We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
La terraza donde estábamos tomando un zumo (Claudia de lima con hierbabuena y yo de naranja) era de esas que están en una acera lo suficientemente estrecha como para estorbar a la gente que pasa caminando. Por eso, por ser estrecha, los contenedores de residuos estaban cerca. Lo vi acercarse como quien trata de encontrar un punto de equilibrio después de que una ola te haya revolcado. Flaco. Triste. Desordenado. Todavía en edad de estar en la educación secundaria obligatoria. Trataba de meter las bolsas de los envases para reciclar de nuevo en el contenedor amarillo. Alguien que no era él las había sacado. Intentaba volver a introducirlas por un agujero por el que cualquier persona. No flaca. No triste. No desordenada. Habría podido hacerlo sin ningún problema. Por cada fallo aumentaba su enfado, como no entendiendo un mundo donde los contenedores se hacen con orificios tan pequeños. Después de un rato y un montón de intentos fallidos, se marchó.
Entonces Claudia me contó que su jefa, en servicios sociales, le había dicho esa misma mañana que si las usuarias del servicio no hacían lo que ella les pedía, tenía que chantajearlas con la comida. Con no dársela. La comida. “Si no les amenazas con quitarles algo que les importa, algunas mujeres no te van a hacer ni caso y, al final, todo es peor para sus hijos”. Y ella, sin tratar de guardar su rabia en ningún lugar, le había dicho: “Con el hambre no se negocia. Nunca”.
Claudia sacó esa frase de una tarde amarilla en el comedor social donde participaba. El gobierno había pedido un listado de las niñas y niños que acudían. Sin listado no recibían donaciones de comida. Esa era la regla impuesta por quienes deciden cuál es la manera de calmar el hambre. Pero las madres, porque a veces la precariedad aprieta por demasiados lados, no aparecían para decir los nombres y apellidos completos y el tiempo para enviar el listado se acababa. Entonces Claudia dijo: “No cuesta tanto venir hasta aquí, al final son sus hijos los que se van a quedar sin comida porque ellas no hacen el esfuerzo de acercarse”. Y, entonces, Mariela le explicó: “No juzgues el hambre de nadie. Si no has pasado hambre no sabes en qué partes del cuerpo se queda agarrada esa sensación de vacío, de vértigo, de indignidad. Si lo hubieras vivido quizás entenderías. Con el hambre no se negocia. Nunca”.
La línea que te coloca del otro lado es fina. Del lado de criticar a las madres y no a quien pide los listados para que las niñas y niños tengan derecho a un plato de comida. Del lado de criticar a las mujeres y no a quien decide que el derecho a la dignidad haya que peleárselo pidiendo ayudas en servicios sociales. Del lado de no entender que hay personas que no consiguen meter las bolsas de basura por el agujero estipulado.