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Opinión
Por una subjetividad diferente
Si el conocimiento es poder, como alguna vez nos enseñaron, ¿por qué este sentimiento generalizado de impotencia, este dolor en las manos ahora que hemos aprendido, que hemos completado nuestros estudios con másteres y posgrados, incluso con idiomas en el extranjero?
A lo largo de casi veinte años Albert Camus escribió de forma intermitente varios cuadernos. Se encuentran en un solo volumen en la edición de bolsillo de Alianza bajo el título Carnets (1935-1951). Al leer esas anotaciones y citas dispersas nos acercamos a la mirilla de un siglo que ya pasó, en cuyas coordenadas algunos rezagados siguen aún hoy pensando el siglo XXI. Nuestra respuesta a los nuevos acontecimientos acostumbra a ser siempre lenta.
Si deseamos conocer es para predecir regularidades en la naturaleza y comportamientos en lo social; conocemos para dominar. No hay un conocimiento desprovisto de interés. Eso nos enseña el siglo XX. Y nunca es fácil abandonar un camino aprendido. Nos figuramos originalidad, en ocasiones, pero es casi seguro que nuestra mirada sobre el mundo acabe siendo ella misma igualmente predecible, domeñable. Difícil mirar de otro modo lo que nos rodea sin unos ojos nuevos. Si alguien nos prestara los suyos, quizás... ¿Hace eso la literatura, nos ofrece una nueva manera de ver? Ojalá leyéramos más.
Hace tiempo que el capitalismo es nuestro sentido común, lo dado, lo incuestionable, el aire contaminado que respiramos
En una de las anotaciones, de septiembre de 1945, Albert Camus escribe: “Estamos en un mundo en el que forzosamente se ha de elegir entre ser víctima o verdugo; nada más. La elección no resulta fácil. Siempre me ha parecido que en realidad no había aquí verdugos, sino solo víctimas. Extremando el análisis, naturalmente. Pero es una verdad que no se ha difundido”.
La de un mundo en el que todos somos víctimas bien podría ser hoy una verdad aceptada. Las figuras políticas de opresores y oprimidos parecen haber sido neutralizadas. Nos rodean las víctimas, incluso en el espejo a primera hora de la mañana, en las lágrimas ahogadas en la almohada. Ningún vocabulario que pretenda dirimir responsabilidades parece idóneo. Improbable una respuesta organizada que modifique las condiciones actuales de explotación. Por su parte, las relaciones internacionales se traducen en oportunidades de negocio, índices, balances, tasas de crecimiento, números y más números dentro de un paradigma económico que pocas veces se cuestiona. Seguimos instalados en la crítica de las consecuencias y no de sus causas. Nos mordemos la cola. Hace tiempo que el capitalismo es nuestro sentido común, lo dado, lo incuestionable, el aire contaminado que respiramos.
Extremar el análisis en este siglo también nos podría llevar, sin dificultad, a la tesis opuesta a la que Camus exponía hace más de setenta años: la constatación, poco difundida, de que son mayoría los verdugos.
Si las condiciones de vida del primer mundo se sustentan en la explotación del resto del planeta, aún sin desearlo, tenemos las manos manchadas. No es una metáfora. Basta mirar la etiqueta de una de las prendas de ropa que llevamos ahora mismo puesta y comprobar cuál es el país en el que ha sido fabricada. Entre la explotación laboral que tiene lugar a uno y otro lado del planeta media un trozo de tela de algodón o de lana, pero pocas veces un discurso común. Bangladesh, Myanmar, Sri Lanka, Pakistán, India, China. Extrañamente, los explotados del primer mundo pueden ser, a un tiempo, explotadores sin dejar de ser competencia (los trabajadores del primer mundo sufren las consecuencias del abaratamiento de los costes en otros países, que favorece la deslocalización de las empresas). El repunte de los nacionalismos se produce en un momento en el que las leyes de comercio internacional habían conseguido suprimir definitivamente las fronteras de los viejos estados-nación. El mercado ha materializado uno de sus sueños: ya no hay espacio libre de explotación. Así las cosas, es difícil asumir el privilegio de elegir entre ser víctima o verdugo. Somos ambos.
Haría falta un enorme esfuerzo para hacer las cosas de un modo diferente. Y aún así. Sabemos que vivimos abocados a la incoherencia, a hacer daño a los demás y hacernos daño a nosotros mismos. La lógica del mercado alcanza ya todas las esferas de la vida social, incluida nuestra subjetividad. Formamos, estando juntos, ese infierno sobre el que una vez escribió Italo Calvino.
«El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.», Italo Calvino. Las ciudades invisibles, Siruela, Madrid (2013)
Pero ahora es en términos de democracia y no de infierno cómo se define y se legitima un sistema económico que produce desigualdades allá donde se instaura, que bloquea cualquier indicio de oposición real incorporando a su funcionamiento la dosis de antagonismo necesaria para reafirmarse y, llegado el caso, extremar su vigilancia y su control.
La finalidad del mecanismo de la elección, inherente al funcionamiento del mercado, es confirmar una realidad única, hacernos elegir siempre lo mismo. Sin embargo, la conciencia en un mundo interconectado no puede reducirse a la triste dimensión de las elecciones individuales, a esa falsa libertad que promete, a ese mecanismo de confirmación. Vivir no puede ser eso.
Nuestras alianzas deben ser transversales para hacer emerger una nueva forma de subjetividad liberada de la tiranía del mercado. Quién sabe cómo haremos tal cosa posible. Tal vez pase por relacionarnos de un modo diferente con la tecnología y con nuestros congéneres, comprometiéndonos con asociaciones de personas que nos pongan en contacto con realidades diferentes al me gusta/ignoro al que nos ancla Facebook o X, al sesgo de confirmación permanente de Tik Tok, que envenenan nuestros cerebros y nos adormecen.
Solo podemos cambiar nuestra forma de pensar si nos ponemos en el aprieto de relacionarnos con lo que nos es ajeno o desconocido. Y ese es también uno de los propósitos de la filosofía, intentar pensar las cosas de otro modo. Tomemos esa proclama para nuestras vidas.
Si no es poder, como se ha enseñado desde antiguo, entonces ¿nuestro conocimiento qué puede ser?
Hace falta pensar bien esta pregunta hasta hacerla estallar en todas las direcciones. Leer y pensar siguen siendo claves en cualquier cambio de esta índole. Valga recordar que nuestros conocimientos solo son valiosos si se comparten. Empecemos por ahí.