Opinión
Un deseo antípoda

El malestar psicológico debe transformarse en ira politizada. Es quizá por eso que los movimientos sociales de la generación Z encumbran símbolos diferentes, nuevos y viejos al mismo tiempo.
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Acampada en la Universidad Complutense de Madrid para pedir el fin de la colaboración académica con Israel en mayo de 2024. David F. Sabadell
23 feb 2025 06:00

La historia de la humanidad puede ser comprendida como un pulso entre la ensoñación y la materia. Entre lo corpóreo y lo intangible. Desde Platón y su mundo de las ideas, donde todo es perfecto e inmutable, hasta el materialismo marxista, donde la realidad es una, conformada por la tierra que pisamos y por el sudor que tiñe nuestra frente.

El relato, por tanto, es un campo de batalla, donde los sueños son un bien preciado, pues el sueño esconde en su seno al deseo. Desear es quizá el verbo más cotizado en el capitalismo tardío. Lo que soñamos, lo que anhelamos, lo que deseamos, constituye el principal motor para la acción social y política.

Los sociólogos de la Escuela de Frankfurt ya nos advertían de cómo la industria cultural, es decir, todos aquellos ámbitos de la cultura moderna como el cine, la literatura, los programas de televisión, etc., producidos de manera estandarizada y sometidos a las lógicas del capital, eran un arma formidable para generar una supremacía política aplastante.

Más tarde, Fredric Jameson recogería el testigo y nos narraría cómo la hegemonía del capital era tan mayúscula después de la década de los 50, que la modernidad y sus principios básicos, algunos que incluso podrían tener un epicentro revolucionario, eran totalmente capitalizados por la ideología capitalista. La instrumentalización era tal, que incluso se podía usar la estética de estos mismos símbolos revolucionarios sin ser un peligro para el propio capitalismo, que sacaba tajada de la mercantilización de estos productos. Ejemplo de ello eran las ventas masivas de camisas con eslóganes comunistas o anarquistas, o con los rostros de líderes revolucionarios como el Che Guevara. El capitalismo lo controlaba todo, incluso los sueños que pretendían acabar con él.

Ya entrados en el segundo milenio, Mark Fisher seguiría con la disección sobre la cultura posmoderna que hizo Jameson, yendo más allá y poniendo al deseo como el objeto de estudio predilecto para entender por qué estamos como estamos. Fisher nos anuncia la muerte de la posmodernidad, para dar paso a la era del realismo capitalista. Según el crítico cultural británico, nuestra época actual se caracteriza por una captación total y plena del pensamiento, los sueños y el deseo por parte de la ideología capitalista. La hegemonía es tan pesada y de tal densidad sobre nuestro imaginario colectivo, que hemos perdido la capacidad de imaginar fuera del capitalismo.

¿Si no somos capaces de soñar fuera de los marcos actuales, si no tenemos herramientas para afrontar problemas como la crisis climática, el auge del fascismo o la precariedad laboral? ¿Para qué soñar? ¿Si el sueño se ha convertido en una pesadilla sin salida, dónde está esa dimensión genuina que se esconde en el poder del cambio radical?

Los sueños, según el psicoanálisis, esconden el inconsciente, pero desde la sociología tenemos otra explicación. Ese inconsciente, esa dimensión de lo autónomo, lo que esconde realmente es una estructura de deseo y acción. ¿Por qué deseamos comprar tales productos, ver ciertas películas, adquirir ciertas marcas de ropa, soñar con viajar a ciertos países? ¿Por qué soñamos con el éxito económico, un físico canónico o el continuo carpe diem? Las respuestas a todo eso están en cómo la ideología capitalista nos condiciona de tal manera que creemos que nuestros sueños surgen de un anhelo natural. Pero nada más lejos de la realidad, soñamos lo que percibimos como natural, pero en ello se esconde una invisible capa de ideología capitalista.

Tenemos que aprender a soñar diferente, a no caer en la desidia del horizonte que se nos presenta en la cotidianidad actual. Pero nos cuesta, sumidos en lo que Mark Fisher describe como hedonia depresiva

La obra de Mark Fisher es interesante porque parte de una realidad aterradora, pero lejos de hacerse un ovillo frente a ella, bucea en el negro azabache del capitalismo para ir juntando pequeñas piedras blancas, pequeños resquicios de un deseo olvidado, un deseo de trascender, un deseo extremo, radicalmente diferente, un deseo antípoda.

Tenemos que aprender a soñar diferente, a no caer en la desidia del horizonte que se nos presenta en la cotidianidad actual. Pero nos cuesta, sumidos en lo que Mark Fisher describe como hedonia depresiva, el cansancio mental que este capitalismo nos provoca lo invade todo. Un sufrimiento que simplemente intentamos paliar, pero nunca superar. Intentamos ir al gimnasio, vivir a la moda, disfrutar el momento, consumir instantes paliativos. Pero eso siempre es insuficiente; la raíz del malestar es social, es sistémica. Solo un deseo postcapitalista nos podrá sacar de ello.

El malestar psicológico debe transformarse en ira politizada. Es quizá por eso que los movimientos sociales de la generación Z encumbran símbolos diferentes, nuevos y viejos al mismo tiempo: la bandera de Palestina, el puño cerrado que refleja el color morado del feminismo, el rojo del marxismo, el rojo y el negro del anarcosindicalismo, nuevos símbolos en simbiosis con viejos significados ya olvidados y canibalizados por el realismo capitalista.

Nos enfrentamos a un escenario sombrío, donde las problemáticas sociales y ecológicas nos acechan como una espada de Damocles, dejando en evidencia la fragilidad de nuestra civilización

Es en esta generación venidera donde se depositan todas nuestras esperanzas, confiando en que seremos capaces de forjar un futuro diferente, en medio de una sociedad que parece desmoronarse bajo el peso de sus propios conflictos. Nos enfrentamos a un escenario sombrío, donde las problemáticas sociales y ecológicas nos acechan como una espada de Damocles, dejando en evidencia la fragilidad de nuestra civilización. En estos claroscuros surgen los monstruos, símbolos y significados que nos impiden avanzar, como si se nos hubiese prohibido soñar con libertad. Aun así, en la penumbra, empiezan a sonar, apenas audibles pero constantes, tambores de cambio. Este sueño por venir no será uno cualquiera; será un sueño postcapitalista o no será, un sueño radicalmente distinto, opuesto en su esencia a lo que conocemos, o no será. De este deseo antípoda, que desafía lo que hemos conocido, dependerá que logremos construir una realidad radicalmente nueva.

Tú que cantas todas mis muertes.
Tú que cantas lo que no confías
al sueño del tiempo,
descríbeme la casa del vacío,
háblame de esas palabras vestidas de féretros
que habitan mi inocencia.
Con todas mis muertes
yo me entretengo a mi muerte,
con puñados de infancia,
con deseos ebrios
que no anduvieron bajo el sol,
y no hay una palabra madrugadora
que le dé la razón a la muerte,
y no hay un dios donde morir sin muecas.

—Alejandra Pizarnik, Artes Invisibles

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