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Ecologismo
“Cambiar de forma, pero no de manos”
Los medios amanecen con titulares negativos. “España entrará en recesión en el primer trimestre de 2023”, “El cambio climático deja más muertes en España que en el resto de países europeos”, “Muchos de los glaciares desaparecerán a mitad de siglo, incluso si se frena el impacto climático”, “20 años del Prestige”...
En mi cabeza retumba el grito de “Chapapote nunca máis!”. Yo tenía cuatro años cuando pasó, el 13 de noviembre de 2002. Recuerdo a los profesores en el cole explicándonos lo que ocurría con palabras adaptadas. Los niños teníamos que entender que los coches funcionaban porque miles de cargueros cruzaban océanos transportando “chapapote”. En los museos dibujos de cómo la mancha se adhería a la superficie del mar y afectaba a la fauna, que no podía salir a respirar. Luchaban por conseguir atravesar el chicle, y cuanto más lo hacían, más se resistía a dejarlos escapar. Las pegatinas de la bandera gallega en negro por todas partes: coches, puertas, ventanas, mochilas, carteras... NUNCA MÁIS.
Recuerdo también en las noticias los animales rebozados en crudo con dificultades para abrir los ojos. Muchas lágrimas. Mucho trabajo perdido también. Las costas gallegas como las del sexto continente repletas de lo que parecían pingüinos en peregrinación. En los balcones, los trajes de fondo blanco con manchas oscuras, amarronadas y alargadas —óleo sobre lienzo— y las botas que hasta el momento habían servido para faenar, al lado, secándose. Manifestaciones, silbidos, cucharas y cacerolas. Silencio.
Supongo que fue en este momento cuando tomé conciencia de lo que significaba “la huella del hombre”, en todos sus sentidos. Hoy, casi 20 años después, no se escuchan ya gritos ni silbatos de este lado del océano. Estamos en plena transición “ecológica”. ¿El motivo para llevarla a cabo? La guerra de Ucrania. El accidente del Prestige no ha sido el único desastre medioambiental que ha provocado el crudo. 20 Minutos recogió una lista de 130 desastres únicamente entre 1960 y 2010. De los supuestos accidentes anuales, solo un 10% son originados por vertidos de buques y después de cada uno, silencio. Entre los figurantes de la lista se encuentra la explosión e incendio de la plataforma petrolífera de DeepWater Horizon —de la multinacional British Petroleum— en el caribe mexicano en 2010, con un vertido de 779.000 toneladas de crudo. Haciendo un símil, la cantidad se correspondería con 4.328 ballenas azules o lo que es lo mismo, con 16.934 tanques de guerra T72-M1, como los usados en el conflicto ucraniano. Más de la cifra total de vehículos blindados sobre el terreno en julio de este año.
Otro accidente del que seguramente nos acordemos en España fue el que tuvo lugar a finales del año pasado en Perú. Un buque italiano tuvo una fuga mientras descargaba bidones en la refinería de Repsol en La Pampilla. El vertido se estima igual a 11.900 barriles, que no alcanza ni por asomo el de México, pero fue lo suficientemente importante como para cerrar 26 playas de las regiones de Callao y Lima y dañar varias zonas protegidas del litoral del Océano Pacífico del país.
Al otro lado, en Australia, en 2009, se produjo una fuga de la plataforma West Atlas en el Mar de Timor durante la perforación y un año más tarde, un carguero encallaba contra la Gran Barrera de Coral. Hace tan solo dos años, el vertido procedente de un barco transportador de crudo destruía las costas en Isla Mauricio y unos meses antes, en junio de 2020, Putin declaraba el estado de emergencia en Rusia por un vertido de 20.000 toneladas de diésel a un río del Mar Báltico donde trabaja una subsidiaria de la empresa Norilsk Nickel. Otros ejemplos son Shell en el Delta del Níger, o BP nuevamente en el Golfo de México, etc, etc, etc... Y esto únicamente a lo largo de la última década.
Asociaciones activistas y ONG ecologistas han denunciado la falta de medidas de seguridad en la industria petrolífera como la falta de buques de doble casco —se estima que solo un tercio del total de transportadores lo tienen—, o en las plataformas, con barreras de contención insuficientes, así como poca eficacia en las medidas preventivas de accidentes. La mayor parte de estas empresas, grandes multinacionales de la industria de los combustibles fósiles, pagan cuantías desorbitadas a las zonas afectadas tras llegar a acuerdos con las poblaciones o países afectados —con o a falta de juicio— para indemnizar a los afectados, entre ellos pescadores que ya no pueden realizar su trabajo. Algo que, como gallega, suena especialmente familiar.
Ya nada de esto importa. Todos estos desastres y accidentes, descuidos o negligencias, se quedan en el pasado a pesar de que en las rocas siga habiendo manchas. Estamos ante un nuevo horizonte, una nueva frontera “verde”, que es el color de moda que le ha gustado hasta a McDonald´s. Una frontera de cambio. Por detrás de los eslóganes, la Unión Europea se apresura a encontrar nuevos métodos de energía, y sobre todo a financiarlos, reuniones entre líderes primero, hechas titulares esperanzadores después. Se nos acaba el tiempo mientras se hunde el barco. Creo que nuestro deber como ciudadanos no está exento de exigir que lo que se haga, se haga bien. ¿Es la forma en la que se construyen las centrales eólicas realmente menos dañina para el ecosistema? Si tenemos que seguir destruyendo para implementar nuevas soluciones, la ecuación no es correcta. Existe un continente de residuos de plástico.
Durante algunas noches madrileñas y desde hace poco, aparece en el cielo un cinturón de “estrellas” que se desplazan a la vez, como parte de un guion de Star Wars o Star Treck, cortesía de Elon Musk. La destrucción irreversible que ha supuesto cada vertido, accidente, industria, gobierno, coche, ordenador, ropa, mesa, silla, teléfono... no se puede pagar, esto no es nuevo, pero exigir ser consecuente a largo plazo es posible. Lo mismo pasa con enseñar la importancia de cada ser vivo en la naturaleza, aunque no es fácil si se tiene en cuenta lo aislados que vivimos de ella, y es sabido que el ser humano tiende a negar la existencia de lo que no le rodea en el día a día, o al menos, a ignorarlo. En definitiva, sin recordar lo que ha significado el último siglo en cuanto la manera de actuar, de nada nos servirá cambiar de forma, pero no de manos.