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Hay mañanas de invierno en las que el capitalismo se vuelve insostenible. Bajo una manta, anclada a un sueño que no quiere soltar su presa, mi hija se interroga sobre el sentido del sistema y, entre bostezos, encadena argumentos incontestables. Es algo que pasa a menudo a las mentes pequeñas, una activación inoportuna que obstaculiza automatismos y cuestiona lo evidente: Quino consiguió retratar esa subversión niña magníficamente en el personaje de Mafalda, y si tantos no niños aún sonreímos ante las viñetas de una enana preguntona es porque sabemos que tras los interrogantes niños se esconden los quids de todas las cuestiones.
Sin embargo, con el tiempo, nos vemos reducidas a adultas-autómatas, mercenarios de los madrugones y las carreras, con un cierto autoritarismo edulcorado como único recurso para facilitar el encaje de niñas y adolescentes en moldes que ellos no han diseñado. La lógica de los adultos tiene estas cosas. Estamos disconformes con nuestro mundo, vivimos entre grietas de sentido entre lo que necesitamos y lo que tenemos, lo bueno para todos y lo que se acaba priorizando. Vivimos saltando torpemente entre esas grietas y a veces cayendo en ellas , y sin embargo consideramos que nosotras sí que sabemos. Blindamos el mundo adulto como el único serio, dejamos fuera los mundos niños, los mundos adolescentes, incluso los mundos viejos.
Tanto blindamos el mundo adulto que nos convertimos en segregacionistas etarios. Los hoteles donde no pueden ir niños, la mueca molesta ante un infante que ríe demasiado en un restaurante
Tanto blindamos el mundo adulto que nos convertimos en segregacionistas etarios. Los hoteles donde no pueden ir niños, la mueca molesta ante un infante que ríe demasiado en un restaurante, el ostentoso desagrado ante un pequeño sembrando caos de más en el caótico espacio público de las ciudades. Políticas, gestos, discursos que propugnan moderados apartheids porque es que tú sabes, ya ves, estos niños no saben comportarse. Claro, la culpa es de sus padres, aclaran los segregacionistas etarios que no pueden ni concederles a los enanos la agencia sobre su propia capacidad de liarla. En todo caso, no es a los padres y madres a quien uno quiere perder la vista, sino a los niños que pasean sin cuidado por el delicado mundo adulto.
Personas que pasan las noches viendo a gente con bigote gritar en una tertulia televisiva se escandalizan cuando son niñas quienes gritan. Adultos que retan a sus tímpanos en discotecas y bares, cortocircuitan cuando una panda de mocosos reclama su parte de espacio acústico. Así, cuando afloja el automatismo adulto un poco, una se pregunta: qué será eso que moviliza la niñez que genera tanto malestar. Qué habrá detrás de ese desagrado tan profundo que parecen provocar.
La cosa sigue después, llegada la adolescencia. Cuando las mafaldas se ponen camisetas antirracistas, ecologistas o feministas y se animan a gritarle al mundo, de una forma más articulada, lo que piensan. Entonces, quienes son incapaces de discutirle al vecino las ideas políticas más descabelladas y oscuras, se sienten empujados por un extraño imperativo moral a desmontar o desoír todo discurso político joven por inmaduro. Es muy triste que gran parte de la población desconozca que hay más imaginación política en cualquier aula de 4º de la ESO que en La Sexta Noche. Que hay más sed de justicia social en muchas asambleas de imberbes y pecosas que en la Asamblea General de la ONU.
Que las niñas son así o los adolescentes son tal son frases que componen la cantinela nuestra de cada día. Generalidades que convierten a personas diversas y heterogéneas en un objeto siempre acompañado de un juicio, demasiado a menudo negativo. Sospecho una relación inversamente proporcional entre la seguridad con la que se enuncian estos discursos, y el trato real que sus enunciadores tienen con niños y adolescentes. Conocemos esas dialécticas: son las dialécticas de la deshumanización, y son tan viejas como el mundo.
Deshumanizar a nuestras propias crías, a la gente pequeña que fuimos, dice mucho de la amplitud y la profundidad de las grietas entre las que jugamos a ser adultos
Aclaro: deshumanizar no quiere decir que se desee mandar a los menores de 18 años al exterminio. Sino que no se les considera como humanos plenos, con los derechos, necesidades y capacidades de todo ser humano. Deshumanizar a nuestras propias crías, a la gente pequeña que fuimos, dice mucho de la amplitud y la profundidad de las grietas entre las que jugamos a ser adultos.
Y en fin: cómo nos va a importar el futuro, cómo vamos a pensar en las generaciones por venir cuando ni siquiera les damos espacio ahora que compartimos juntas este presente. No se trata de hacer una abstracción para empatizar con chavalines vestidos con trajes espaciales y divagando sobre a qué planeta emigrar, bastaría con escuchar a los que ya están aquí. Bajarse del burro de la adultocracia y admitir que lo que hemos montado, o lo que hemos permitido que siguiese como está, no tiene ningún sentido. Sentarse a hablar con todas las mafaldas y ver qué se nos ocurre juntas. Pues, después de todo, despreciar las voces de las personas no adultas es despreciar una parte de nosotras mismas, la parte que podría estar dispuesta a repensar las cosas, que no confunde resignación con sensatez ni conformismo con sentido común.