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Educación pública
Jubileo para la educación pública confinada. Contra el “Sálvese quien pueda” del purgatorio escolar
Colaborador de la Casa Invisible y docente en la Universidad de Málaga
Marx había dicho que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial.
Pero tal vez se trate de algo completamente diferente.
Es posible que las revoluciones sean, para la humanidad que viaja en ese tren,
el acto de accionar los frenos de emergencia.
Rogelio López Cuenca, NotBremse (2020)
Quien firma estas líneas (agazapado en la madrugada confinada tras sellar una tregua de sueño con dos tiernos infantes) da clases en la Universidad de Málaga y participa en un cole público y en organizaciones docentes de distintos niveles educativos. En todos estos ámbitos, y con todas mis limitaciones, llevo semanas poniendo el oído para percibir cómo se afrontaba el cierre de los centros escolares públicos y el confinamiento doméstico por la pandemia de la COVID-19. Y confieso que en ocasiones los oídos me han pitado, exponiéndome a cuadros que, de no ser por la vuelta al consenso en torno a la confianza en los equipos docentes y al aprobado como norma general, podrían dar pie a una purga (o mejor, un purgatorio) escolar donde imperase el “Sálvese quien pueda”.
No quiero olvidar que, como tantas veces, la cosa va por barrios. Pero por ahora (aunque habrá que volver sobre ello) no entro en las dificultades de quienes trabajan por una escuela inclusiva o en coles de compensatoria cuya prioridad absoluta en el confinamiento es que todo su alumnado apruebe la asignatura de “Comedor”, y ello con gobiernos que por momentos no daban ni agua. Igualmente obvio lo referente a los centros educativos privados, que responden a lógicas que son muy suyas. Así pues, a partir de los pitidos en mis oídos quiero comenzar esbozando una amplia variedad (de la A a la Z) de cuadros educativos en torno a la sobrevenida teleescuela pública. Asumo que no dejan de ser caricaturas, y además limitadas, por proceder de un entorno como el mío, donde ante todo prima la fortuna de no haber sufrido la COVID-19 y de poder poner cada día en la mesa comida y dispositivos conectados a Internet:
a) Progenitores preocupados por que los maestros mandan pocas tareas y no saben cómo mantener entretenidos a los críos.
b) Progenitores preocupados por que los maestros mandan muchas tareas y no saben cómo conciliar su supervisión con los cuidados domésticos y el (tele)trabajo. Mención aparte merecen los progenitores que se dejan la piel en la sanidad pública (y a la prole en casa).
c) Progenitores preocupados por que los maestros mandan muchas tareas y no saben cómo conciliar su supervisión con los cuidados domésticos y la búsqueda de (tele)trabajo o el trámite de los diversos subsidios.
d) Progenitores que después de Semana Santa pasaron de la categoría a) a la b) o la c).
e) Progenitores b), c) o d) que directamente optan por hacerles las tareas a sus hijos,máxime si piensan que de lo contrario pueden suspender o repetir.
f) Progenitores b), c) o d) que desearían ser e) pero no pueden debido a la complejidad de las tareas.
g) Docentes sorprendidos de lo impolutas que están las entregas de los hijos de los progenitores e).
h) Docentes que, lejos de sorprenderse como los g), aprovechan para volcarse con los hijos de los progenitores f) que necesitan más ayuda.
i) Alumnado preocupado por lo mismo que los progenitores a).
j) Alumnado preocupado por lo mismo que los progenitores b).
k) Alumnado que después de Semana Santa pasó de la categoría i) a la j).
l) Progenitores que quieren que sus hijos estén toda la mañana pegados a las pantallas con clases y/o tutorías sincrónicas.
m) Docentes/progenitores que se quejan de los progenitores l) porque rechazan exponer a sus estudiantes/hijos (máxime si son menores) a plataformas comerciales que no son seguras y/o se dedican al tráfico de datos personales.
n) Progenitores que después de Semana Santa pasaron de la categoría l) a la m) tras informarse mejor sobre Zoom (por no hablar de Google, Facebook y otras clásicas).
ñ) Docentes que se quejan de los progenitores l) porque a su vez tienen hijos que mantener toda la mañana pegados a las pantallas con clases o tutorías sincrónicas.
o) Progenitores que se quejan de los progenitores l) porque no hay quien mantenga sentados a los hijos diez minutos sin supervisión.
p) Alumnado que se queja de los progenitores l) porque sus propios progenitores necesitan usar sus dispositivos electrónicos para realizar su teletrabajo sobrevenido y solapado con el horario escolar.
q) Docentes que se hacen youtubers y se quejan por falta de followers en directo.
r) Alumnado cuyos docentes se hacen youtubers y se quejan de que no caigan en que sus conexiones (las de los docentes o las del alumnado, tanto da) no dan para tales actuaciones en directo.
s) Docentes que apuestan por la asincronía y se quejan de que el alumnado (o las familias) quieren actuaciones en directo.
t) Docentes que creen en metodologías participativas y se encuentran con alumnado o familias que quieren clases magistrales.
u) Alumnado o familias que creen en metodologías participativas y se encuentran con docentes que aprovechan la coyuntura para volver a las clases magistrales sin apoyo extra.
v) Docentes que se asoman a sus balcones virtuales para reprender a otros docentes que creen que no trabajan tanto como ellos.
w) Docentes que creen en la evaluación continua y formativa y se encuentran con alumnado o familias que quieren un examen final a cara o cruz.
x) Alumnado y familias que creen en la evaluación continua y formativa y temen que los docentes hagan una escabechina improvisando nuevos criterios.
y) Alumnado, familias y docentes que temen que la desconfianza en la comunidad educativa de ciertos gobernantes provoque una escabechina disfrazada de despotismo ilustrado (meritocrático).
z) Alumnado, familias y docentes que se asoman al abismo si, en medio del confinamiento, se les escacharran ordenadores, móviles, tablets o la propia conexión a Internet.
En su tránsito hacia la virtualidad, la sociedad ha evidenciado brechas de clase que arrastrábamos y que la educación pública solo lograba compensar (pese al azote austeritario) merced a la co-presencialidad, sobre todo en los niveles obligatorios.
¿Algún reconocimiento, algo que suene familiar? Si escribo esto es porque yo desde luego encuentro inquietantes algunos de estos cuadros, en la medida en que bajo ellos parece fluir una corriente que podría llevarse por delante aspiraciones básicas de la escuela pública como la igualdad, la democracia, la inclusividad o la emancipación. A esto aludo al advertir de la posibilidad de que acabemos generando un purgatorio escolar que confine al alumnado más desfavorecido (por motivos de género, clase, discapacidad, etnia o incluso de simple salud) en el fracaso y la marginación: suspenso(s), repetición de curso, separación de sus compañeros de aula, no superación de ciclo, etc. Y contra esto defiendo profundizar en los citados valores de la educación pública para que toda la comunidad escolar salga del confinamiento con un auténtico jubileo. Y digo “auténtico jubileo” porque, le pese a quien le pese, no hablo solo en sentido figurado: afirmo que para que la educación pública se haga acreedora de la salvación nos toca abrazar las dos grandes lecciones que nos da la Iglesia Católica en estos tiempos de pandemia global.
Lección 1) Educación pública compensatoria dispensatoria para una sociedad sin clases
La sociedad sin clases ha llegado, pero no por una revolución como la que concebía Marx. La ha traído un virus que, cual espontáneo, ha saltado al ruedo mundial para cerrarnos a cal y canto los centros educativos. El problema es que, en su tránsito hacia la virtualidad, tal sociedad sin clases ha evidenciado brechas de clase (y otras citadas arriba) que arrastrábamos y que la educación pública solo lograba compensar (pese al azote austeritario) merced a la co-presencialidad, sobre todo en los niveles obligatorios. Y es que, como afirma Marisa Pérez Colina, la COVID-19 ha irrumpido en nuestra vida escolar como un alertador que, “aireando a la vez muchos de los fallos del sistema, en un momento crítico en el que el confinamiento nos obliga a contemplarlos (y sufrirlos) desde el encierro, ha desvestido la realidad como distopía”. Ante esta endiablada situación, seguramente la escuela pública llegue a reinventar su función compensatoria de modos creativos y audaces, primando siempre el cuidado que tan crucial se ha revelado estas semanas. Pero entretanto hemos de plantearnos algo más modesto y urgente: mientras no pueda ser compensatoria, la educación pública debería al menos ser dispensatoria.
He aquí la primera lección que aprender de la Iglesia Católica. Y es que al poco de declararse el estado de alarma, y mientras nuestros responsables educativos seguían en shock o, peor aún, nos freían a instrucciones extemporáneas y confusas, a las autoridades católicas no les tembló el pulso para decretar la dispensa de asistir a la misa dominical. No hablo, pues, de la pecatta minuta de suspender unas clases de mates, unas prácticas formativas o una lectura de tesis; hablamos de saltarse el primer Mandamiento de la Iglesia, “la obligación del domingo”, algo que el Catecismo católico (CIC, can. 2181) condena como “pecado grave”.
A partir de esta dispensa, la Iglesia permitió a los sacerdotes celebrar misas a puerta cerrada (y les siguió pagando religiosamente por ello), a la vez que invitó a los fieles a seguirlas por televisión, radio o Internet en la medida de lo posible. Pero todo ello sin caer en pretensiones vanas, pues el Papa Francisco advirtió claramente del cambiazo que supondría reemplazar la celebración eucarística con este sucedáneo virtual que le priva de su decisivo componente de encuentro presencial de naturaleza participativa: “Es una situación difícil en la que los fieles no pueden participar en las celebraciones y sólo pueden hacer la comunión espiritual. Tenemos que salir de este túnel para volver a estar juntos porque esta no es la Iglesia, sino una Iglesia que corre el riesgo de ser viralizada”. Mutatis mutandis, esta advertencia y este deseo debería traducirse en nuestro caso en una educación pública dispensatoria que accione los frenos de emergencia antes de descarrilar por viralización a sus pasajeros más vulnerables.
Lección 2) Absolución colectiva y sigilo confesional para una evaluación confinada
Uno de los momentos más esclarecedores de mi carrera en la universidad pública fue cuando, en el contexto de sendas huelgas convocadas en periodo de exámenes para exigir la estabilización del profesorado laboral acreditado, la Junta de Andalucía nos impuso por dos veces servicios mínimos del 100% con la siguiente argumentación: el derecho a la educación universitaria es un servicio cuyo carácter esencial “vendrá referido exclusivamente para asegurar el desarrollo de los exámenes finales de los alumnos por lo que los servicios mínimos que se acuerden no deberán referirse a la totalidad de la actividad propia de toda la jornada laboral de los profesores llamados a la huelga [...] sino sólo a la relativa del desarrollo, evaluación y calificación de los exámenes...”.
¿Cómo debería la escuela pública ejercer su derecho de examen en medio de una pandemia? ¿Cómo debería manejar el fiel de la balanza escolar con que se calibran aprendizajes y se expiden títulos si estamos confinados?
Más allá de la singularidad de cada nivel educativo, lo que esta experiencia (que sigue pendiente de recursos judiciales) nos recordó es que para las altas esferas educativas los procesos de enseñanza-aprendizaje que se cuecen en las aulas pueden estar muy bien, pero a fin de cuentas el núcleo esencial del sistema educativo lo constituye el examen. A partir de aquí, la polémica está servida, por más relativa que esta sea, circunscrita sobre todo al atavismo de “La letra con sangre entra” de tertulianos-a-los-que-nadie-ha-regalado-nada: ¿Cómo debería la escuela pública ejercer su derecho de examen en medio de una pandemia? ¿Cómo debería manejar el fiel de la balanza escolar con que se calibran aprendizajes y se expiden títulos si estamos confinados?
He aquí la segunda lección que aprender de la Iglesia Católica, una especialmente significativa si recordamos que en el origen de nuestras calificaciones están las técnicas de examen de conciencia perfeccionadas a medida que la confesión obligatoria se imponía en la penitencia católica de la Edad Media. Pues bien, en paralelo a la dispensa de la asistencia a misa dominical, el 20 de marzo pasado la Penitenciaría Apostólica vaticana decretó la absolución colectiva, sin confesión individual previa, entendiendo que en los lugares más afectados por la pandemia concurrían las causas de grave necesidad que prevé el Catecismo (CIC, can 1483). Todo ello sin perjuicio de la necesidad del votum confessionis, la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (CIC, can 1452). Una vez más, no hablo de la pecatta minuta de un aprobado general ajustado al confinamiento teleescolar y a la evaluación continua (como continua devino la confesión católica desde el siglo XII); hablamos de saltarse el segundo Mandamiento de la Iglesia, la confesión de los pecados graves, sin el cual los ministros eclesiales no pueden hacer valer su “potestad de las llaves” para abrirnos las puertas del Reino de los cielos.
Y aún queda una lección más, esta relativa a cómo la Iglesia Católica preserva la naturaleza accesible pero a la vez anónima y confidencial de la confesión, materializada en el confesionario que puebla los templos católicos a partir del siglo XVI. De este modo, la Penitenciaría Apostólica también subraya que, dada la inadecuación del confesionario por la escasa ventilación y la estrecha cercanía que lo caracterizan, las autoridades eclesiales que quieran habilitar formas de confesión individual deberán hacerlo con “absoluta atención a la salvaguardia del sigilo sacramental y la necesaria discreción”. ¡Qué envidia me da este celo por la privacidad tras haberme visto empujado a un simiesco planeta de apps privativas que transfieren nuestras imágenes, deliberaciones y evaluaciones a las nada celestiales nubes de corporaciones estadounidenses para quienes somos la materia prima de sus siniestros algoritarismos!
Ahora que aún estamos a tiempo de concebir colectivamente una desescalada escolar a modo de jubileo que salvaguarde el proyecto igualitario y emancipador de la educación pública, conviene preguntarse a modo de conclusión: si la grey católica puede faltar a su eucaristía obligatoria sin incurrir en pecado grave y si puede beneficiarse de una absolución colectiva por la que “se reconcilia con toda la creación” (CIC, can 1469), ¿acaso quienes participamos desde cualquier nivel o posición en la educación pública vamos a pretender ser más papistas que el Papa?
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Muy buen artículo. En mi opinión, aunque todo lo escrito es importante y de valor, en estos momentos de sobresaturación de información, se debe ser más escueto en caso de querer que lo lean. Pero esa de los artículos que deberían correr por las redes sociales. Mucho ánimo con los peques, como yo.