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Foto promocional de 'La mosca' (David Cronenberg, 1986).

Literatura
Qué (no) puede un cuerpo

Algunas novedades editoriales y tendencias audiovisuales sugieren retornos de modos de entender lo inhumano que fueron característicos de la neoliberal década de los 80.

En cierto momento de La mosca (David Cronenberg, 1986), Seth Brundle, protagonista del film, responde a una pregunta sobre su fuerza física en un diálogo parcialmente intraducible:

–¿Eres culturista [bodybuilder] o algo así?

–Sí, construyo cuerpos [I build bodies]. Los hago pedazos y luego los vuelvo a montar.

Un lustro de políticas de Reagan da contexto a la broma de Cronenberg. El culturismo (hoy bodybuilding), imagen del culto al self-made, a la hipermasculinidad y a la fuerza, contrastaba con su propia concepción del cuerpo como simulacro o “máquina célibe”, que no reproduce, que no alcanza ninguna plenitud, que solo está ahí para movilizar el deseo. Su reverso más memorable en la cultura popular fue, apropiadamente, el body horror. En él la célebre pregunta de Spinoza pasó a concretarse en el caso humano e invertirse: qué (no) puede un cuerpo. Cineastas como John Carpenter, David Lynch, Clive Barker, Brian Yuzna, Shinya Tsukamoto y el mismo Cronenberg, y autores de cómic como Alan Moore, Dave McKean, Charles Burns y Katsuhiro Otomo, entre otros, construyeron imaginarios de la deformidad donde iban a prolapsar las fantasías del darwinismo ultraliberal de la década de los 80.

No es casual que la cuestión del género protagonice el retorno del 'body horror', teniendo en cuenta que es la forma de la transgresión del siglo XXI

Con la nueva ola reaccionaria, se impone una sensación de déjà vu. El músculo vuelve a inflarse y las redes se llenan de predicadores de gimnasio “a lo Llados”, con la salvedad del lustre perdido: la estética publicitaria y de videoclip ya no puede hacerse cargo de una precarización que ahora tiene altavoz. En el cine resurge también el horror corporal, esta vez incluyendo el enfoque feminista, con Rabid (Jen & Sylvia Soska, 2019), Aniquilación (Alex Garland, 2019), Titane (Julia Ducournau, 2021), Crímenes del futuro (David Cronenberg, 2022), La sustancia (Coralie Fargeat, 2024) o la anunciada Together (Michael Shanks, 2025). No es casual, por cierto, que la cuestión del género protagonice este retorno (en literatura destacan María Fernanda Ampuero y Julia Armfield), teniendo en cuenta que es la forma de la transgresión del siglo XXI; en otras palabras, lo que separa del retorno al tradicionalismo que se postula desde los poderes políticos en auge.

Ambos fenómenos, bodybuilding y body horror, se preguntan sobre las formas en que el cuerpo humano puede ser excedido: su “más allá” y su “más acá”. Dos libros de reciente aparición, El superhéroe de las mil caras (Errata Naturae, 2025) y Teoría black metal (Holobionte, 2025), pivotan de forma muy precisa en esta dualidad. Ya sus portadas son elocuentes al respecto: en una un contraluz de Batman, en otra el mineral bruto del metal estallado, figuras negras cuyo recorte expresa una potencia (viril y contenida, o extraña y contingente) y una ausencia. La fórmula autoral elegida en cada caso es también una declaración de intenciones: un solo autor, el crítico cultural Enric Ros, en el primero, y una extensa nómina coordinada por Oriol Rosell y Federico Fernández Giordano en el segundo.

Ros expresa ya en el prólogo de su obra el propósito de un recorrido personal y abierto, no restringido a los corpus y metodologías habituales en la academia. Cierto que la lectura de El superhéroe de las mil caras no deja nunca de lado un orden de taller o ensayo, cámara de eco que favorece la riqueza de las conexiones, si bien esta libertad descansa en temas que relacionan al superhéroe con al menos tres tradiciones teóricas sólidas: mitocrítica, psicoanálisis, política. El libro llega, sin duda, en un momento interesante, con un mundo protagonizado por buenos que se jactan de su bondad y malos que se jactan de su maldad (buenistas y malistas, se llaman mutuamente). Pero, cabe recordar, hace bien poco el heroísmo televisivo vivía en la tortura de las elecciones imposibles. El intervalo de 20 años entre el comienzo de Los Soprano y el final de Juego de tronos (1999-2019) fue la constatación de una crisis posmoderna de los consensos que alcanzaba tanto a los héroes (Jack Bauer, Gregory House, Dexter Morgan), inclinados a lo terrible con tal de hacer de sus actos una fuerza positiva, como a los villanos (Tony Soprano, Walter White, Jaime Lannister), caracterizados por una alquimia de defecto y dignidad con la que no era difícil empatizar.

En ocasiones la trascendencia que se le supone al superhéroe puede ser difícil de distinguir de la monstruosidad

Había, claro, mucho de formateo neocon de lo heroico: nada como la excepcionalidad para legitimar cualquier decisión, por escabrosa y antipopular que fuera, como demostró la política exterior estadounidense de aquellos años post-11S. Los villanos, en cambio, presentaban un tono más bien neoliberal: al contrario que en los héroes, era la falta de restricción lo que hacía admisibles y hasta simpáticos sus desmanes. Ros, buen conocedor de este contexto, prefiere superar ese límite de la “doble cara” para tomar la vía, más fértil, del arquetipo olvidado en el camino de los simulacros. Por ello, su obra no tiene nada de observación acrítica y nostálgica de un tipo de superhéroe ya extinto, del cual se evidencian en el libro tanto su dimensión propagandística como las explotaciones y abusos laborales comprendidos en su producción. La propuesta del ensayista es una muy diferente: un rastreo de los vestigios que alguna vez han hecho del superhéroe una función crítica.

Ciertamente, hay un vínculo entre el superheroísmo y el bodybuilding: mallas ceñidas, cuerpos esculturales, constante implicación de la fuerza física. Es algo que suele darse por sentado; pero, hacia el ecuador de El superhéroe de las mil caras, este vínculo encuentra un límite en la relación que Ros detecta entre el superhéroe y el monstruo. El autor observa al superhéroe como la materialización de una fantasía juvenil de poder y al monstruo como su reverso en un momento vital, el de la adolescencia, en el que el sujeto no es ni una cosa ni otra. Es en ese doble vector contradictorio, con Hulk y La Cosa encarnando distintas asunciones del angst existencial, donde el superhéroe revela su anormalidad y su potencia de fuga; algo paradójico, teniendo en cuenta que su función reside más bien en asegurar la permanencia de un statu quo.

A propósito del binomio superheroico/monstruoso, cabe recordar que, a mediados de la década de los 90, unos cuantos jóvenes dibujantes de Marvel, con Rob Liefeld como superestrella del momento, llegaron a poner de moda la ilustración de cuerpos hiperhormonados hasta el colapso de la perspectiva. Vista hoy, aquella apuesta puede resultar extravagante, pero entonces creó escuela. El más allá de lo humano se revelaba no solo en las composiciones extáticas y las anatomías sin mesura, sino también en el recurso a la ultraviolencia y en las conductas sociopáticas. Un ejemplo de que en ocasiones la trascendencia que se le supone al superhéroe puede ser difícil de distinguir de la monstruosidad; y de que el ideal clásico del mens sana in corpore sano tiene poca garantía cuando se precipita en los abismos del poder y el simulacro. Con distintos niveles de exigencia intelectual, se viene diciendo lo mismo desde Watchmen hasta The boys: lo superhumano conlleva necesariamente lo inhumano.

Paradójicamente, la teoría que se ejerce desde la muerte absoluta de lo humano parece estar más viva que la burocratizada ortodoxia en que ha devenido la investigación académica

En Teoría black metal se analiza con precisión esta vía negativa. Rodeado de suicidios, asesinatos y quemas de iglesias, el black metal trajo consigo a finales de la década de los 80 un sonido y una actitud cuya recuperación parece hoy muy a propósito. A partir de la referencia del simposio Hideous Gnosis, celebrado en Brooklyn en 2009, un desfile autoral ofrece aquí, desde la paraacademia o desde las propias entrañas de la escena musical, la panorámica de una teoría no sobre, sino desde el black metal. La diferencia no es menor, y plantea la posibilidad de una teoría performativa que haga indistinguible el sujeto observador del objeto observado; algo que la actual universidad zombi podría mirar con el mismo horror con que contemplaría a una criatura de Lovecraft, incapaz de distinguir en ella criterios metodológicos que asignen sus resultados a un cuartil y por tanto a la posición en un ranking. Paradójicamente, la teoría que se ejerce desde la muerte absoluta de lo humano parece estar más viva que la burocratizada ortodoxia en que ha devenido la investigación académica.

Esta capacidad para eludir la clasificación queda bien establecida en el capítulo firmado por Edia Connole, La negrura soy yo, donde la autora se niega ya de entrada a dar una definición para el black metal. Herejía académica donde las haya, este rechazo a definir la unidad de análisis se sustenta, sin embargo, en la necesidad de entender el black metal más como un afuera del lenguaje que como un objeto. En tanto que atractor extraño al que van a enroscarse todas las afirmaciones, pero también todas las negaciones, el black metal se interpreta aquí como negación en sí o irrepresentable que cuestiona todas las representaciones y la idea misma de la representación. Es por ello que la teoría black metal aparece como una inesperada nueva compañera del materialismo especulativo, interesado en la disolución del correlacionismo o incapacidad, desde Kant, de concebir el ser de otro modo que desde lo humano.

El black metal se postula en su teoría, por tanto, como un límite cultural. Ciertamente muchos de sus estilemas, en especial en el caso escandinavo, remiten al romanticismo tradicionalista y melancólico, cuando no al fascismo; y, sin embargo, este solo aparece como experiencia histórica de un futurismo que pretendió una absoluta negación, una “velocidad maligna”, sin obstáculos, que solo podía limitar con el suicidio. El caso es que, explica Claudio Kulesko en su capítulo Insurrección gótica, el fascismo, y con él la neorreacción, en tanto que compromisos ideológicos, son también contestados por el black metal como realidad parafilosófica basada en la negación. Ni siquiera la naturaleza es su estadio más acabado o forzoso, como defienden Bogna M. Konior en Deep-learning metal y la mística de la máquina y Daniel Lukes en Fragmentos del black metal industrial. Scott Wilson acuña el concepto melancología para impugnar la tendencia de los estudios ecológicos y medioambientales a la intervención y la dominación, de nuevo una fianza al principio rector del correlacionismo, cuando, asegura el autor, el único principio rector es la muerte.

Las estéticas de lo raro han vuelto, Cronenberg incluido, con una fuerza que no se experimenta desde hace mucho

Cassandra (Benjamin Gutsche, 2025), miniserie de reciente estreno en Netflix, podría representar el punto exacto en que se encuentran la trascendencia apolínea del bodybuilding y la inmanencia dionisíaca del body horror. Su premisa, el despertar de una inteligencia artificial doméstica que lleva desactivada en una casa más de 50 años, y el desarrollo en ella de una conducta cada vez más inquietante hacia la familia que ha adquirido el inmueble, desagua en los giros y efectos del cuento gótico de fantasmas (puertas que se abren y se cierran, electrodomésticos que sirven como trampa mortal). Solo que aquí, en consonancia con un momento histórico ya no basado en la restricción y el tabú sino en la gestión de la información, la entidad se mueve a plena vista y es aceptada como parte del hogar. Apropiadamente encarnada por un ama de casa de los años 70, en ella tiene lugar la doble cara de la heroína abnegada y guardiana de la domus, y del monstruo de cálculo consecuencialista cuya lógica conlleva el exterminio de lo humano; anverso y reverso del ideal moderno del control de toda realidad al servicio de un heteropatriarcado ignorante de sus límites.

¿Algún camino que no remita a la absoluta desolación? Las estéticas digitales vienen mostrando, en especial desde la explosión comercial de la inteligencia artificial generativa hace un par de años, la capacidad para un espectro amplio en extremo: desde la sobredimensión del cuerpo en memes como Gigachad y las versiones de sí mismo que Elon Musk gusta de compartir en X, hasta su distorsión, bien representada por el último booktrailer de Miguel Noguera, que lleva, por cierto, un buen puñado de años jugando con las potencias imposibles del cuerpo en sus libros y ultrashows. Así pues, el relativismo que ha hecho ganar enteros al discurso neofascista no ha alterado la exaltación de las proporciones humanas que el fascismo ya traía de fábrica, si acaso ha introducido cierta ironía ambigua. Por su parte, las estéticas de lo raro han vuelto, Cronenberg incluido, con una fuerza que no se experimenta desde hace mucho, con la excepción de una mayor oferta editorial dispuesta a dar cuenta de ellas. En un contexto cada vez más abocado al ultraconservadurismo, la doble hélice de crítica y resistencia que puede hallarse en El superhéroe de las mil caras y Teoría black metal propone una pregunta de máxima urgencia: qué hay de inhumano en la salvación y qué salvación hay en lo inhumano, en un mundo en que la humanidad ya no pertenece a nada (al menos a nada finito) que pueda llamarse un cuerpo.

Sobre este blog
Kaep K. Weshêt, nombre en clave especulativo, es doctor en comunicación y profesor e investigador de cibercultura y nuevos medios.

Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.

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