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Revolución rusa
Esperanza y desengaños: la leyenda negra del comunismo
Varios autores procedentes del comunismo se encargaron de hacer una enmienda a la totalidad de un movimiento que consiguió reinventarse lejos de la ortodoxia soviética.
profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español
La historia de las disidencias y deformaciones del proceso revolucionario son tan antiguas como el proceso mismo. Octubre desató esperanzas que, al verse frustradas, generaron profundos desengaños. La Internacional Comunista enalteció la figura del kominteriano, el revolucionario profesional con dotes acreditadas para organizar las secciones nacionales del Ejército mundial de proletariado. No se moviliza tal cantidad de capital simbólico y energía revolucionaria sin calibrar el coste de su malversación. Fueron kominterianos los futuros héroes de la resistencia y los burócratas del bloque socialista, pero también, en expresión de Isaac Deutscher, los herejes y los renegados, los que se pasaron a las filas contrarias llevando “sobre sí pedazos y andrajos del antiguo uniforme, complementados con los más fantásticos y sorprendentes trapos nuevos”.
Mediante un deslizamiento semántico, la discrepancia se convirtió durante el estalinismo en disidencia y esta, en último término, en oposición criminal
La primera hornada de críticos fue servida por la frustración derivada del Termidor estaliniano. El italiano Amadeo Bordiga, el francés de origen ruso Boris Souvarine o el belga Victor Serge acometieron desde distintas posiciones a la izquierda de la izquierda la deriva autoritaria de Stalin. Franz Borkenau o Arthur Koestler, miembros del Partido Comunista Alemán, contribuyeron a la denominada literatura del desengaño con El reñidero español (1937) y World Communism; Koestler, autor de un Spanish Testament (1937), giró hacia el anticomunismo en El cero y el infinito (1942) y narró su revelador viaje a la URSS en el tercer volumen de su autobiografía, Euforia y utopía. El croata Ante Ciliga, adherido al trotskismo y deportado a Siberia, relató su experiencia en Au pays du grand mensonge (“En el país de la gran mentira”); el peruano Eudocio Ravines, impulsor del Frente Popular de Chile, rompió con el estalinismo tras el pacto Molotov-Ribbentrop y publicó La gran estafa en 1953. Jan Valtin, joven espartaquista infiltrado en la Gestapo, publicó en 1941 Sans patrie ni frontières, autobiografía que se convirtió, paradójicamente, en un auténtico manual de formación en técnicas de clandestinidad.
La glaciación estaliniana no se limitó a la centralización del poder en la cúspide del partido y el sistema, cada vez más confundidos entre sí. Desde finales de los años 20, procedió a la liquidación de la discusión orgánica —precedida de la supresión de la pluralidad en el resto del campo revolucionario— de la dirección colegiada y de las corrientes internas. Mediante un deslizamiento semántico, la discrepancia se convirtió en disidencia y esta, en último término, en oposición criminal. En el contexto de la consolidación de una nueva élite dirigente, la erradicación de posiciones divergentes se tradujo en persecución y eliminación física de los sospechosos de apoyarlas.
Si la épica de la lucha y la derrota de la República española y la medrosa reacción de las democracias frente al expansionismo nazi sostuvieron durante un tiempo algunos ánimos declinantes, el pacto germano-soviético de agosto de 1939 tuvo efectos devastadores. No pocos viajeros del tren de la Historia decidieron bajarse de él, hastiados de sus bandazos. Otros, los que sintieron reavivarse el fuego del entusiasmo revolucionario en las trincheras del Jarama, Brunete o el Ebro —Berzin, Goriev, Antonov Ovseenko, Koltsov— fueron purgados a su retorno a la URSS. Los incombustibles, como el futuro jefe de la Orquesta Roja, Leopold Trepper, procuraron confortarse con el argumento emoliente de la “guerra interimperialista” con el que Stalin sofocó las náuseas del movimiento comunista internacional. Solo desde el 22 de junio de 1941, el color volvió a los rostros de quienes recuperaron el orgullo de participar en la guerra del lado correcto. La victoria sobre el fascismo llevó al cénit el prestigio de una URSS que reclamaba de nuevo el carácter de centro del movimiento comunista internacional.
El mundo bipolar de la posguerra mundial abrió una nueva dinámica de confrontación. Durante los años 50 y 60, una industria editorial sufragada por el Congreso para la Libertad de la Cultura y sostenida con fondos de la CIA sirvió de nutriente para los guerreros de la Guerra Fría. Se puso de moda un tipo de relato basado en el protocolo de la confesión, el testimonio de quienes, habiendo estado de parte del Mal y visto la luz, proclamaban su afán de contrición. Fue la época de los Yo, fulano de tal… que habían inaugurado las memorias de Walter Krivitsky: Yo, jefe del servicio militar soviético. En la lista encontramos a Ettore Vanni, pedagogo y antiguo director del diario comunista Verdad, autor de Yo, comunista en Rusia; Benjamin Gitlow, exdirigente del PC de los Estados Unidos; Louis Fischer, periodista; o un antiguo compañero de Toglliatti y Gramsci, Ignazio Silone, contribuyente a la obra colectiva de Richard Crossman, Le Dieu des ténèbres, Paris (1950). En España, uno de los fundadores del Quinto Regimiento y miembro del Comité Central del PCE, Enrique Castro Delgado, escribió Mi fe se perdió en Moscú y Hombres made in Moscú. Demoledor por su patetismo fue el caso de Margarete Buber-Neumann, cuñada del mítico agitador Willy Münzemberg, cuya oscura muerte en Francia en 1939 fue objeto de versiones controvertidas, y compañera del dirigente alemán Heinz Neumann, detenido y ejecutado en la Gran Purga de 1937 mientras se encontraba exiliado en Moscú. Margarete pasó por un campo de trabajo soviético y fue entregada a los nazis en el puente de Brest Litovsk en virtud del pacto germano-soviético. Sus recuerdos quedaron recogidos en los libros Historia de la Komintern. La revolución mundial (1975) y Prisionera de Stalin y Hitler.
En ámbitos extraeuropeos, las adaptaciones del dogma a contextos preindustriales y políticas voluntaristas de superación de fases del desarrollo material condujeron a las aberraciones del maoísmo —el gran salto adelante, la Revolución Cultural— e interpretaciones monstruosas —el régimen jemer en Kampuchea— o paródicas —la monarquía de facto juche de Corea del Norte—. En el mundo occidental, el canon de la academia soviética, tan fosilizado como la gerontocracia que lo custodiaba, palideció frente a las corrientes renovadoras del marxismo —Hobsbawm, E. P. Thompson y Cristopher Hill, en historiografía; Theodor Adorno o Althusser en filosofía; Poulantzas o Rudolf Bahro en politología— pero eso no impidió que su matriz de hierro prevaleciera allí donde el sistema estaba reclamando a gritos una profunda reforma, sobre los movimientos de renovación teórica. Con letales consecuencias.