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Pensamiento
La Bolsa de Bielsa y otras historias para mirar hacia el futuro
La historia de la bolsa de Bielsa cumple 80 años en 2018. Es el relato de 63 días de resistencia en las montañas de Alto Aragón. La lección de Bielsa resuena aún en el presente.
Es doctorando en antropología, Instituto de História Contemporânea de Lisboa.
En el pasado abril pude participar en una sesión que inauguró una exposición fotográfica. Las fotografías fueron tomadas en abril de 1938 en Saint Lary Soulain durante los cuatro días en que esas montañas de los Pirineos entre Aragón y la Occitania francesa vieron cruzar la frontera a más de 6.000 personas que huían del avance de las tropas de Franco. La Bolsa de Bielsa como esta historia es conocida, fue una de las muchas historias de la resistencia al avance de los nacionales.
Una historia de complicidad con la población que había visto en pocos años todas las esperanzas de cambio truncadas en la guerra. En el éxodo civil, que duró varios días por las montañas nevadas, la aviación de Hitler y Mussolini bombardeaban las aldeas abandonadas. En el ensayo de las nuevas técnicas de terror por el aire, el resultado fue la misma destrucción que en Guernika. La fuga de la población, evitó lo peor.
Poco tiempo antes, el frente del Ebro había caído y las fuerzas de la República se retiraban a los territorios donde aún podían combatir: Cataluña y Valencia. Bielsa era valle fronterizo donde, en esta retirada, la 43ª división del ejército republicano resistió durante 166 días y guardó libre el acceso a la frontera. Puede parecer extraño, o algún capricho de la historia, que un pequeño valle de los Pirineos de Aragón, hubiera protagonizado la resistencia extraordinaria de las causas perdidas —quizá sólo visiblemente perdidas a esta distancia: 7.000 hombres agotados, mal armados y en riesgo de desbandada, contra una fuerza dos veces superior, apoyada por la aviación alemana e italiana, y con todas las armas modernas.
La central eléctrica de Lafortunada justificaba el interés estratégico del valle. De tal manera que, ante la previsible retirada de las fuerzas republicanas, un accionista de la sociedad de explotación de la central se reúne con Beltrán, comandante en jefe de la 43ª División, para ofrecerle dinero a cambio de la preservación de la central. Beltrán hace lo contrario y, en la retirada, dinamita la central, que por algún tiempo, no podrá producir electricidad.
En ese sábado de abril, conocí a Martín Arnal Mur. Tiene hoy 97 años. Tenía 15 cuando la guerra empezó, 17 en el episodio de Bielsa. Con la calma fruto de los años, nos cuenta que era demasiado joven y que por eso, a pesar de haber sido movilizado en la Brigada Mixta que se retiraba de Huesca, no tenía un fusil sino que combatía con una pala con la cual excavaba trincheras y sepulturas.
Hubo otros testimonios de gente que hizo aquella travesía. Lágrimas por el dolor de la memoria, de quien era niño y vio su mundo acabar de repente, huir de las bombas que caían de los cielos
En junio, es de los últimos en pasar la frontera después de haber cruzado las aldeas destruidas. "Espectáculo dantesco", asegura. Como a otros combatientes que llegan a Francia, le dieron a elegir entre reentrar en Irún, a territorio controlado por los franquistas o entrar por Cataluña y volver al combate. Como casi todos sus compañeros vuelve a la guerra. Hasta que la derrota se instala por todas partes. Cae Barcelona, cae Valencia, cae Madrid. La República va al exilio. En ese momento, Martín, vuelve a entrar en Francia donde escapa de un probable fusilamiento.
Poco tiempo después Francia es ocupada por las fuerzas del Reich y Martín se une a la resistencia. "Simplemente no quise hacer lo que Pétain nos exhortó a hacer: obedecer al enemigo", contaba.
Como conocía bien las montañas, en 1944, tenía como función pasar a las personas a través de la frontera. En la pequeña aldea donde estábamos, hoy transformada en esta especie de parque temático en que la montaña es local de ocio citadino y reserva etnográfica de formas de vida pasadas, allí mismo donde el esquí alpino garantiza las visitas y la economía local. Allí mismo, en una casa refugio de la resistencia, Martín descansaba con sus pasajeros y se preparaba para la última jornada de 20 kilómetros por la montaña. Vincent era el cómplice y quien les aseguraba una puerta abierta, una bebida caliente, una cama hecha de paja.
Martín, levanta la cabeza, mira alrededor y pregunta si Vincent todavía vive. Ya no, le responden, pero le dicen que su viuda está allí. Los dos se levantan y se buscan en medio de los asistentes. Los brazos se abrazan en el reconocimiento. Las palabras las intercambiaron entre ellos, la emoción fue compartida por todos los que estábamos en aquella habitación.
Hubo otros testimonios de gente que hizo aquella travesía. Lágrimas por el dolor de la memoria, de quien era niño y vio su mundo acabar de repente, huir de las bombas que caían de los cielos, del ejército de moros como se conocían a las tropas franquistas, de las atrocidades de la venganza sobre las poblaciones que lucharon al lado de la República. Que creyeron que la gente era igual y que la tierra podía ser repartida. Lágrimas de quien se acuerda de la recepción solidaria de la población de aquel lado de la frontera y de los trenes que en los días siguientes los condujeron a campos de refugiados a los que llamaron "campos de concentración".
Muchos prefirieron volver en los meses siguientes, o años. Otros se quedaron por Francia porque tenían familiares y amigos que nunca consideraron realmente aquella frontera una separación eficaz entre los pueblos de la montaña. Y lágrimas también de los niños franceses, hoy octogenarios, que vivieron aquellos días en que la aldea se llenó de gente del otro lado, y lo cotidiano fue repentinamente interrumpido por la brutalidad y desesperación que presenciaban sin entender.
Y otros relatos, más actuales: Antonio Escalona, como todos los de Bielsa, hijo y nieto de refugiados, primer alcalde de la democracia, elegido por las listas del PSOE en 1979. Hasta 1982, dice, ya era alcalde hacía tres años, era parado por la guardia civil cada vez que entraba en el coche para salir de Bielsa, le apuntaban con un arma en la cara, los interrogatorios franquistas. Una transición donde las armas quedaron todas del mismo lado, la impunidad también.
El día en que tuve el privilegio de asistir a esta sesión, se celebraba el 88 aniversario de la proclamación de la República, esa república efímera que vio un proceso revolucionario al mismo tiempo que perdió una guerra, antecámara de la otra mundial que vino a posteriori. Que en realidad tuvo allí uno de sus primeros episodios: con la sublevación franquista en Marruecos y el apoyo de la Europa fascista, con la hipocresía inglesa y francesa refugiadas en una neutralidad imposible, con la complicidad activa de Salazar. Pero también con la solidaridad proletaria que combatió en todos los frentes a través de las Brigadas Internacionales, con milicianos y milicianas que hicieron de las armas su utopía concreta.
Cuenta quien lo sabe, sobre la construcción de la central eléctrica de Lafortunada en Bielsa, inaugurada en 1923, que los señoritos que vinieron de Barcelona y Madrid, con los planos y la responsabilidad del trabajo, obligaban a un hombre y un burro a subir todos los días por una pista de montaña, seis horas hacia arriba y otras tantas hacia abajo, sólo para ir a buscar el hielo con el que les gustaba beber el café y las copas antes de la siesta. Los magos de la energía de entonces, constructores de la industrialización de la costa vasca, de Zaragoza y de Barcelona, no se privaban de los privilegios de clase que, en muchos aspectos, eran todavía los del antiguo régimen.
88 años después, 14 de abril de 2018, mientras estaba en Saint Lary, dos furgonetas de policía se desplazaron con urgencia a una de estas aldeas para retirar y labrar el auto de desobediencia a alguien que, en su ventana, colgaba la bandera tricolor de la República. Poco tiempo antes, Manuela Carmena alcaldesa de Madrid, elegida por la izquierda un 10 de abril, no puede cambiar la toponimia de la ciudad por decisión del tribunal administrativo nº 8 de Madrid. Este es el caso, de la calle “Caídos de la división azul”, la legión de voluntarios falangistas que combatió bajo el mando nazi en el frente oriental de la II Guerra Mundial, y la cual Hitler llamaba cariñosamente “maltrapillos impávidos”. La operación Barbarosa, que el antropólogo Eric Wolf definió como ejemplo de la utopía racial del nacional socialismo en su pretensión de instituir la imaginaria comunidad del Volk.
Y no puedo dejar de pensar en ese otro relato, el testimonio de David Rousset, trotskista francés que, en agosto de 1936, en Marruecos, conoció a Omar Abjeli y Mohamed Wazzani, dirigentes del movimiento nacionalista marroquí. Con ellos viajó a Barcelona y estableció contactos con el POUM y con el Comité Central de las Milicias, organismo dominado por la CNT y la FAI. Durante el mes de septiembre de ese año, negociaron y establecieron un protocolo, aceptado por todos los partidos catalanes, para la independencia de los territorios españoles del Rif.
En contrapartida de este reconocimiento, del suministro de dinero y armas, los dirigentes marroquíes se comprometían a atacar la retaguardia de Franco y también su base logística. Pero el acuerdo, celebrado en Barcelona, tenía que ser aprobado por Madrid: la República acosada y presionada por el gobierno francés, no estaba dispuesta a deshacerse de los territorios coloniales. Dinero y armas para atacar a Franco todavía podía ser, pero la independencia no.
Con estas premisas, los dos marroquíes se desinteresan del plano. Rousset argumenta que lo mejor era hacer el acuerdo, llevar las armas y luego que hicieran con ellas lo que bien entendieran, pero entre una República colonial y un general de bigote que la representaba en el territorio africano ocupado, los dirigentes marroquíes prefirieron seguir su camino, ajenos a los destinos de Europa.
Llegando aquí, cabe preguntarse, ¿serán las utopías de los siglos XIX y XX responsables de las atrocidades de las guerras y del mundo caótico en que vivimos?
El episodio nos da una pequeña idea de lo que pueden ser los caminos de una Historia que podría haber sido una cosa pero que fue otra, de las "eses" interminables que nos hacen pensar en las circunstancias y en las personas que fueron protagonistas y que en gran medida determinaron el mundo que vino a continuación y aquel en que vivimos hoy. El "y si" de esta historia marroquí, podía haber cambiado el curso de la guerra. Es un "y si" gigantesco, capaz de hacernos otras preguntas. ¿Y si la guerra de España hubiera significado una derrota de las fuerzas fascistas en Europa? ¿Y si Madrid y Valencia nunca hubieran caído, ¿Y si Stalin nunca hubiera tomado el control de Barcelona acabando con las milicias y decapitado al POUM y la CNT? ¿Y si Picasso nunca hubiera tenido que pintar a Guernika? ¿Y si la Legión Cóndor, Hitler y Mussolini hubieran tenido en España su primera derrota? ¿Y si el éxodo de la población de Bielsa nunca hubiera ocurrido y hoy no hubiera hijos de refugiados sino hijos y nietos de quienes hubieran logrado expulsar a los fascistas de sus tierras?
Y "si" tanta cosa ... Pero la historia no se hace en condicional y sus sentidos serán tal vez mejor entendidos si miramos los momentos que no se cumplieron, las promesas de un futuro que no sucedió. En esas miradas desenfocadas, estarán las utopías de los siglos anteriores que hicieron la guerra de España y que hicieron a Martín, y tantos otros de su generación, combatir siempre, sin renunciar.
Llegando aquí, cabe preguntarse, ¿serán las utopías de los siglos XIX y XX responsables de las atrocidades de las guerras y del mundo caótico en que vivimos? ¿Serán éstas el pecado original de todos los conflictos, en sus apariciones políticas o religiosas? ¿Será Rafael, el viajero portugués, personaje de Thomas More, que cuenta la vida en la isla de Utopía, un ejecutor encubierto para los tiempos que estaban por venir?
El futuro es un país extraño, nos recuerda Josep Fontana al mismo tiempo que exhorta, científicos sociales e historiadores en particular, "a la tarea de reinventar un nuevo futuro, que es todavía un país desconocido". "Experiencia" y "expectativa" son el par de conceptos que Paula Godinho, en su último libro, nos hace considerar a partir de la relación entre lo antiguo y el futuro, el recuerdo y la esperanza. Para la antropología que mira el futuro como una hipótesis de construcción colectiva y no como un destino sellado, o para quien busca una idea del tiempo histórico, tendremos que "prestar atención a las arrugas de un anciano o a las cicatrices en que está presente un destino de la vida pasada", como nos dice Reinhard Koselleck. "No se detiene de idear, de pensar el futuro", nos recuerda todavía Paula Godinho, incluso cuando nos dicen constantemente que el futuro está suspendido.
Nos dice el informe del Future Today Institute que la inteligencia artificial es la tendencia declarada de los cambios tecnológicos que tenemos por delante. Que la biotecnología a través de la nanomedicina puede significar la atención de salud personalizada a través de los tatuajes de piel artificial que liberan medicación por nanotubos y evalúan la reacción del paciente por microsensores. Que las tecnologías de reconocimiento facial, las gafas de realidad aumentada son ya realidades utilizadas en el control de poblaciones. Que el dinero en efectivo va a desaparecer en 2030 en el espacio europeo y antes de eso en China y en la India.
Julio Verne y Orwell en una fusión de la realidad que, es al mismo tiempo una señal de la crisis planetaria, de esa barbarie que vaticinaba Rosa Luxemburgo, cuando el capitalismo era mucho más el olor de la pólvora que microchips. Tener hoy un ordenador, una tablet y un teléfono android nos parece natural. Y sigue pareciendo natural cuando tenemos que cambiar de aparato cada dos o cada tres años. No queremos ser obsoletos o incluso si no nos importa mucho, hay la obsolescencia programada de los materiales hechos para no durar.
El otro lado de esto son ciudades, por ejemplo, en Ghana, un suburbio de Agbogbloshie, donde cerca de 20 mil personas viven de la basura tecnológica que les llega diariamente en contenedores. Se quema el plástico a cielo abierto y de la ceniza humeante, sacan con los dedos minúsculos circuitos de cobre y de hierro con que hacen bolitas que venden a peso. Viven de la basura de una civilización tecnológica, construyen ciudades de basura donde viven. En la utopía de consumo en que vivimos, otros viven de nuestra basura, sentados en una montaña que crece cada día.
En la utopía concreta de Ernst Bloch, la esperanza es proyecto de lucha y ruptura que se basa en la historia de una fuerza social y de su papel, aunque poco reconocido. La esperanza peligrosa, la esperanza posibilidad, la esperanza emoción será un programa posible, seguramente necesario, para los tiempos que vivimos.