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Poesía
Poeta en Nueva York, el poemario anticapitalista de Federico García Lorca
Un día como hoy, en 1940, se publicó Poeta en Nueva York. En un fango de confusiones interiores, marcado por el desamor (homosexual) y en plena crisis vital, la feroz crítica al capitalismo y a la deshumanización de la sociedad moderna vertebran un poemario que, ochenta años después, sigue siendo considerado la obra culmen del poeta.
Para entender las particularidades que determinaron el viaje de Federico García Lorca a Nueva York, la inmensa mayoría de estudiosos lorquianos aluden -entre otros motivos- a Emilio Aladrén como causa ineludible de la crisis vital que le llevaría a Estados Unidos. Sin embargo, el relato oficial disimula que la relación afectiva entre ambos era, al menos para el poeta granadino, de marcado carácter homoerótico. Lo que instituciones oficiales como la Fundación Federico García Lorca llama “circunstancia vital” por “una fuerte relación afectiva”, en realidad era la consecuencia sentimental del amor -homosexual- no correspondido. Y es que aquel escultor madrileño que los ojos enamorados de Federico veían como un “príncipe ruso” o “efebo griego de aires tahitianos”, hizo que Lorca se diera cuenta “de qué es eso del fuego del amor del que hablan los poetas eróticos” o, siguiendo el Sodoma y Gomorra de Proust, interiorizase en aquel desamor la pertenencia a una “raza pobre sobre la que pesa una maldición y que tiene que vivir en mentira y perjurio, ya que sabe que se tiene por punible y bochornoso, por inconfesable su deseo”.
Su corazón, preso en la cárcel del amor oscuro, se quebró del todo cuando en aquel océano de tristeza y confusión, Buñuel, su amigo y compañero en la mítica Residencia de Estudiantes, tachó el Romancero Gitano de “poesía de hoy para que guste a los (…) poetas maricones y Cernudos de Sevilla” o cuando Salvador Dalí, su Dalí, contribuyó junto al director aragonés a alicatar su imagen de perro andaluz. Para más inri, en el epicentro de “una de las crisis más hondas de mi vida” y “convaleciente de una gran batalla”, sufrió censura por parte de la dictadura de Primo de Rivera ya que, en febrero de 1929, la policía prohibió la representación de “Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín” por “inmoral”, y se llevó todos los duplicados de la obra, que terminó archivada en la sección de Pornografía de la Dirección General de Seguridad.
Entre la primavera y el verano de ese año, 1929, tras pedirle a su familia que no estuviesen indignados con él porque la situación que vive “es culpa es de la vida y de las luchas, crisis y conflictos de orden moral que yo tengo”, aprueba el consejo de Federico García Rodríguez, su padre, y acepta el viaje hacia el nuevo continente junto a quien sería años más tarde Ministro de Instrucción Pública durante la II República, su amigo Fernando de los Ríos, socialista y sobrino de Francisco Giner de los Ríos. Aprender inglés, conocer la Universidad de Columbia, dar conferencias como poeta renombrado y empaparse del crisol de culturas de la ciudad norteamericana parecía un pretexto atractivo, aunque a cuenta de sus sentimientos, más que viajar a Nueva York, Lorca, “deprimido y lleno de añoranzas”, huyó de España y de sí mismo.
Un poeta en nueva york o nueva york en un poeta
Tras visitar París y Londres, Federico García Lorca y Fernando de los Ríos se embarcaron en el RMS Olympic -primo hermano del Titanic- para arribar a finales de junio en Nueva York y vivir, tal y como diría el propio poeta, una de las experiencias más útiles de su vida. La ciudad que nunca duerme fue para Lorca el descubrimiento abrupto de la modernidad: desmedidas masas urbanas, imponentes rascacielos, diversidad racial, grandes avenidas… que hacían de esa “Babilonia trepidante y enloquecedora” el corazón de la globalización y del capitalismo.
En la realidad abrumadora de la metrópolis neoyorquina, Lorca encontró un bálsamo vital en el plano literario y sexual. Las experiencias en la Universidad de Columbia, el teatro neoyorquino, las conferencias impartidas, el jazz, leer a Walt Whitman, el sinfín de veladas literarias y musicales a las que asistió… le enriquecieron teórica, intelectual y poéticamente. Atrás quedaba el folclore andaluz; ahora la crítica social se encerraba en metafóricos y simbólicos versos fríos, metálicos, surrealistas. En la esfera vital, huyendo -recordemos- del conflicto interno que atravesaba, su desinhibición en clubes nocturnos (y gays, según su amigo y poeta Hart Crane) como el Small’s Paradise, lograron una catarsis sentimental y sexual donde se liberó de las máscaras que le oprimían. “Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía, esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol (...) que mana de las ondas por donde el alba no se atreve” (de su poema Paisaje de la multitud que vomita) parece un buen ejemplo de exención. Aunque la tragedia del amor que no tiene nombre, que diría Oscar Wilde, seguía bastante presente. “Poema doble del lago Edem” no deja lugar a dudas: “Quiero llorar porque me da la gana/ como lloran los niños del último banco/ porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja/ pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado. Quiero llorar diciendo mi nombre/ rosa, niño y abeto a la orilla de este lago/ para decir mi verdad de hombre de sangre/ matando en mí la burla y la sugestión del vocablo”.
Como exponen Fernando Lázaro Carreter y Vicente Tusón, a lo largo del poemario Lorca “expresa una profunda angustia existencial, una frustración debida a su condición sexual y a las rígidas conductas morales de la época, así como a una reivindicación social por las clases más humildes y desfavorecidas, por la miseria y opresión del hombre. Todo ello se funde con un sentimiento de fatalidad, de destino trágico, un ‘pathos’ que impregna la obra de Lorca y que resultará premonitorio de su trágico final”. Justamente ahí, en la opresión multiforme del hombre, establece Federico García Lorca el eje sobre el que pivota un poemario feroz y desgarrado contra la religión, las convenciones sociales o la deshumanización, la dictadura del dinero, el racismo y la desigualdad inherente a una ciudad y a un sistema alienador del ser humano.
LA CRUEL CIUDAD DONDE NO HAY MAÑANA NI ESPERANZA POSIBLE
Lorca describe a la Nueva York capitalista de los incipientes años 30 como una ciudad frenética, insomne, en la que “vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan”, deseo y profecía donde la naturaleza, vengativa, destruirá la degradación de una sociedad cosificada, alejada de lo prístino. Entre el pronóstico y la voluntad, los versos emanan una predicción apocalíptica restituyente: “un día/ los caballos vivirán en las tabernas/ y las hormigas furiosas/ atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas…”. En este adulterado artificio, si alguien se atreve a soñar, “si alguien cierra los ojos, ¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!” (Ciudad sin sueño. Nocturno del Brooklyn Bridge).
Para el poeta, la deshumanización se palpa hasta en el despuntar del día: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas/ La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada”. Las arquitecturas verticales de los rascacielos constriñen los amaneceres, convirtiendo lo hermoso en grosera podredumbre. Abajo, en la metrópoli, “la luz es sepultada por cadenas y ruidos/ en impúdico reto de ciencia sin raíces” (La aurora). Federico sabe que, en el corazón del capitalismo y en medio de ese cieno de números y leyes, “de la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso que atraviesa el corazón de todos los niños” y empatiza, como poeta comprometido, con los “gemidos de obreros parados que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces, ¡oh salvaje Norteamérica!, ¡oh impúdica! (Danza de la muerte). No clama en abstracto, García Lorca fue testigo directo de una de las mayores catástrofes de la bolsa en Estados Unidos (el crac del 29), y presenció personalmente “un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar”. Nunca “jamás, entre varios suicidas, gentes histéricas y grupos de desmayados, he sentido la impresión de muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, como en aquel instante, porque era un espectáculo terrible pero sin grandeza” (Conferencia de Federico García Lorca).
LOS HOMBRES VESTIDOS DE BLANCO Y LOS NEGROS DE HARLEM
Quizás como espectador de aquella Gran Depresión, en una destrucción donde la justicia divina es invisible, “Grito hacia Roma” sea, como dice Miguel García-Posada, la diatriba poética más furibunda jamás lanzada contra el Vaticano: “Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto (...) Pero el hombre vestido de blanco ignora el misterio de la espiga, ignora el gemido de la parturienta…”. Cargando contra la jerarquía de la Iglesia, en un claro mensaje antieclesiástico, sabemos gracias a Ian Gibson que, en tres versos desechados del poema, se encuentra por un lado al Lorca más revolucionario e internacionalista (“Compañeros de todo el mundo/ hombres de carne con vicios y con sueños/ ha llegado la hora de romper las puertas”) y, por otro, al Lorca antifascista (“Caerán sobre la gran cúpula/ que untan de aceite las lenguas militares/ donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma/ y escupe carbón machacado rodeado de miles de campanillas”). Según María Clementa Millán, en esos títulos eliminados había una meridiana denuncia de los pactos de Letrán entre Mussolini y La Santa Sede.
En sus visitas a Harlem -barrio popular, médula del florecimiento de la cultura afroamericana- y el consiguiente conocimiento de la segregación y discriminación racial, los negros harlemitas les recuerdan a los gitanos de Andalucía. Ahora sabe que flamenco y blues comparten grito. Como diría a su vuelta de EEUU, con la “comprensión simpática de los perseguidos, del gitano, del negro, del judío… del morisco que todos llevamos dentro“, defendió en poemas como “Los Negros” o “El rey de Harlem” al “gran rey prisionero con un traje de conserje”, llegando a escribir que “es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente/ a todos los amigos de la manzana y de la arena/ y es necesario dar con los puños cerrados/ a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas/ para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre”. Este ejemplo de poema antirracista supone “un ataque contra los valores culturales (…) que han llevado por su orientación material a la deshumanización del negro, es decir, de la raza humana (…) Poeta en Nueva York es un grito contra el inhumanismo instaurado en 1929 por la decadente burguesía capitalista” (José Ortega). La indignación de Lorca ante la discriminación de los negros de Harlem queda resumida en una parte de “Nueva York. Oficina y denuncia”: “Yo denuncio a toda la gente/ que ignora la otra mitad (…) Os escupo en la cara”. La voluntad de “subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario, esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas”, aspiración declarada en una de sus conferencias, revela una noción de la otredad que, por supuesto, no le era ajena.
POR ESO NO LEVANTO MI VOZ, VIEJO WALT WHITMAN
Como indica Millán, Poeta en Nueva York se centra en dos aspectos fundamentales: la ciudad y el poeta. En cuanto al segundo, Federico García Lorca seguía siendo un “pobre muchacho apasionado y silencioso que (...) tiene dentro una azucena imposible de regar (...) con el matiz sexual de peonía abrileña que no es la verdad de mi corazón”, como se autodefinió en una carta a su amigo Adriano del Valle con tan sólo veinte años de edad. En Nueva York, régimen desolador de formalismo y ausencia de espíritu, la llama ininterrumpida de la opresión que le atenaza se hace más candente, acentuada por el entorno. La voz angustiada del poeta lamenta los amores perdidos (“yo no podré quejarme si no encontré lo que buscaba”); no para de latirle la desesperación, su pesimismo le ahoga, sabe que “no hay siglo nuevo ni luz reciente. Solo un caballo azul y una madrugada” (Nocturno del hueco). Siente que “el verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas/ es una pequeña quemadura infinita/ en los ojos inocentes de los otros sistemas“ (Panorama ciego de Nueva York), y protesta contra la insoportable condena del oprimido: “Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina/ quiero mi libertad, mi amor humano/ en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera” (Poema doble del lago Edem).
Esa mescolanza de dolor y angustia se desbocan en Oda a Walt Whitman, un poema donde “el yo-lírico alaba al poeta que cantó, frente a la degradación urbana, a la autenticidad del amor” (Millán). No hay versos en todo el poemario donde García Lorca condense de manera más beligerante sus conmociones interiores, su homosexualidad enclaustrada. La condición sexual alienada frente a condición asumida, la ética del maquinismo acumulativo frente a ética del goce y la razón tecnológica frente a la razón vital que cuestiona moralmente la civilización mercantilizada (Calviño Iglesias), se condensan en la figura de Whitman, síntesis para Lorca de la tensión dialéctica entre naturaleza y ciudad, lo auténtico y lo apócrifo. Esa dualidad puro-impuro revela su ciénaga interior; decidir entre Walt Whitman o “los maricas de las ciudades” puede verse -en palabras de Paul Binding- como una “dicotomía conflictiva entre las diferentes expresiones de la identidad y sexualidad”. Hay que aclarar que García Lorca, al tiempo que erigía al poeta estadounidense como modelo, dejaba claro que no levantaba la voz “contra el niño que escribe/ nombre de niña en su almohada/ ni contra el muchacho que se viste de novia/ en la oscuridad del ropero (...) ni contra los hombres de mirada verde/ que aman al hombre y queman sus labios en silencio”. Cómo iba a hacerlo. Lorca elogia a Whitman por ensalzar la opción espiritual de la expresión homosexual en una situación caracterizada por la ausencia de relaciones afectivas, por el predominio de relaciones exclusivamente mercantiles (Dorde Cuvardic). Federico, que con tan solo veinte años ya intuía “muchas inquietudes en la batalla del cerebro y corazón”, revela en Oda a Walt Whitman cómo placer y dolor marcan su propia personalidad homosexual, y de qué manera la interiorización homófoba de su sino es un motor incesante de sufrimiento.
DESPUÉS DE NUEVA YORK: CUBA, II REPÚBLICA Y MUERTE
Desde que Federico García Lorca terminó Poeta en Nueva York hasta que se publicó la obra pasaron diez años. Cuentan que una mañana de 1936, el poeta acudió al despacho de su amigo José Bergamín, director de la revista cultural Cruz y Raya. Bergamín no estaba, había salido. Lorca cogió un papelito y escribió “Querido Pepe: He estado a verte y creo que volveré mañana”. Pero nunca volvió. Bergamín llevó el manuscrito al exilio, de Madrid a París y de París a México, donde se publicó, un día como hoy, en 1940. El prólogo, a su cargo, empezaba así: “El poeta Federico García Lorca murió asesinado en Granada (…) Al amanecer de la Falange. Es inútil, y antiespañol, tratar de ocultar o disimular esta muerte y el hondo sentido de su significado trágico (...) A Federico García Lorca lo asesinaron quienes han asesinado a España en sus pueblos vivos (...) El poeta (...) es el más puro y claro ejemplo español del martirio de un pueblo entero“. El porqué de su no regreso es sobradamente conocido.
Tras Nueva York, Lorca fue a Cuba. Desde marzo hasta junio de 1930 Federico da conferencias y disfruta, en contraposición con Nueva York, de “la América con raíces”. En La Habana, “una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico”, habló de Góngora, el cante jondo o la mecánica de la poesía ante admiradores entusiasmados, y trabajó en la obra teatral El público, “de tema francamente homosexual” (carta a Martínez Nadal). No hubo país donde viviese más libre su sexualidad. El escritor guatemalteco Luis Cardoza, que coincidió allí con Lorca, y otros poetas coetáneos, dejaron constancia verbal y escrita de sus encuentros con los marineros negros de la isla. Por algo diría a sus amigos cubanos que había pasado los días más felices de su vida (Gibson).
En junio de 1930 Lorca abandona Cuba y vuelve a España. El 14 de abril de 1931 se proclama la II República, y Lorca ofrece su compromiso y aportación político-cultural con la mítica organización del teatro universitario La Barraca. En verano de ese año, no sabemos si marcado por la experiencia neoyorquina (que, en realidad, no era el germen de su pensamiento sino la afirmación de su cosmovisión progresista), entusiasmado por la naciente República o por ambas cosas, inauguraba la biblioteca pública de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, mencionando al “gran Lenin”, Dostoyevsky (como “padre de la revolución rusa”) y hasta el “gran libro” de Karl Marx, El Capital. Desde entonces, la ideología política de Federico García Lorca se hace, más si cabe, explícita e incuestionable.
Se vincula con los republicanos Comités de Cooperación Intelectual y las Misiones Pedagógicas (años 30); se muestra ”contentísimo porque (...) las derechas no pueden de ninguna manera asaltar España“ (carta desde Buenos Aires a su familia, año 1933); firma manifiestos como miembro de la Asociación de Amigos de la URSS -ese país “formidable (…) polo opuesto a Nueva York”- donde se decían cosas como ”nosotros, escritores y artistas españoles, al mismo tiempo que protestamos contra la barbarie del fascismo, mandamos a nuestros camaradas alemanes perseguidos, encarcelados y maltratados, nuestro saludo, nuestra solidaridad y nuestras comunes palabras de fe en la causa del proletariado y de la revolución“ (Manifiesto firmado el 1 de mayo de 1933, Madrid); declara ser “del partido de los pobres” (1934); protesta contra “un mundo lleno de injusticias y miserias de todo orden” (1935) y añade su firma, como dice Rafael Inglada, “en multitud de causas izquierdistas y claramente antifascistas: contra las dictaduras de Salazar, contra la intervención imperialista en Puerto Rico, contra el procesamiento de Manuel Azaña o posicionándose del lado del Frente Popular la víspera de las elecciones de 1936”. Y esto, en el preludio del totalitarismo golpista, tenía unas consecuencias funestas. Lorca, además, reunía todo lo que los golpistas odiaban: poeta, militante de la cultura, y por encima de todas las cosas, de izquierdas y homosexual.
¿Qué final tenían aquellos y aquellas que hacían de sus vidas y de sus obras un canto a la vida en la España del yugo y de las flechas? ¿Cuál era el destino de los que, como Lorca, bordaban en la bandera de la libertad el amor más grande de sus vidas? En agosto de 1936, “sacado por fuerzas del Gobierno Civil” y “pasado por las armas” por “socialista” y por “masón”, tildado de “prácticas de homosexualismos, aberración que llegó a ser ‘vox pópuli’” (informe de la Jefatura Superior de Policía de Granada), se le vio, como escribió Antonio Machado, “caminando entre fusiles, por una calle larga, salir al campo frío, aún con estrellas de la madrugada. Mataron a Federico cuando la luz asomaba. El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara. Todos cerraron los ojos; rezaron: ¡ni Dios te salva! Muerto cayó Federico -sangre en la frente y plomo en las entrañas- ... Que fue en Granada el crimen sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada”.
Así se puso fin a la vida del poeta. Al escritor del Romancero Gitano y Poeta en Nueva York. Al dramaturgo que se atrevió a poner frente al espejo a la España siniestra con La Casa de Bernarda Alba. Al que dio vida a su universo femenino con Yerma o Doña Rosita, mujeres libertarias en las aguas sombrías de la autoridad machista y patriarcal. Al que con dieciocho años protestaba “contra el abandono del obrero del campo” y al que, con treinta y ocho, tenía la valentía de decir en una entrevista, tan sólo un mes antes del Golpe de Estado franquista, que odiaba “al que es español por ser español nada más” y que execraba “al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”.
Todas las personas que tenemos a Federico García Lorca como símbolo de tantas cosas, hemos imaginado una y mil veces qué hubiera pasado si las balas fascistas no hubiesen acabado con la vida del poeta. Hace unos días, la serie española El Ministerio del Tiempo utilizó la ficción para situar a Lorca en la Granada de 1979. Sentado en la mesa de una taberna, mientras se enorgullecía de escuchar a un tal Camarón de la Isla poner música a sus versos, Lorca, emocionado, dijo: “¿Tanto tiempo después España se acuerda de mí? ¿Entonces…? He ganado yo, ellos no”. Pues claro que no han ganado, poeta. Claro que no han ganado.
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Al final se te ve el rabo sectario y podemita. La cultura, el arte, la libertad, el amor a la vida, todo, absolutamente todo, patrimonio exclusivo de la izquierda. Qué lástima.
“Yo denuncio a toda la gente/ que ignora la otra mitad (…) Os escupo en la cara” se refiere a los otros animales no a las personas racializadas
Interesante, comprometido, sensible articulo, sobre Lorca y la lucidez, de los mundos que habitaron él, y sus dolores.