratistas. A todo esto hay que añadirle las 70.000 bajas del ejército afgano y 47.000 civiles. El gasto militar para patrocinar la guerra más larga en que se haya metido EE.UU. supera los 2 billones de dólares. Con la sorpresiva retirada los Estados Unidos y la OTAN regalaron a los talibanes nada menos y nada más que 80.000 millones de dólares en armamento que se desglosa de la siguiente manera: 75.000 vehículos, más de 200 aviones y helicópteros y casi 600.000 armas ligeras. Los invasores desesperadamente huían de sus bases abandonando los aviones, los helicópteros, los tanques y los arsenales armamento ligero y pesado, Un vil acto de cobardía incomprensible que será recordado como uno de los episodios más abyectos de la historia moderna.
Los talibanes, aunque parezca mentira, contaban con un equipo de genios informáticos expertos en la guerra cibernética y la interceptación de las comunicaciones de EE.UU. y sus aliados. Estaban completamente infiltrados en todos los ámbitos de la sociedad y en las fuerzas armadas afganas. Vía WhatsApp, Twitter o Facebook los talibanes mandaban las notificaciones a la población: “Ríndanse, vamos a entrar en la ciudad. Únete a nosotros y vivirás en paz”, todo fue más fácil de lo que parece porque los afganos estaban cansados del latrocinio y la corrupción del gobierno de Ashraf Ghani, un capo del contrabando de opio y de armas que al final huyó hacia Emiratos Árabes Unidos con sus maletas cargadas de dólares y oro. La noche anterior a su fuga le había jurado por Allah al secretario de Estado Antony Blinken que “estaba preparado para luchar hasta la muerte”. 75.000 talibanes recuperaron en dos semanas lo que habían perdido en 20 años. Una guerra de desgaste que supieron ganar gracias a una disciplina espartana y un inquebrantable espíritu de sacrificio. Los talibanes estaban dispuestos a morir como mártires en esta guerra santa mientras los ocupantes occidentales no estaban dispuestos a entregar sus vidas por una tierra que no era suya y por la que no sentían ningún apego. La guerra estaba perdida desde el mismo día que comenzó.
75.000 talibanes recuperaron en dos semanas lo que habían perdido en 20 años. Una guerra de desgaste que supieron ganar gracias a una disciplina espartana y un inquebrantable espíritu de sacrificio
El acuerdo de Doha se firmó en septiembre del 2020 por Mike Pompeo, secretario de Estado del gobierno de Donald Trump y Abdul Ghani Baradar por los talibanes. En éste se fijó un calendario para la retirada definitiva de EE.UU. y sus aliados y así poner fin a 20 años de ocupación. EE.UU. había decidido abandonar una guerra inútil que solo los conduciría a la hecatombe económica. A cambio los talibanes se comprometieron a que su territorio no sería utilizado por grupos terroristas que planearan o llevaran a cabo acciones que amenazaran la seguridad de EE.UU. y sus aliados occidentales. A este acuerdo se le llamó “Traer la Paz a Afganistán”. Pero realmente no fue un acuerdo de paz sino más bien una rendición. Tras la firma, Trump advirtió a los talibanes que “si las cosas van mal, volveremos con una fuerza como nunca antes se ha visto”. Estaba confiado en que el ejército afgano al que se había formado y entrenado tomaría el control de la situación del país una vez que la retirada se hubiera consumado. Les prometieron industrialización, la transferencia de tecnología punta, desarrollo e inversiones, pero lo único que les dejaron fue una siniestra estela de muerte y destrucción. Quedarán impunes las sistemáticas violaciones de los derechos humanos, los crímenes de lesa humanidad, los desparecidos, los torturados los ajusticiados o los confinados en mazmorras. Un espantoso genocidio avalado por el Consejo de Seguridad de la ONU.
El dilema de los ocupantes era cómo poner fin a la ignominiosa ocupación de Afganistán y quién se iba a hacer responsable de esta decisión. Porque después de haber dilapidado un presupuesto multimillonario y sacrificar en vano a miles de vidas de soldados y oficiales cómo explicarle al ciudadano estadounidense tan apocalíptica derrota. Una terrible hecatombe que hiere en lo más profundo su orgullo imperial. Un estrepitoso fracaso difícil de explicar y que intentan minimizar ante los medios de comunicación mundiales con enternecedoras disculpas: “Los estadounidenses no deben morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por sí mismos”. Pero ya estaba escrito que tenían que abandonar ese maldito “cementerio de los imperios”, los ocupantes desde hacía años que sabían la tragedia que acompañaría la derrota y con premeditación y alevosía decidieron ocultarlo. Mintieron y seguirán mintiendo hasta el fin de los días. Es incomprensible que con una infinita ventaja militar, logística y tecnológica satélites, helicópteros, aviones, drones, misiles, carros de combate y movilizando a miles de soldados de la coalición internacional y la OTAN hayan tenido que huir despavoridos.
Increíblemente en menos de una semana todas las capitales afganas habían caído en manos de los talibanes sin presentar resistencia. En todo caso las fuerzas de seguridad afganas desde hacía tiempo estaban infiltradas, había una estructura talibán establecida en Kabul y en otras capitales de provincia lista a dar el golpe definitivo. La mayoría de los oficiales y soldados desertaron, o se rindieron y a cambio de dinero entregaron el armamento que les había transferido EE.UU. y la OTAN. Joe Biden expresó hace unas semanas que “300.000 soldados del Fuerzas Nacionales de Seguridad Afganas están bien equipados para hacer frente a 75.000 talibanes”.
Quizás uno de los episodios más dramáticos de la guerra del Vietnam se desarrolló en la embajada norteamericana en Saigón en el momento de ser evacuada mientras los guerrilleros del Vietcong tomaban las instalaciones de la sede diplomática. Un helicóptero trata de sacar a los últimos marines del edificio y en el momento que remonta vuelo una persona desesperada trata de aferrase al aparato. Expulsados a raíz de la ofensiva del Tet un ataque suicida del Vietcong comunista contra el ejército norteamericano y sus aliados sudvietnamitas.
Escenas similares se repitieron este año 2021 en el aeropuerto en Kabul. El emirato ha triunfado y en su alocada huida los ocupantes comenzaron a destruir documentos comprometedores e inutilizar el equipo militar. Ni siquiera hicieron las maletas y se fueron con lo puesto pues nadie les garantizaba su seguridad.
Se acabaron las raciones de hamburguesas, papas fritas y Coca-Cola y de ahí las escenas de histeria colectiva que se desataron con la huida de los colaboracionistas, mercenarios, los espías, delatores o confidentes que no tuvieron más remedio que buscar a puñetazos un cupo en los aviones de la coalición internacional con destino a “Disneyland”. A esos traidores y apóstatas los talibanes los iban a degollar como corderos. Después de que los usaron como siervos y esclavos los abandonaron a su suerte. Era tal el terror de quedarse en tierra firme que se aferraban al fuselaje de los aviones o se metían dentro del tren de aterrizaje hasta que terminaban aplastados o perecieron al caer al vacío. Un drama humanitario desgarrador que se transmitió en vivo y en directo a través de los medios de comunicación mundiales. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial con la victoria de los aliados sobre los nazis en Francia, por ejemplo, los colaboracionistas fueron perseguidos, linchados, ejecutados o encarcelados. Es algo normal que esto ocurra pues hay una irreprimible sed de venganza contra aquellos miserables culpables del martirio de todo un pueblo.
Los helicópteros norteamericanos que volaban hacia el portaaviones Kirk no solo trasportaban soldados sino también refugiados sudvietnamitas que los tripulantes tiraban al mar ya que ponían en peligro la estabilidad de las aeronaves. Muchos ya están comparando lo acontecido en Afganistán con la retirada del Vietnam el 29 de marzo de 1973. La guerra más traumática de la historia -según la opinión pública norteamericana. A raíz de esa humillante derrota se comenzó a hablar del “síndrome de Vietnam”. Ahora tendremos que acostumbrarnos a hablar del “síndrome de Afganistán” que marca la decadencia hegemónica de EE.UU.
Es un hecho incuestionable que las fuerzas armadas de EE.UU. y de la OTAN tuvieron 20 años para conquistar Afganistán, tuvieron todo el tiempo del mundo y todo el dinero del mundo y no lo lograron. Ni siquiera pudieron estructurar un ejército pro occidental medianamente eficaz con todos los cipayos, mercenarios y colaboracionistas que estaban dispuestos a abrazar la causa de los cruzados. Los cerebros del Pentágono y la CIA creían que las nuevas generaciones consolidarían la mítica democracia redentora asumiendo las riendas del poder. Para eso los adoctrinaron durante años pero al parecer no dieron los frutos deseados. El plan de George Bush de imponer la libertad y el orden para exterminar al terrorismo islamista y el fundamentalismo religioso no se hizo realidad.
Acaso los hipócritas judeocristianos se olvidan que en Occidente la mujeres se compran y se venden y son el objeto del placer, y en muchos casos su destino son las redes de pornografía, la explotación sexual o la trata de blancas. En el mundo Occidental se utiliza la mujer como reclamo publicitario de la sociedad de consumo.
Acaso los hipócritas judeocristianos se olvidan que en Occidente la mujeres se compran y se venden y son el objeto del placer, y en muchos casos su destino son las redes de pornografía, la explotación sexual o la trata de blancas. En el mundo Occidental se utiliza la mujer como reclamo publicitario de la sociedad de consumo
Muchos líderes del Occidente civilizado no son ningún dechado de virtudes: Donald Trump está acusado de violación y abusos sexuales por varias mujeres entre las que se destacan Amy Dorris o Jean Carroll, el hijo de la reina Isabel II, el príncipe Andrés, comandante de la Marina Real Británica, afronta un juicio por pederastia por violar a la menor Virginia Guiffre, a Bill Clinton su amigo íntimo el proxeneta Epstein lo surtía de menores de edad y esclavas sexuales, el rey emérito de España Juan Carlos I se ha revelado como un adúltero, corrupto y vividor, Tony Blair, sobre quien pesan cargos de crímenes de guerra, engañó a su mujer con Wendi Deng, la exmujer del magnate de los medios Murdoch, el presidente de EE.UU. Joe Biden está acusado de agresión sexual por Tara Reade, y quizás lo más terrible es que El Vaticano, la Santa Sede, es un nido de pedófilos y pederastas.
¿Estos ilustres dirigentes y gobernantes respetan los derechos de la mujer? ¿Tienen alguna fuerza ética y moral para criticar a los fundamentalistas talibanes? ¿Hay seguridad para las mujeres en Occidente? En una ciudad de New York los tiroteos, asesinatos y violaciones subieron un 166% este último año 2020. La opinión pública occidental está muy preocupada por lo que pueda suceder a las mujeres afganas que ahora tendrán que soportar las imposiciones de la ley sharía, o sea, aceptar los preceptos coránicos que emanan de la voluntad de los Mullahs. Es obligatorio usar en público el velo integral y alejarse de la vida pública, renunciar al ámbito político y administrativo para dedicarse a las labores domésticas. El patriarcado se niega a aceptar la modernidad por corrupta, pagana y degenerada. A las niñas, adolescentes y mujeres hay que protegerlas de la amenaza de los herejes que quieren pervertirlas y prostituirlas con sus tentaciones demoniacas. Hay mujeres afganas que llevaban una vida al estilo occidental pero ahora se va a iniciar un periodo de puritanismo radical para reeducarlas y se vuelvan las mejores novias de Allah. Así que las que tengan dinero o influencias no le queda más remedio que escapar y exiliarse en algún país occidental.
En España, como fiel miembro de la OTAN, el costo total de los 20 años de guerra ha sido de 4.000 millones de euros y 102 militares muertos. Este “ejército humanitario” que enarbolaba la bandera rojigualda se desvivía por cumplir su misión al mejor estilo de la madre Teresa de Calcuta. Son cómplices de violaciones de derechos humanos y de execrables crímenes de guerra. Se encargaron de formar y entrenar a las Fuerzas Nacionales de Seguridad Afganas para que repriman a sus hermanos. Los mandos de las unidades españolas no tuvieron el más mínimo reparo en “secuestrar legalmente” (adopción) a cientos de niños y niñas afganos de la provincia de Badghis y Herat con el argumento de que “los salvaban del hambre, de miseria y el maltrato de los ”desalmados talibanes“.
A los EE.UU., con sus casi 1.000 bases e instalaciones militares alrededor del mundo, le brindan la infraestructura necesaria para mantener sus guerras imperiales. Además, otros países de la OTAN como Francia y Reino Unido cuentan con otros 200 centros que forman parte de la red global de control militar. El gasto armamentístico de los EE.UU. es de tal magnitud que si no lo recortan los podría conducir a la quiebra. Es por eso que el guerrerista Donald Trump se erigió como el principal defensor de la retirada de las tropas de Irak y Afganistán: ”ha llegado el momento de realizar una conclusión exitosa y responsable y regresar a nuestros valientes soldados a casa“.
La derrota del imperio más poderoso del planeta junto a sus aliados de la OTAN va a traer graves repercusiones no solo en Asia Central, Oriente Medio sino también a nivel global. En principio uno de los más beneficiados será Irán, un país bloqueado y sobre el que pende la amenaza de intervención militar. Por el contrario, la posición de Israel ha salido muy debilitada pues proveía al ejército afgano de armas y tecnología militar.
Esto significa que Israel va a tomar medidas extremas como anexar Cisjordania o aumentar su presencia de colonos porque la caída de Afganistán en manos de los talibanes es una advertencia. El próximo objetivo de los islamistas será liberar Palestina. ”La victoria de los talibán es el preludio de la desaparición de todas las fuerzas de ocupación, la principal de las cuales es el genocidio palestino que lleva a cabo el ejército de Israel“, así se expresó el líder de Hamas, Haniyeh, al comunicarse telefónicamente con el líder talibán Abdul Ghani Baradar.
¿Cuál será el futuro de Afganistán? No queda la menor duda que los imperialistas lo mantendrán bajo un estado de guerra constante, que la criminal agresión no cese y que reine la violencia y la inseguridad. Solo podrá sobrevivir gracias a la ayuda humanitaria trasferida por los organismos de la ONU, de las oenegés, la media luna roja y benefactores asistencialistas. A los talibanes hay que aislarlos completamente del concierto internacional, boicotear su economía. Porque la propaganda occidental divide el mundo entre buenos y malos; los buenos, por supuesto, son los cruzados elegidos por Dios para dominar el mundo. Se aplicarán los manuales terroristas de la CIA y el Mossad, los ataques selectivos con drones contra objetivos del EI o para eliminar a sus líderes talibanes hostiles. Los señores de la guerra seguirán su lucha contra el nuevo régimen patrocinados por Occidente porque hay que sembrar el caos para que el país se consuma en la pobreza, y la miseria, y donde los traficantes de armas, de opio serán los que recojan las infinitas ganancias. Miles de refugiados escapan ya por las fronteras esperanzados en encontrar la tierra prometida. Afganistán se desangra, son décadas de guerra y de aniquilación que lo han convertido en un camposanto.
¿Cuál será el futuro de Afganistán? No queda la menor duda que los imperialistas lo mantendrán bajo un estado de guerra constante, que la criminal agresión no cese y que reine la violencia y la inseguridad
”Quien domine el Asia Central será el amo del mundo“ -eso opinaba Brzezinski, ex consejero de Seguridad Nacional de EE.UU. en 1983. En su libro El gran tablero de ajedrez define las líneas maestras de la política exterior norteamericana que le permitan seguir actuando como único gran árbitro global de las relaciones internacionales. ”La supremacía mundial de los EE.UU. es única tanto por su dimensión como por su naturaleza". Lo más conveniente para EE.UU. es retirarse de Irak y Afganistán y condenar a esos países a una situación de guerra permanente. Sembrar el caos es la clave de la dominación. La guerra es el de la política exterior norteamericana.