Ecuador
Los derechos de la naturaleza en Ecuador, una “luz de esperanza” en la lucha por el medio ambiente

El derecho de la naturaleza, una figura jurídica introducida en la Constitución de Ecuador, está sirviendo para frenar proyectos que atentan contra los ecosistemas. Así ocurrió en el Bosque Los Cedros, en el norte de este país sudamericano.
Sulma Sánchez indica en un mapa el área concesionada por los proyectos Río Magdalena.
Sulma Sánchez indica en un mapa el área concesionada por los proyectos Río Magdalena. Sebastiano Santoro
Bosque Los Cedros (Ecuador)
12 mar 2025 06:00

Para llegar al Bosque Los Cedros desde Quito sin gastar mucho dinero y sin coche, la única opción es tomar un autobús de una cooperativa de transporte privado. Una vez pasada el área urbana, el camino se convierte en un subibaja rodeado de vegetación. Después de unas horas, un camino fangoso sustituye al asfalto. Poco a poco, la niebla lo cubre todo, envolviéndome en un paisaje onírico. Después de cuatro horas se llega al primer cruce: Chontal.

Chontal es un poblado de pocas casas que forma parte de la parroquia García Moreno, en el cantón Cotacachi, al norte de Ecuador. Su población es mestiza, con pequeños porcentajes de afrodescendientes. La mayoría se dedica a la agricultura o a la ganadería. Solo hay tres pequeños comedores. Me espera Sulma Sánchez, la administradora de la Estación Científica del Bosque Los Cedros, para llevarme a Brilla Sol. Le pedí que me llevara a las comunidades alrededor del Bosque para entender qué pasó con la llegada de las empresas mineras.

En 2017, Ecuador entregó el 68% del Bosque Los Cedros para la construcción de una mina de cobre. Después de una larga batalla legal, un fallo histórico revocó la concesión invocando a los derechos de la naturaleza

El Bosque Los Cedros es un ecosistema único, que se extiende entre los 1.000 y 2.200 metros sobre el nivel del mar. Sus 5.800 hectáreas de bosque tropical húmedo premontano (bosque nublado) representan una barrera protectora de la Reserva Ecológica Cotacachi-Cayapas. La neblina persistente que lo envuelve se condensa en las hojas de los árboles más altos, goteando lentamente y haciendo que el sotobosque sea extremadamente rico en agua y formas de vida.

Carretera desde Chontal hacia Brilla Sol en la Amazonía ecuatoria.
Una imagen del Rio Magdalena en Cotacachi, norte de Ecuador. Sebastiano Santoro

Este clima peculiar lo convierte en uno de los ecosistemas con mayor biodiversidad del planeta. Científicos de todo el mundo han realizado investigaciones en este bosque y generaron alrededor de 129 publicaciones indexadas. Sin embargo, en 2017, a raíz del auge de la política estatal de concesiones mineras, el Estado ecuatoriano entregó el 68% de su superficie para la construcción de una mina de cobre. Después de una larga batalla legal, un fallo histórico de la Corte Constitucional de Ecuador revocó la concesión. El tribunal basó su fallo en los derechos de la naturaleza.

La decisión de la Corte Constitucional no surgió de la nada: se fundamentó en unos derechos revolucionarios que Ecuador había consagrado en su Constitución más de una década antes. En 2008, la Constitución ecuatoriana fue la primera en el mundo en reconocer que la naturaleza es sujeto de derecho. El artículo 71 establece que la naturaleza, o Pacha Mama, que significa “Madre Tierra” en lengua quechua, tiene derecho a existir, a conservarse y a regenerarse y que cualquier ciudadano o comunidad ecuatoriana puede pedir a las autoridades públicas el respeto de sus derechos. Esto significa que la naturaleza tiene derecho a existir, a ser protegida, a ser preservada, a ser mantenida y, cuando ya se ha degradado, a ser restaurada. 

En 2019, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, declaró que “la jurisprudencia de la Tierra puede considerarse el movimiento jurídico de más rápido crecimiento del siglo XXI”

A partir de lo que sucedido en Ecuador en 2008, a través de leyes y decisiones judiciales, más de 35 países han llegado a tener algún tipo de reconocimiento legal de los derechos naturales. En 2015, el Papa Francisco publicó la encíclica Laudato Si, en la que destacó la importancia de respetar la Tierra como “casa común”, promoviendo la idea de que la naturaleza tiene derechos a ser protegida.

Más tarde, en 2019, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, declaró que “la jurisprudencia de la Tierra puede considerarse el movimiento jurídico de más rápido crecimiento del siglo XXI”. En la última COP-16 de Cali sobre biodiversidad, se destacaron los derechos de la naturaleza en la protección de la biodiversidad y los sistemas climáticos.

Estación Científica del Bosque Los Cedros.
Estación Científica del Bosque Los Cedros. Sebastiano Santoro

Un viejo modelo de desarrollo

Se acerca la hora de la liturgia en la comunidad Brilla Sol. Hay dos mujeres sentadas en la primera fila. Todos los fieles están dispuestos ordenadamente en los bancos detrás. La misa comienza. Solo la voz del párroco rompe el silencio, recitando pausadamente las palabras del rito cristiano. A veces las dos mujeres entonan cantos litúrgicos, que los fieles siguen en coro. Sulma Sánchez había anunciado mi llegada a la comunidad, así que durante la homilía el párroco pregunta si hay alguien que quiera hablar de la mina. Silencio. Nadie habla. El aire se vuelve denso. El tema de la minería es tabú en esta pequeña comunidad rural. Y no es una coincidencia.

Desde siempre, Ecuador ha construido su economía en torno a sus riquezas naturales, transformando su suelo en una fuente de ingresos que ha cambiado de rostro con el tiempo. Ecuador ha pasado de ser productor y exportador de diversos productos: cacao, por banano, flores, camarones y finalmente petróleo. Como las reservas de petróleo se están agotando, en los últimos 15 años se ha recurrido a los metales. Oro, cobre, plata, zinc, plomo, molibdeno: el suelo ecuatoriano es rico en ellos.

“No podemos ser mendigos sentados en una bolsa de oro”, repetía el presidente Rafael Correa con insistencia para justificar su apuesta por la gran minería metálica

En la presidencia de Rafael Correa, la minería pasó a ser un pilar del desarrollo nacional. Inspirado en los modelos de sus vecinos —Colombia, Bolivia, Perú y Chile—, su Gobierno impulsó una “minería sustentable” que, en teoría, debía financiar la educación y la salud del pueblo. “No podemos ser mendigos sentados en una bolsa de oro”, repetía el presidente Correa con insistencia.

En 2012, Ecuador inició actividades mineras a gran escala. Como el país no tenía experiencia en el sector, fue necesario establecer alianzas con empresas extranjeras. Empresas chinas, canadienses y chilenas llegaron a Ecuador con dinero y conocimiento. 

Entre 1980 y 2018, la contribución de la minería al PIB del país osciló entre el 0,1 y el 0,5%. Se prevé que esta cifra haya aumentado hasta el 8,5% en 2023. A pesar de la desaceleración económica provocada por la crisis energética del año pasado, en 2024 la industria minera produjo alrededor del 10% de las exportaciones ecuatorianas. Los megaproyectos mineros han generado aproximadamente 48.000 empleos (12.000 directos y 36.000 indirectos). Entre megaminas y minas artesanales, el 7% de la superficie del país está cubierta por concesiones mineras. Pero si contamos también las concesiones potenciales, aquellas cuya extracción aún no ha comenzado, llegamos al 19% de todo el territorio.

En los últimos 20 años ha habido cinco presidentes, de partidos políticos muy diferentes, a menudo en abierto conflicto entre ellos, pero el apoyo estatal a la minería ha caracterizado tanto a los de derecha como a los de izquierda. Al momento aún no se conocen las reservas reales de metales que alberga el suelo ecuatoriano, por lo tanto se espera un crecimiento significativo del sector en el futuro. 

Sin embargo la “minería sustentable” sigue siendo más un concepto que una realidad. Los impactos ambientales de una megamina son enormes. La actividad requiere enormes cantidades de agua. Una minería mediana de cobre a cielo abierto requiere unos 500 litros de agua por segundo, es decir más que una ciudad de 250.000 habitantes. Los gases y el polvo producidos en el proceso, además de tener un efecto nocivo para la salud humana, pueden contaminar las aguas superficiales y subterráneas. Por estas razones, la minería hace que las zonas afectadas padecen problemas hídricos y se convierten en áridas.

A pesar de la desaceleración económica provocada por la crisis energética del año pasado, en 2024 la industria minera produjo alrededor del 10% de las exportaciones ecuatorianas

En resumen, aunque los valores económicos sigan aumentando, los impactos ecológicos y sociales de un megaproyecto minero son enormes. Contaminación de cursos de agua, consumo y degradación del suelo, deforestación, pérdida de biodiversidad; pero también problemas de seguridad laboral, pérdida de formas tradicionales de vida y de trabajo para las comunidades humanas afectadas, fractura del tejido social, expulsiones —sobre todo si se trata de pueblos indígenas, casi el 29% de los territorios indígenas están afectados por concesiones mineras—, aumento de conflictos ambientales, criminalización de las protestas, persecución, intimidación y, en los casos más graves, homicidio—.

“Una vez tuve que esconderme con mi familia en el bosque porque nos avisaron que estaban entrando sicarios a matarme”, cuenta Carlos Zorrilla, activista antiminero que vive en la comunidad de Junín. Ubicada en el Valle de Intag, a pocos kilómetros del Bosque Los Cedros, la comunidad de Junín ha mostrado una tenaz resistencia a la industria minera desde la década de 1990. En 1995 en respuesta a la llegada de varias compañías extranjeras, Zorrilla y otros activistas fundaron Defensa y Conservación Ambiental de la Minería (Decoin), una asociación que ha desempeñado un papel crucial en la concienciación de las comunidades locales sobre los impactos de la minería.

La resistencia de las comunidades de Junín provocó la retirada de varias empresas mineras, incluidas la japonesa Bishi Metals y la canadiense Ascendant Copper. Sin embargo, a lo largo de los años esta oposición a las empresas privadas ha provocado muchas tensiones sociales. Lo cual no ha cambiado con la llegada de las empresas mineras estatales.

Liliana Cumba y sus dos hijas.
Liliana Cumba y sus dos hijas. Sebastiano Santoro

En el marco del proyecto minero Llurimagua, en mayo de 2014, aproximadamente 300 policías ingresaron violentamente a las comunidades de Junín para escoltar a técnicos de la empresa estatal Enami y de la chilena Codelco. “Se metieron con gallineta [retroexcavadora] y volquetas para empujar a la gente. Se vivieron hostigamientos, porque imagínate los guaguas [niños] de la comunidad de Junín tenían que jugar rodeados de policías”, cuenta Paul Gadalotuña, agrónomo y experto en desarrollo local. “En esa época yo trabajaba para el municipio de Cotacachi”, afirma Guadalotuña, que además cuenta que los operativos policiales resultaron en la criminalización y detención arbitraria de dos líderes comunitarios.

Carlos Zorrilla me explica que la lucha antiminera absorbe toda su energía, impidiéndole dedicarse a otra cosa. Organizar campañas sociales requiere tiempo y dinero. La precariedad económica es un problema que afecta a muchos activistas antimineros, a menudo sin seguro social y sin ingresos estables. “La minería es como una nube oscura que siempre está sobre uno. Cualquier momento puede lanzar una tormenta —dice el fundador de Decoin—. Es difícil describir esta nube, pero la gente de las comunidades la siente. En cualquier momento se puede reactivar. Es como una pesadilla. Una ansiedad permanente”. 

“Una vez tuve que esconderme con mi familia en el bosque porque nos avisaron que estaban entrando sicarios a matarme”, cuenta Carlos Zorrilla, activista antiminero que vive en la comunidad de Junín

Cuando en marzo de 2017 el Ministerio de Minería ecuatoriano otorgó la concesión para el proyecto Río Magdalena en el Bosque Los Cedros, se repitió un escenario similar. Aun cuando no hay hostilidad ni violencia, en las comunidades donde se desarrollan proyectos mineros se genera una división social difícil de sanar.

Raquel Aguilar y Liliana Cumba, las dos mujeres que hasta hace poco cantaban durante la misa, ahora se atreven a hablar. “Nos dividimos. Unos querían la minería, otros no”, sostiene Aguilar, una anciana señora, simpática y llena de energía, que vive en la comunidad de Brilla Sol desde hace 40 años. Sulma Sánchez me cuenta más. Cuando llegaron las empresas mineras, lo primero que hicieron fue sobornar con dinero a los dirigentes de las comunidades aledañas al Bosque, prometiéndoles trabajo y favores materiales, para que a su vez el resto de la comunidad también sea favorable a la mina. Hasta con Sánchez hicieron así. La promesa de un empleo, de mejores carreteras y de otras infraestructuras esenciales como escuelas y tiendas representa una oferta difícil de rechazar.

Liliana me explica la razón por la que estaba en contra de la mina: “Antes, cuando no había llegado la empresa minera, todos nos llevábamos bien. Nos poníamos de acuerdo”

Oponerse a la mina, en comunidades donde el Estado nunca ha traído nada, requiere no sólo valentía, sino también imaginación. “Yo nunca quise la minería, porque había que pensar en el futuro. Sí, tengo trabajo, tengo dinero y todo eso, pero después quedamos contaminados”. Liliana Cumba es la otra mujer que cantaba durante la misa. Vive en Brilla Sol desde pequeña y aquí ha criado a su hijo y sus dos hijas. Mientras ella me habla, las dos jóvenes están sentadas a nuestro lado. Con la mirada baja pero la voz firme, Liliana me explica la razón por la que estaba en contra de la mina: “Antes, cuando no había llegado la empresa minera, todos nos llevábamos bien. Nos poníamos de acuerdo sobre cualquier cosa. El momento en que llegó, hubo bastantes desacuerdos. Ya pues se dividió la comunidad, incluso se dividieron familias —entonces Cumba hace una pausa e indica a las hijas—. No podemos ser egoístas y pensar solo en uno, o sea tenemos que pensar en las futuras generaciones, ¿no? ¿Qué van a decir de nosotros?”.

“Los mineros hicieron un discurso contra los ambientalistas. Ahí fue cuando se rompió el tejido social de las comunidades”, dice Sulma Sánchez. “Las personas que tenemos conciencia ambiental, pues, pensamos en el futuro. Y en la importancia que tienen esos bosques, por ejemplo, para la regulación de los climas, la conservación del agua, de la biodiversidad. ¿Después qué va a pasar? Una minera en un bosque protector iba a ser una destrucción fatal”, Sánchez afirma.

Sulma Sánchez, además de ser residente de esta comunidad, trabaja en la Estación Científica de Los Cedros. Este centro, situado a dos horas de camino en el medio del bosque, ha aportado información científica crucial sobre la biodiversidad única del lugar. La evidencia sobre la presencia de numerosas especies amenazadas resultó decisiva para la histórica sentencia de la Corte Constitucional.

Una sentencia con eco internacional

Ya casi es de noche. Las primeras polillas comienzan a revolotear en el aire. Hay muchas, muchísimas. Entre ellas, distingo una que jamás había visto: la bertholdia albipuncta, con su dorso adornado de azul claro, rojo y amarillo. Se estima que en el Bosque habitan más de 600 especies de polillas. Sin embargo, no son las únicas. La biodiversidad animal y vegetal es asombrosa: 216 especies de aves, 180 de orquídeas, además de decenas de especies de hongos, anfibios, reptiles y murciélagos, encuentran refugio bajo la densa vegetación de Los Cedros. También hay mamíferos raros. Se calcula que 179 especies en peligro de extinción dependen de este ecosistema, entre ellas el mono araña de cabeza de café (ateles fusciceps), el capuchino de cabeza blanca (cebus capucinus), el mono aullador de manto dorado (alouatta palliata), el oso andino (tremarctos ornatus) y el jaguar (panthera onca). Para todos estos seres vivientes, la minería podría tener un impacto devastador.

El Bosque Los Cedros es mucho más que un refugio para la vida silvestre. Este bosque desempeña un papel crucial en la preservación del equilibrio ecológico de todo el planeta

Ubicado en la convergencia de dos regiones de altísima diversidad biológica —los Andes tropicales y la Biorregión del Chocó Andino—, el Bosque Los Cedros es mucho más que un refugio para la vida silvestre. Este bosque desempeña un papel crucial en la preservación del equilibrio ecológico de todo el planeta. Por un lado, es el hábitat de una gran diversidad de especies raras, muchas de ellas endémicas, o sea viven sólo en esta reserva; por otro lado, Los Cedros es una zona de gran importancia hídrica donde nacen tres microcuencas hidrográficas que abastecen de agua a aproximadamente 3.000 personas en nueve comunidades rurales.

La bióloga Elisa Levi, quien ha seguido de cerca el caso de Los Cedros y ha intervenido en una de sus audiencias como amicus curiae— figura legal que permite a expertos aportar conocimientos técnicos para enriquecer el debate judicial— lo advierte sin titubeos: “Existen pruebas científicas que confirman el impacto devastador que tendría la minería en un ecosistema como este”. Más allá de fragmentar el hábitat y poner en riesgo la migración de especies, acelerando su posible extinción, la actividad minera contaminaría los cuerpos de agua con sustancias tóxicas. La construcción de carreteras y la deforestación asociada a la exploración minera no solo favorecerían la tala ilegal, sino que aumentarían la pérdida de biodiversidad y la degradación del hábitat. Además, la destrucción de la cobertura vegetal comprometería el equilibrio hídrico, afectando el almacenamiento de humedad y generando impactos a largo plazo en cuencas hidrográficas enteras.

“La minería en un bosque, en ese paraíso, realmente era algo loco”, dice el juez de la Corte Provincial de Imbabura Javier de la Cadena, quien decidió en segunda instancia el caso de Los Cedros. Todo comenzó el 3 de marzo de 2017.

Ese día, el Estado ecuatoriano concedió a la Empresa Nacional Minera (Enami EP) y su socio estratégico, la canadiense Cornerstone, el 68 % del Bosque para explorar un proyecto de extracción de cobre. Meses después, la municipalidad de Cotacachi —en Ecuador se llama GAD— presentó una acción de protección ante un tribunal local, respaldada por el equipo de la Estación Científica Los Cedros, activistas y vecinos de las comunidades aledañas. Argumentaron que la concesión violaba los derechos de la naturaleza y el derecho a la consulta previa de la comunidad.

Cuatro días después, se llevó a cabo la audiencia. El juez negó la acción, alegando que dentro del bosque no hay comunidades a las cuales consultar. “¿A quién le voy a preguntar, a los pajaritos?”, comentó irónicamente el juez fuera de la audiencia. El GAD de Cotacachi apeló. En 2018, el caso llegó a la Corte Provincial de Imbabura, bajo el juez ponente De la Cadena.

Luego de dos audiencias y una visita de campo, un año después la Corte Provincial aceptó parcialmente la acción de protección. No por la violación de los derechos de la naturaleza, sino porque se comprobó que las comunidades no fueron consultadas. “Se trataba de darles la posibilidad de decidir. Pero hasta ese momento en Ecuador nadie lo había planteado. No existía un precedente. Fue un riesgo, estábamos creando derecho. Pero resolvimos que las empresas mineras y el Ministerio de Energía y Minas debieron hacer la consulta previa”, comenta el juez De la Cadena.

Para revertir el fallo, la empresa minera interpuso una acción de protección ante la Corte Constitucional, el máximo órgano de justicia constitucional del país. Este tipo de procesos suelen tardar años, y mientras la sentencia estaba pendiente, las empresas continuaron operando ilegalmente. Sin embargo, de forma inesperada, la Corte seleccionó el caso para resolverlo de manera prioritaria.

En diciembre de 2021, la Corte Constitucional dictaminó que las actividades mineras del proyecto Río Magdalena podrían causar un daño grave e irreversible al ecosistema de Los Cedros

“Como estábamos en pandemia, las audiencias fueron en línea”, explica la bióloga Elisa Levi. “Normalmente, para participar en una audiencia de la Corte Constitucional tienes que hacer un registro y tienes que estar ahí, en Quito. Pero como era en pandemia, pudieron participar muchos científicos y científicas de todo el mundo, que así lograron dar su testimonio como amicus curiae”. 

Finalmente, en diciembre de 2021, la Corte Constitucional dictaminó que las actividades mineras del proyecto Río Magdalena podrían causar un daño grave e irreversible al ecosistema de Los Cedros. Aplicando el principio de precaución, determinó que la minería vulneraba el derecho a un ambiente sano, el derecho al agua y los derechos intrínsecos del Bosque y sus especies a existir y regenerarse. En consecuencia, anuló los permisos mineros. El riesgo ecológico pesó más que el interés económico del Estado.

Agustín Grijalva, el juez ponente de la sentencia, atiende a mi llamada desde su estudio, rodeado de libros. “El principio de precaución viene del derecho ambiental, pero en la Constitución ecuatoriana se ve como resignificado al incluirlo en los derechos de la naturaleza. Me parece que tiene mucho sentido: aplicarlo a la biodiversidad implica reconocer un valor intrínseco en la naturaleza —explica Grijalva—. Cuando la naturaleza es valorada no por los servicios que presta a los humanos, o más allá de cualquier valor económico, sino por un valor propio, que tiene en sí misma, entonces esta valoración intrínseca es justamente el núcleo de los derechos de la naturaleza”.

El fallo tuvo un gran eco internacional. Grijalva lo sabe bien y la cosa le da curiosidad: “Esta sentencia me sigue persiguiendo. Ya van casi cuatro años y todavía me persigue por todos lados”. En un documento, ha registrado cada referencia a la sentencia: revistas especializadas, periódicos internacionales, organismos internacionales e incluso poemas. El impacto artístico de la decisión también ha sido notable. Hace poco, un grupo de artistas creó una canción en la que el Bosque Los Cedros figura como coautor.

Aplicando el principio de precaución, determinó que la minería vulneraba el derecho a un ambiente sano, el derecho al agua y los derechos intrínsecos del Bosque y sus especies a existir y regenerarse

Le pregunto por qué cree que este fallo ha capturado tanto interés. “Generalmente se habla de derechos de la naturaleza cuando ya hay contaminación. Lo novedoso en Los Cedros es que la actividad minera ni siquiera había comenzado”, contesta Grijalva. Pero el impacto del caso trasciende sus palabras. Que quede claro: el fallo de Los Cedros no es la única sentencia de este tipo en Ecuador, ha habido otras que protegieron ríos, manglares y especies animales. También existen precedentes importantes en otros países —en España por ejemplo hay el caso del Mar Menor—. Sin embargo, la alianza intercultural entre políticos locales, activistas, científicos, juristas y artistas en la defensa de Los Cedros es lo que hace que este caso sea excepcional.

Entonces, a estas alturas, ¿qué significan realmente los derechos de la naturaleza?

Derechos más que humanos

Primero, le pregunté a Alberto Acosta, presidente de la Asamblea Constituyente que aprobó la introducción de estos derechos en la Constitución ecuatoriana. “Cuando empieza la Asamblea Constituyente del año 2007, en Ecuador vivíamos un momento de profundos cambios. Los indígenas, que habían sido normalmente vistos como objeto de la política ecuatoriana, emergen como sujetos políticos portadores de su propia visión de mundo —explica Acosta—. Uno de los elementos fundamentales de esta visión es la vida en armonía con la naturaleza, con la Pachamama, la Madre Tierra. Para las comunidades indígenas, la Madre Tierra no es una metáfora, es una realidad. Ese es un tema clave que hay que tener en cuenta”.

Las cosmovisiones indígenas han sido esenciales en la formulación de los derechos de la naturaleza. Como destaca el famoso estudio etnográfico de Philippe Descola, Más allá de naturaleza y cultura, para la comunidad amazónica achuar, los elementos naturales no son ajenos al ser humano, sino que forman parte de una sociedad ampliada en la que cada ser vivo es considerado un sujeto con intencionalidad propia. Según los achuar, no existe una separación entre naturaleza y cultura: plantas, animales, ríos y montañas poseen una interioridad similar a la de los humanos, diferenciándose principalmente en la forma en que se comunican con nosotros. Cada ser pertenece a una comunidad interconectada, la Pachamama, donde las relaciones no están reguladas por una jerarquía antropocéntrica, sino por un sistema de reciprocidad y respeto. Una visión similar se encuentra entre muchas otras poblaciones indígenas, tanto en Ecuador como en otros lugares.

Sin embargo, no estamos hablando solo de visiones e ideas. Es necesario dar otro salto cultural respecto a lo que estamos acostumbrados. Otro elemento clave de los derechos de la naturaleza es el Buen Vivir. “El Buen Vivir es más una vivencia que un concepto. No es una teoría, es la vida misma. La vida en armonía consigo mismo —dice Acosta—. Pero para poder vivir en armonía consigo mismo, el ser humano tiene que vivir en armonía con el resto de la comunidad de seres vivientes. Esa sería, para mí, una de las esencias del Buen Vivir. Detrás de ello, hay muchas experiencias, muchos valores, incluso muchísimas prácticas”.

“A pesar de sus diferencias, todos parecen compartir la comprensión de que la naturaleza es el hogar que nos une, humanos y no humanos”, dice Alberto Acosta

A medida que exploramos los derechos de la naturaleza, se hace evidente que abogados, jueces, activistas, políticos, artistas, biólogos, naturalistas, líderes comunitarios y agricultores, tanto ecuatorianos como extranjeros, convergen en un mismo objetivo: proteger la vida. A pesar de sus diferencias, todos parecen compartir la comprensión de que la naturaleza es el hogar que nos une, humanos y no humanos. De hecho, la palabra “ecología” proviene del griego y significa “discurso (logos) sobre la casa (oikos)”.

Acosta destaca que no es necesario recurrir exclusivamente a las cosmovisiones indígenas para comprender los derechos de la naturaleza. “Hay varias entradas hacia esta visión. ¿Has leído alguna vez El barón rampante de Italo Calvino? Su protagonista, que vive en los árboles, diseña un proyecto de Constitución en el que imagina una sociedad que respeta y valora la naturaleza. Este libro fue publicado en 1957. Hay muchas personas que han entendido que la Tierra es una madre. Podemos remontarnos al filósofo Baruch Spinoza o a San Francisco de Asís”. “Se dice que todos los caminos conducen a Roma, yo puedo decir ahora que todos los caminos conducen a los derechos de la naturaleza”, concluye Acosta.

Este discurso se complementa con las palabras del juez Grijalva: “Creo que los derechos de la naturaleza son fundamentalmente una crítica. No constituyen realmente una teoría estructurada como el derecho ambiental, que tiene su historia, sus categorías y sus instituciones. Los derechos de la naturaleza son, sobre todo, una reflexión y un clamor ante los desastres naturales que estamos sufriendo”.

“Los derechos de la naturaleza son, sobre todo, una reflexión y un clamor ante los desastres naturales que estamos sufriendo”, dice el juez Grijalva

“Vivimos en una ficción, en un mundo irreal donde cultura y naturaleza son entidades separadas, aisladas el uno del otro. Pero eso no existe. Nosotros somos parte de la naturaleza y dependemos de ella cada segundo: respiramos su aire, nos alimentamos de lo que produce la tierra, nuestra economía transforma elementos naturales. Nunca hemos creado algo de la nada y nunca lo haremos”, argumenta Grijalva. “Los derechos de la naturaleza cuestionan la forma en que vemos los derechos humanos, la economía y las ciencias políticas. Todo debería replantearse”.

En la misma línea sigue Natalia Greene, directora de la Global Alliance for the Rights of Nature (GARN), una ONG ecuatoriana que trabaja para promover el reconocimiento de los derechos de la naturaleza. GARN reúne a activistas, abogados, científicos y líderes comunitarios con el objetivo de transformar la relación entre los humanos y el medio ambiente. “Nuestros gobernantes siguen buscando riqueza a través de la extracción de recursos. Pero si queremos conservar la biodiversidad de Ecuador, debemos buscar otro modelo de desarrollo basado en otro tipo de riqueza”, afirma Greene. 

Para ella, los derechos de la naturaleza representan “una luz de esperanza” frente a las múltiples crisis en las que vivimos. Aunque el concepto aún no es mainstream, Greene cree que está creciendo, especialmente entre las nuevas generaciones. “Para los niños es algo evidente; el problema es que, al crecer, desaprendemos nuestra conexión con la naturaleza”. Y agrega: “No importa si lo dice un religioso, un hippie o un abogado: necesitamos reconectar con la Tierra”.

Después de escuchar tantas voces, queda claro que los derechos de la naturaleza no son solo una cuestión jurídica, sino un cambio de paradigma. No se trata solo de proteger la naturaleza, sino de reconocerla como sujeto, de entender que su salud está indisolublemente ligada a la nuestra. 

Las palabras de quienes participaron en este reportaje se entrelazan en un discurso más amplio que nos invita a repensar nuestro lugar en el mundo. La idea de que la naturaleza es una entidad separada del ser humano se vuelve insostenible ante la crisis ecológica actual. Tal vez, como sugiere Acosta, haya muchos caminos para llegar a esta conciencia: desde la filosofía a la espiritualidad, desde la ciencia al derecho. Pero el punto final es el mismo: reconocer los derechos de la naturaleza significa reconocer nuestra interdependencia con ella. Es una cuestión ética, ecológica, pero también profundamente práctica. Tal vez esta sea la lección que podemos extraer de las cosmovisiones indígenas, de la experiencia jurídica ecuatoriana y de las luchas de quienes, en todo el mundo, defienden nuestro futuro común.

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