Opinión
Contextos de la guerra en Ucrania

El historiador Antonio Fernández Ortiz repasa la relación entre Occidente, la Revolución Rusa y distintos proyectos de construcción nacional.
Los líderes aliados de las naciones europeas en 1940 en Gran Bretaña. Winston Churchill en el centro.
Los líderes aliados de las naciones europeas en 1940 en Gran Bretaña. Winston Churchill en el centro.
Historiador
24 abr 2025 06:00

Winston Churchill fue siempre un gran enemigo de la Unión Soviética. Primero, porque los bolcheviques le quitaron la parte del botín que les iba a corresponder a los británicos tras el previsto desmembramiento y reparto de la geografía del Imperio ruso al finalizar la I Guerra Mundial. Ya tenían el ojo puesto en Rusia desde hacía tiempo, como lo tenían puesto en el Imperio otomano. Segundo, porque Churchill entendió que la Unión Soviética era el “peor ejemplo” para las colonias, para las gentes de las colonias. Era el ejemplo vivo de la liberación, de la independencia, de la soberanía, de la industrialización, del crecimiento económico, del desarrollo cultural, intelectual y científico-técnico. Si la Unión Soviética estaba consiguiendo llevar a la práctica aquel gran proyecto de transformación, ¿qué impediría que la India, Kenia o Egipto pudieran seguir su ejemplo? Y eso sería el fin del Imperio británico.

Esa enemistad solo quedó matizada durante el periodo de la II Guerra Mundial, en la que Gran Bretaña necesitaba de la URSS para impedir que el capitalismo alemán y centro europeo saliera hegemónico de aquella guerra. Fue terminar el conflicto y el caballero Winston Churchill volvió a sus posiciones de partida, quizá todavía más enemigo de la URSS que antes de la guerra. Y se inventaron la “Guerra Fría”, un conflicto prolongado del Occidente capitalista en el que no escatimaron esfuerzos ni recursos y mantuvieron, y mantienen, el mundo encendido en guerras “regionales” permanentes, que en realidad son un único conflicto, es una única guerra, contra la Unión Soviética, ahora Rusia, y contra todos aquellos países que tras conseguir la independencia optaron por su modelo de desarrollo, independiente, soberano, socialista, sin pasar por el capitalismo. Y también contra aquellos países que, aun no declarándose socialistas, intentaron construir una economía nacional al margen de las draconianas condiciones que imponía —impone— Occidente.

Rusia
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En definitiva, y expresándolo de forma clara y contundente, es la guerra permanente del capitalismo de las metrópolis, el Occidente colectivo, contra los países de la periferia que vienen intentando sacudirse el yugo de la dominación y la explotación desde que la Revolución rusa y el Proyecto Soviético iniciaron el proceso.

* * *

En 1991, las nuevas élites dirigentes de la URSS, una generación en la que abundaban los ingratos, especuladores, traidores y tontos útiles, liquidaron desde dentro a la Unión Soviética (y de aquella liquidación, estos lodos). Occidente no daba crédito a lo que estaba pasando. Ni en sus mejores sueños eróticos pudieron imaginar semejante desenlace final para su poderoso enemigo de clase. Y el Imperio del Mal, según el presidente Reagan y sus aliados occidentales, desapareció. Entonces proclamaron el “fin de la Historia”, es decir, el fin de la lucha de clases y el triunfo y dominio global del capitalismo y la sociedad liberal. Y comenzó una carrera frenética para dominar definitivamente al mundo en general y la geografía soviética en particular, lo que, en relación con la ex URSS implicaba “ocupar” los países del socialismo real de Europa oriental, las antiguas repúblicas socialistas ya convertidas en Estados independientes y terminar de destruir, desmantelar y fragmentar a Rusia para convertirla en una insignificancia política, económica y militar. Estuvieron cerca de conseguirlo en la década de los noventa.

Autodestruido el núcleo, se trataba de destruir también aquellos vestigios de socialismo real y soberanía nacional que habían sobrevivido a la URSS en las antiguas colonias o territorios dominados por los países europeos que tras la independencia habían optado y seguido, en mayor o menor medida, por el camino de la soberanía política y económica con respecto a las metrópolis, proceso iniciado con la descolonización y la independencia de la inmensa mayoría de las colonias que tuvo lugar tras la victoria de la URSS en la Segunda Guerra Mundial, de la que por cierto se cumplen 80 años este 2025. 

El pistoletazo de salida de la descolonización lo dieron en Asia, en aquellos años, dos gigantes, India y China, que consiguieron expulsar el terrible dominio extranjero impuesto por Occidente. Luego siguió Corea y todo un rosario de independencias y revoluciones que pusieron en jaque y en peligro de colapso al modelo del capitalismo creado a partir de los siglos XVI-XVII basado en el dominio de inmensos espacios geográficos, de sus gentes y de sus recursos, al servicio de las burguesías europeas y luego norteamericanas. Diez países (puede que me deje alguno, no se ofenda el olvidado) se han repartido, dominado, poseído y explotado el mundo en su totalidad desde que entre las monarquías de la Península Ibérica se firmó el famoso tratado de Tordesillas: España, Portugal, Holanda, Inglaterra, Francia, EEUU, Alemania, Bélgica, Italia y Japón.

Ese reparto siempre ha estado acompañado de atroces guerras imperialistas entre las propias potencias, de las cuales podemos destacar tres por su cualidad como modelos primordiales. La Guerra de los Siete Años, entre 1756 y 1763, que enfrentó a las potencias europeas tanto en territorio europeo como en las colonias y que tuvo como resultado un nuevo reparto del mundo. Baste como ejemplo la práctica expulsión de Francia (como potencia) de América del Norte y de la India, por parte de Inglaterra. Algunos historiadores y políticos, como el caso de Winston Churchill, consideraban y consideran aquel conflicto como la primera guerra mundial imperialista. Luego vinieron otras, de diferente envergadura, hasta llegar al gran disparate y mayor tragedia que fueron las que conocemos como I y II Guerra Mundial, con sus destrozos, millones de heridos y de muertos. Y aquí hay que entender una cosa: estas guerras las provocaron siempre las potencias imperialistas para apropiarse de territorios, repartirse entre ellas la geografía de todo el planeta y/o establecer su hegemonía.

Porque entiéndase que no solo se repartían las colonias, también se repartían la influencia y el dominio sobre Estados independientes. Baste como ejemplo el caso de la Argentina, Estado al que no han permitido ser realmente soberano desde que quedó a merced de los británicos desde su independencia de España, los cuales se repartieron la Pampa y la Patagonia según su conveniencia en haciendas ganaderas del tamaño aproximado de la provincia de Valencia o la Región de Murcia (en agricultura, un metro no es holgura). Aquel reparto sigue vigente desde el siglo XIX. En el XX cambiaron de manos algunas haciendas (la empresa Benetton posee en la actualidad 845.000 hectáreas) y se repartieron otras muchas riquezas (minerales, petróleo, aguas dulces, etc.). 

Además, cuando un aliado se convertía en un impedimento, se sacrificaba al aliado y se repartía su territorio. El caso de manual es el del Imperio otomano que, tras ser utilizado como punta de lanza contra Rusia en especial durante el siglo XIX, fue desmantelado por británicos y franceses al final de la I Guerra Mundial y su amplia geografía repartida entre estas dos potencias, creando unos desajustes tan terribles que las guerras continúan en estos territorios al día de hoy con feroz intensidad y no se les ve fin.

* * *

Nuestro socialismo occidental y luego, ya en los años 70 del siglo XX, nuestro comunismo también occidental, no quisieron entender el proyecto y el modelo soviético. Bueno, en realidad sí lo entendieron y desde el primer momento. El socialismo europeo, es decir la socialdemocracia asumió muy pronto la práctica (luego teorizada) del pacto social con la burguesía, aceptando ser el gestor de un capitalismo con componentes sociales que mitigaban las duras contradicciones de la relación capital-trabajo, el famoso Estado del bienestar. Ese bienestar estaba y está financiado, en lo fundamental, con la ingente cantidad de recursos expoliados de la periferia y trasvasados al “jardín europeo”. La fórmula puede ser expresada de forma sencilla: bienestar europeo obtenido a cambio de desposesión en la periferia (una fórmula que recuerda peligrosamente al Estado Social del fascismo y el nazismo de los años 30 del siglo XX).

La revolución rusa y la guerra civil en Rusia fueron ante todo una “guerra de liberación nacional” con respecto al capitalismo

La Revolución Rusa y el proyecto soviético, o dicho de otra manera, el socialismo de Lenin, era, fue, sigue siendo, otra teoría del socialismo: la de los pueblos de la periferia que buscaban justicia social, independencia y soberanía sin pasar por el capitalismo y alejándose de él. La revolución rusa y la guerra civil en Rusia fueron ante todo una “guerra de liberación nacional” con respecto al capitalismo. El destino al que estaba abocada Rusia al final de la I Guerra Mundial era el mismo que el del Imperio otomano, ser desmembrada y repartida entre las potencias capitalistas, las mismas, y quizá alguna más, que protagonizaron la Intervención de la que hablamos en un artículo anterior.

La contradicción estaba servida y era evidente, aunque quizá no supimos verla con toda su nitidez. Era difícil, por no decir imposible compatibilizar el socialismo europeo occidental y eurocéntrico, el socialdemócrata, que había asumido ser gestor del capitalismo liberal y de sus colonias, con un proyecto y luego modelo de socialismo que tenía como objetivo principal liberar esas colonias, es decir a los territorios de la periferia, de la dominación de las metrópolis y construir Estados soberanos e independientes.

La contradicción entre ambos socialismos ha resultado insuperable. Se trataba, en definitiva, de modelos de socialismo incompatibles y enemigos. Los Gobiernos socialdemócratas en Gran Bretaña, Francia, Noruega, Alemania o Suecia gestionan el capitalismo de las burguesías liberales en estos países y son antagónicos y enemigos de cualquier Gobierno socialista o no socialista, soberano e independiente, que haya habido o pueda haber en Senegal, Chad, Nigeria, Libia o Siria, por poner solo unos ejemplos. Y los resultados están a la vista.

He aquí un caso primordial, que por evidente se nos escapa: tras la liberación de Francia de la ocupación nazi, el general Leclerc, uno de los héroes de aquella liberación, fue enviado en agosto de 1945 a recuperar para Francia el dominio de sus colonias en Indochina y el Pacífico. Es decir, libertad para la metrópoli capitalista, dominio y explotación para los territorios coloniales. Leclerc no era socialista, pero en el Gobierno provisional que le dio el mandato sí los había, lo mismo que en los siguientes Gobiernos de la República Francesa y de otros países europeos que llevaron al extremo las guerras por mantener sus respectivos imperios coloniales.

Las metrópolis optaron por abortar desde el principio la creación de esos Estados nacionales, socialistas y soberanos. El famoso “método Yakarta”, con un millón de muertos entre los años 1965 y 1966, fue un ejemplo de esto

A mitad del siglo XX, con mayor o menor suerte, las colonias europeas en Asia, Oceanía y África iniciaron un proceso de independencia que puso a temblar a las metrópolis. Si esas independencias se establecían en toda su amplitud y teniendo en cuenta que todas ellas, en mayor o menor grado optaron por modelos o proyectos nacionales de socialismo, la explotación de los territorios coloniales llegaría a su fin y con ellos la ingente cantidad de recursos que servían para mantener el Estado del Bienestar… Y sin Estado del bienestar, los trabajadores europeos acabarían por levantar otra vez la bandera de la lucha de clases y volvería de nuevo a territorio europeo, al “jardín europeo”, el fantasma de la guerra civil.

Así que las metrópolis optaron por abortar desde el principio la creación de esos Estados nacionales, socialistas y soberanos. El famoso “método Yakarta”, un millón de muertos entre los años 1965 y 1966, asesinados por militares de Indonesia con el apoyo, organización y complicidad de los EEUU y de la bella Holanda para evitar que aquel país se convirtiera en un Estado socialista y soberano, fue un ejemplo claro de que todo valía para evitar seguir perdiendo territorios. Tan efectivo resultó en Indonesia que se convirtió en el modelo que los EEUU y las demás potencias imperialistas aplicaron sin recato por todo el mundo. En Valparaíso, Santiago de Chile y otras ciudades chilenas, aparecieron unos días antes del golpe de Pinochet unas misteriosas frases pintadas en las calles: “viene Yakarta”, decían. Pocos sabían que significaban, pero pronto lo entendieron con toda su crudeza. Y los golpes de Estado, los atentados y asesinatos de líderes políticos, las invasiones e interminables guerras civiles como las del Congo, Angola y Mozambique se pusieron a la orden del día y se mantuvieron durante décadas. Y aún siguen. El último en caer: Siria.

Ahora, con la guerra en Ucrania, nos encontramos en una nueva fase del mismo proceso. La OTAN hace hoy día en Ucrania la misma función que hizo Leclerc y el cuerpo expedicionario francés en Indochina. Y lo hace por mandato, entre otros, de socialdemócratas, verdes e izquierdas varias transversales que han asumido que su misión histórica es mantener a toda costa el “jardín europeo” y las relaciones de dominación con la periferia que lo hace posible.

Y aquí conviene insistir en una cuestión importante que está en el origen de la pérdida de identidad teórica de nuestra “izquierda de clase”. Ya en los primeros meses de la Revolución Rusa la socialdemocracia europea se levantó en contra de los bolcheviques. Los ecos de la negación llegaron también a las páginas de El Socialista, donde el propio Pablo Iglesias escribió contra aquella “disparatada aventura”. Luego vino el cisma de la socialdemocracia y la creación de los partidos comunistas europeos que, curiosamente y andando el tiempo, llegaron a la misma o similar conclusión.

Cuando Manuel Sacristán y los suyos, por poner solo un ejemplo, decían que la URSS violaba la teoría marxista y no era socialismo auténtico, no entendían, o no querían entender, que en realidad el proyecto soviético era otra teoría y otra práctica del socialismo, para otros proyectos y modelos de modernidad, quizá “imperfectos”, de los países de la periferia que se han visto forzados a construir otro socialismo —puede que no tenga ni siquiera el nombre de socialismo y da igual, “el nombre no hace la cosa”—, diferente al de las metrópolis. Son los proyectos de modernidad de los campesinos, los esclavos y los pobres hasta lo imposible que ya ha permitido a varios países construir Estados y economías poderosas y soberanas capaces de cuestionar al Occidente colectivo la hegemonía que ha ejercido de forma incuestionable durante los últimos quinientos años.

No se trata de Putin, ni de Trump, ni de Gobiernos, ni de jefes de Estado, se trata de procesos históricos de largo recorrido que a veces se resuelven de forma acelerada y en un territorio relativamente reducido. Ahora estamos en una nueva fase de ese permanente conflicto.

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