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Sistémico Madrid
Ni rastro de los March
Recorran el barrio de Salamanca en busca de zonas verdes y no la encontrarán más grande y frondosa que el jardín que la familia March posee en Ortega y Gasset, 28. Toda la manzana es suya y de sus dos pilares corporativos: su banco y su fundación. Yo estoy a la vuelta de la esquina, en el número 70 de Núñez de Balboa, delante de la pequeña puerta de las oficinas del banco ─perdón, la banca─ frente a un Porsche 944 blanco y a una verja de hierro negra con puntas de flecha doradas, pensando que ya va para 15 años que no se publica una foto Carlos (1945) y Juan March Delgado (1940). Que el año de la última entrevista que se recuerda de un March aún se imprimía El Alcázar.Imaginando que podrían estar muertos y nadie lo sabría. Que podrían llevar años disecados en el mausoleo familiar de Son Valentí, en Palma, y nada cambiaría. Porque los March están aquí desde hace ya una eternidad y estarán aquí hasta la eternidad. Ellos y su abuelo. Ellos y sus nietos. Tejiendo el tapiz del capitalismo.
En 1933, el periodista gallego Manuel D. Benavides juzgó que ya tenía material suficiente para escribir la biografía de Juan March Ordinas (1880-1962). Después vendría su participación en el golpe de Estado de 1936, su apoyo económico al ejército de Franco, los sobornos a los generales golpistas tras la guerra para que no se unieran a Hitler, el auge de su carrera como banquero y su fatal accidente de coche. Pero, para entonces, Benavides ya tenía documentadas y guionizadas sus andanzas mafiosas en el sur de Mallorca, cómo trenzó su red de contrabandistas de tabaco desde su fábrica en Orán, el asesinato de su socio en el negocio, su doble juego durante la Gran Guerra, sus primeros pinitos en las finanzas, su turbio salto a la Barcelona de Lerroux y, finalmente, su huida de la cárcel a París aquel ingenuo año de 1933 y su regreso triunfal a Madrid como diputado de la II República.
Hay un oficio en eso de ocultar y los March lo traen de serie desde que el primero de la saga enterró su primer botín al sur de la isla de Mallorca
Al igual que hicieron los jerarcas de los grandes almacenes con Biografía de El Corte Inglés, de Javier Cuartas, Juan March se afanó en eliminar de la faz de la tierra hasta el último ejemplar de aquella obra que Benavides bautizó como El último pirata del Mediterráneo, y lo consiguió casi por completo entre 1938 y 2017, cuando fue reeditada por la editorial Espuela de Plata.
Pero, ¿qué les hace diferentes hoy del resto de ricos patrios? ¿No es Amancio Ortega el más discreto y el más adinerado? La habilidad de los March ─los varones de la familia, por cierto─ es llegar hasta la última costura del sistema. Lo hacen a través de la Corporación Financiera Alba y sus inversiones en la Bolsa. De los miles de clientes de banca privada a los que mueven su dinero. De su magna fundación cultural. De las decenas de miles de hectáreas que solo pisan ellos. Y de los consejos de administración de sus sociedades, donde cobijan a miembros de las familias ricas que se reparten la economía.
Hay un oficio en eso de ocultar y los March lo traen de serie desde que el primero de la saga enterró su primer botín al sur de la isla de Mallorca. La Banca March suma activos de 16.500 millones, pero es imposible conocer qué parte de ellos pertenecen a la propia fortuna de la familia o en qué país del globo están alojadas sus sociedades de control.
Parece que Leño formuló en “El Oportunista” el principio activo de los March: “Ha llegado el descontrol, hay que aprovecharse / Mete uno y saca diez, de puta madre”. Junto al Porsche blanco hay un contenedor de obra casi lleno, hay maderas carcomidas, plástico y podas de árboles. Ni rastro de los March.