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Cine
Lo de Lynch
Lo de Lynch es algo extraño. Pasan los días y seguimos sin creérnoslo, o mejor dicho, sin concebirlo (porque decir hoy que no te crees algo suele venir acompañado de teorías de lo más sui generis). “David Lynch ha muerto” sigue siendo días después del suceso una frase excesiva y rara, casi esotérica, con un estridente deje pop. Un poco como la Marcha fúnebre por una marioneta de Charles Gounod, más conocida por ser la banda sonora de la serie Alfred Hitchcock presenta. Y claro que en algún momento había de ocurrir, pero ese momento estaba hecho de lo mismo que la ficción. En cierto modo, era impensable.
¿Por qué impensable? A fin de cuentas, era algo anunciado desde hacía un tiempo por un diagnóstico de enfisema pulmonar. Puede tener que ver que mi generación, la millennial, venga asistiendo desde hace un tiempo a la demolición del mundo en que se cimentaron sus años sociológicamente más felices: el referente que no muere, es desvelado como un monstruo o vive una decadencia artística casi peor que la muerte. Duelo, decepción, añoranza. Cualquiera de estas variantes de la desolación es experimentada con especial inquietud porque proviene de algo que no se dio en otras generaciones: los años 90 vibraron con nuestra adolescencia. En el cine, en la televisión, en el cómic, en la música, en los videojuegos y en la literatura, todo tenía una cualidad adolescente, la intrascendencia alegre del descubrimiento sin más, que entendía el futuro, igual que la muerte, como algo tan abstracto y enorme que tenía bastante sentido no pensar demasiado en ello. El infinito no era un problema, sino todo lo contrario. Y así, nuestra adolescencia encontró una resonancia casi perfecta en aquella cultura popular.
Sus películas eran algo nunca visto, traían 'lo nuevo', y eso implicaba que 'lo nuevo podía hacerse'
En la primera entrega de Matrix (The Wachowski Sisters, 1999), mientras los personajes se preparan para el rescate de Morpheo, Trinity hace notar que nunca nadie ha intentado algo así antes. La respuesta de Neo define con bastante precisión aquel optimismo de época: “Por eso va a salir bien”. Lynch nació, en efecto, de toda aquella inconsciencia adolescente. Sus películas eran algo nunca visto, traían lo nuevo, y eso implicaba que lo nuevo podía hacerse. Fue Mel Brooks, recién llegado al mundo de la producción cinematográfica, quien le ofreció dirigir el guion de El hombre elefante, a la postre su puerta de entrada a la industria y a las grandes audiencias. Lo hizo tras asistir a una proyección de su inclasificable opera prima Eraserhead (1977). Las palabras que han trascendido de aquel visionado (“¡Estás completamente loco, te adoro, estás contratado!”) revelan que el riesgo podía verse en aquel momento más como un aliciente que como un lastre. Brooks no dio a Lynch aquella oportunidad a pesar de “estar loco”, sino precisamente porque lo estaba. Con la financierización de la industria cinematográfica, ocasiones como aquella parecen hoy extintas, y ya solo perviven en casos como Megalópolis (Francis Ford Coppola, 2024), ejemplo cabal de la decadencia artística antes mencionada.
Asistir a la desaparición de todo aquello por el sumidero de lo de ahora es una experiencia desconcertante que ni la generación boomer ni la Z quizá puedan entender del todo. La primera, porque experimentó su adolescencia apenas como un lugar de paso; la segunda, porque nació directamente a la crisis y no llegó a conocer el paraíso perdido. Acorralado por sus propias contradicciones, hoy el capitalismo hace lo que suele en tales contextos, tirar de plan de emergencia. Así lo acredita la oscura y fría sombra del reaccionarismo, esta vez recocido en una nubareda de algoritmos (anti)sociales, gobernantes hiperventilados y criptobros. El fenómeno de Pepe the Frog parece a propósito para explicar las dinámicas espirales de este sumidero: un personaje de cómic creado por el dibujante Matt Furie, nacido en el 79, con la intención de transmitir esa tranquila euforia de los noventa (“feels good man”), y que hacia 2016 acabó apropiado por la órbita de la alt-right muy a pesar de su autor, como revela el imprescindible documental de Arthur Jones sobre el caso.
Con Lynch parece haberse ido una idea clave de la concepción utópica moderna: la capacidad de un sujeto para ser genuinamente único
Pero la muerte de David Lynch, esa que seguimos sin poder concebir, se parece más al incendio de la catedral de Notre Dame que a una defunción más. Hay en ella algo de fin de época, máxime si se coteja con el retorno de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Con Lynch parece haberse ido una idea clave de la concepción utópica moderna: la capacidad de un sujeto para ser genuinamente único. En ese sentido, fue el último director del gran público en crear un lenguaje propio que no fuera solo un epifenómeno del corta-pega referencial, algo que lo ubicaba en el olimpo de Buñuel, Deren, Godard, Hitchcock, Kubrick o Pasolini. Es probable que, a estas alturas, Lynch fuera ya el único que era único. Con su desaparición, el cine y la televisión dejan de aspirar al arte.
¿Es esta una asunción excesiva? Que el último de los cineastas modernos estuviera más bien cerca del surrealismo y el expresionismo dice mucho de hasta qué punto nuestra época da el realismo (es decir, una muy determinada versión de la realidad) por sentado. Que Nosferatu (Robert Eggers, 2024) sea saludada como una gran obra, con su gótico de saldo, sus planos estilo Midjourney y sus personajes como salidos de una tarde tonta con ChatGPT, da una medida de la insolvencia imaginativa del momento; no digamos que las películas de Christopher Nolan y Coralie Fargeat reciban tratamiento de “rupturistas” e “intelectuales”. Más bien parecería que las estéticas del cine mainstream actual solo preparan el camino a ese futuro tan codiciado por el Hollywood de las multinacionales, en el que todo sea simplemente suplantable por su simulacro, incluida la fuerza de trabajo creativa. Un mundo congelado, sin capacidad para lo nuevo, en el que la cultura alcance al fin su muerte termodinámica y la tan preciada parálisis de la fetichización total.
Probablemente no haya habido nadie más en sintonía con el lenguaje del meme que Lynch
Desde luego, el problema no es técnico, sino tecnológico: es decir, reside en una cierta forma de entender la técnica como orientada en exclusiva a la maximización exponencial del beneficio. De hecho, si hablamos del medio digital, es probable que no haya hoy expresión más estrictamente popular que el meme, y que no haya habido nadie más en sintonía con el lenguaje del meme que Lynch: su cine está plagado de memes potenciales, y que fuera protagonista espontáneo de tantos de ellos no parece casualidad. Su conexión con la pura imagen del inconsciente no era una mera pose, sino una facultad para dar con aspectos de la realidad que pasarían desapercibidos en condiciones no inspiradas; la cara luminosa del autoencuentro en lo irracional. Aprovechar en sus últimos años cualquier ocasión para explicar las ventajas de la meditación trascendental fue su intento de dotar al público de una metodología, no para que entendiera su cine (del que, en términos racionalistas, no había nada que entender), sino para hacerle capaz de percibir las cosas de otra manera.
¿Y si ese fuera su mejor legado? No sus películas, obras maestras de lo raro que sin duda pasarán a la historia; sino la posibilidad de comprenderlas como indicios de otros mundos que están en este, potencias que bullen como los insectos en la tierra de un jardín y que pueden desatarse. Y, sobre todo, la libertad de abandonar los grandes canales, con su fama envasada al vacío y su aniquilación de la verdad, por una relación a la vez personal y colectiva con el arte y la comunicación como ventanas a otra cosa; es decir, con capacidad de transformar la realidad. Para muestra, el propio Lynch, que en el tiempo que transcurrió entre Inland Empire (2006) y Twin Peaks: The Return (2017), y después hasta prácticamente el último aliento, no dejó de pintar para sí mismo ni de realizar cortometrajes sin más ambición que la de realizarlos, hacer arte para entenderse y no para exhibirse.
El adolescente, dicen Timothy Morton y Dominic Boyer en su libro Hiposujetos. Cómo convertirse en humanos (Holobionte, 2023), es un sujeto adulto en lo biológico, aunque restringido de alcanzar las capacidades sociales y políticas de un adulto. Es decir, es el lugar de la potencia por descubrir. Los autores añaden que “en este momento todos somos como adolescentes jodidos por un mundo adulto que reprime nuestros poderes transformativos, y que únicamente ofrece muerte a cambio”. El célebre lamento de John Merrick en El hombre elefante (“¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano!”) resuena así con la pesadumbre de la tercera década del siglo XXI. Pero hay, por supuesto, algo revolucionario en el adolescente, algo de la infancia que no se acaba y algo del adulto que no llega. Si bien los personajes de Lynch no son adolescentes en edad, sí lo son en ese sentido: sujetos no insertos en una “máquina de cambio” preestablecida por las narrativas estereotipadas de la industria, sino abocados al cambio en sí, a lo inesperado del cambio. Está en el devenir oscuro de Terciopelo azul, en las relaciones de los personajes de Twin Peaks, en las paradojas de Carretera perdida, en las habitaciones y callejones desolados de Inland Empire. Quizá, en un mundo tan extraño, convenga proteger y alimentar una mirada-Lynch. Y, por mucho que cueste, fijarse en cómo era ser adolescente en una época en la que el infinito servía para soñar.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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