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Editorial
Cuestión de mierda
El problema está sobre la mesa. Las decenas de asociaciones vecinales que se han levantado contra los impactos de la ganadería industrial, en auge en los últimos años, llevan un lustro poniendo el grito en el cielo para que se tomen cartas en el asunto. Aunque a nivel local muchas lo han conseguido, retorciendo la legalidad municipal como han podido para hacer frente a grandes industrias con demasiadas conexiones políticas y no pocos millones de euros, ha sido una polémica entrevista la que ha hecho saltar la problemática a un nuevo plano. Seguramente no estaba en los planes del aluvión inicial de ataques contra Alberto Garzón por sus palabras en The Guardian en contra de las macrogranjas, pero la realidad es tozuda. El debate, le pese a quien le pese, ha llegado para quedarse.
Da igual el constante intento de la patronal agraria y la derecha de tergiversar los términos y fabricar una verdad que se aleja de la realidad. Da igual el interesado intento de unir el modelo de las macrogranjas al objetivo de salvar de la miseria la España vaciada. Sí, las macrogranjas existen, por mucho que Pablo Casado haga ruedas de prensa rodeado de idílicos prados con animales pastando en unas condiciones que están a años luz de lo que es una granja industrial.
Urge intervenir. La España vaciada exige un marco regulatorio que ponga orden en el descontrol actual que deja a los pueblos a merced de las grandes cárnicas
Las fuerzas más conservadoras defienden un tipo de instalaciones que son mucho menos agradables a la vista y mucho más distópicas: explotaciones gestionadas mediante un sistema de producción integrada donde a menudo el ganadero es un simple engordador, que no controla la producción y al que le traen animales, personal, alimento y servicios veterinarios, como si de un McDonalds rural se tratase. Establecimientos en modo franquicia que no crean trabajo y que afectan no solo a la calidad de vida en los pueblos arruinando algo tan básico como que el agua del grifo sea potable o que el aire no huela a mierda, literalmente; también acaban con otras posibilidades económicas para zonas poco pobladas, véase el turismo o explotaciones ganaderas extensivas mucho más amigas de la sostenibilidad y la vida.
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El problema es que esas fábricas —porque quienes luchan contra este modelo exigen que a las cosas se les llame por su nombre y que deje de tratarse como granja lo que se ha convertido en una instalación industrial— producen impactos. Impactos en forma de purines, una mezcla de heces, orín, aguas de lavado y otras sustancias que acaban en los campos rurales. Una mezcla hoy letal que ha contaminado, junto a los fertilizantes y productos de la agricultura intensiva, no menos de un 22% de las masas de agua bajo los suelos del rural español que tanto dicen defender la patronal y la derecha. Lo dicen los datos del Ministerio de Agricultura cuyo titular atacó las palabras que dieron lugar a este debate nacional. Impactos en forma de pueblos que ven alterado su precario equilibrio para uso y beneficio de la industria cárnica, no del rural.
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Polémica cárnica La huella territorial de la industria cárnica española
Urge intervenir. La España vaciada exige un marco regulatorio que ponga orden en el descontrol actual que deja a los pueblos a merced de las grandes cárnicas. La mierda les come y tienen un futuro en el que pensar. No se creó un Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico para que solo quedase bonito el nombre.