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1 de mayo
Ampliar ¿el? sujeto obrero para potenciar la lucha de clases
El primero de mayo de 1886, cientos de miles de trabajadores estadounidenses tomaban las calles para hacer realidad el eslogan “ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio y ocho horas de descanso”. La imagen de ese día de hace casi 150 años nos deja la impronta de obreros varones, blancos, con aspecto acorde al canon de la cisheterosexualidad y dedicados en su mayoría a trabajos manuales. Una estampa que no representaba en su totalidad a la clase trabajadora de entonces, y menos aún a la de hoy, pero que sigue constituyendo un ideal del que nos cuesta salir.
En el curso Las luchas autónomas. Una historia, que organizó Traficantes de Sueños en 2022, las personas asistentes reflexionaban sobre los retos del movimiento obrero. Uno de esos desafíos se identificaba en la idea en el imaginario colectivo de quién es una persona trabajadora: “está demasiado arraigada en un hombre blanco con la cara y ropa manchadas de grasa u hollín”, concluían. Una imagen en la mayoría de los casos desactualizada y demasiado rígida como para que muchas personas se vean apeladas por ella.
Hay quienes se resisten a cambiar este ideal. Los que lo hacen en nombre de la izquierda se agrupan en torno al rojipardismo, y lo tienen muy claro: la culpa de la desidentificación con la etiqueta de ‘persona trabajadora’ no tiene que ver con errores por parte de las organizaciones de clase, sino con los colectivos minorizados. “La izquierda ha abandonado a la clase trabajadora”, dice uno de los líderes de esa corriente política, “para centrarse en las luchas de identidad”. Porque entienden que lo obrero está reñido con lo migrante, lo cuir o lo diska. Ser feminista es una identidad, pero obrero, por lo visto, no.
Según señala José Félix Tezanos en “Los impactos sociales de la revolución tecnológica” (Los impactos sociales de la revolución científico-tecnológica. Noveno foro de tendencias sociales, 2007), solo el 10 % de la población española se definía principalmente por su clase social en 1995. Ese pasado de abundante conciencia de clase que añoran los voceros del rojipardismo, por lo tanto, probablemente nunca existió. Con los años, ha bajado ese porcentaje de la población que primero es trabajadora y luego lo demás. Pero ¿esto es un problema? ¿Debemos establecer una jerarquía entre nuestras identidades? ¿No se pueden conjugar? Hace un flaco favor a la lucha de clases exigir que el denominador de una persona sea trabajadora y punto, en vez de aceptar que esa condición va unida indisociablemente a otras.
Y es que la clase obrera es más que un hombre blanco realizando trabajo manual: es la cuidadora del hogar en situación irregular que no tiene derecho a prestaciones sociales, la trabajadora sexual acosada por la policía o la artista que se pregunta si al año siguiente conseguirá otra residencia que le permitirá subsistir un trecho más. Es también la superviviente de la psiquiatría a quien obligan a medicarse para ser útil a un sistema productivista.
Incluir dentro de lo obrero todas estas miradas de otras disidencias no es caridad. Las proclamas que se lanzan desde los movimientos sociales nos permiten comprender mejor todos los ámbitos en los que opera el sistema, revelando así sus armas y sus debilidades. Aunar lo obrero y lo feminista ha hecho posible que comprendamos que la máxima “ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio y ocho horas de descanso” es irrealizable por no tener en cuenta el trabajo reproductivo. Asimismo, lo diska expone cómo el capitalismo estigmatiza a quienes no pueden seguir su ritmo, y lo loco nos enseña que el sistema tiene su brazo armado en la ley, pero también en la psiquiatría. Por su parte, lo anticolonial explica que el neoliberalismo solo se sostiene por las condiciones de miseria de la mayor parte de la población mundial.
Si rompemos con la idea de que solo es persona trabajadora ese hombre de hace cien años podemos ampliar el (¿los, las, les?) sujeto obrero y conseguir que muchas más personas se sientan apeladas y se reconozcan en las reivindicaciones basadas en la clase. Debemos entender que a esta opresión se le suman otras que, interconectadas, generan experiencias particulares. Desde ahí, toca construir un sindicalismo feminista e interseccional: un movimiento que aglutine todas las problemáticas de la clase obrera con sus especificidades, que organice a todas las personas desposeídas para ser capaces de plantar nuestro mundo frente a su sistema.