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Capitalismo
El peso de la nube: Ecocidio y capitalismo digital
Cada click, cada mensaje, cada post, cada audio, cada canción que escuchamos, video que vemos o documento que creamos online, tiene su eco, su resonancia en el mundo material. Al margen de lo que etéreas metáforas como “la nube” puedan indicar, Internet pesa, tiene volumen, entrañas, cuerpo. Lo digital no existe al margen de la realidad física en la que nos desenvolvemos. La red es tan digital como física. No hay streaming sin cables, no hay compras online sin producción y maquinaria, sin centros de datos y vastas cadenas de logística. No hay plataformas si no hay energía. Las enormes infraestructuras sobre las que se erige el capitalismo digital están conectadas a procesos extractivos, industriales y logísticos que no podrían existir fuera de una economía capitalista globalizada. Pensemos por ejemplo en el teléfono móvil que casi todos llevamos encima y que según diversos estudios es la principal puerta de acceso a internet. Un teléfono inteligente cualquiera, contiene entre otros boro, paladio, tungsteno, carbono, silicio, casiterita, oro, aluminio, litio, cobre, zinc, berilio, indio, tántalo, níquel, cobalto, plata, neodimio, europio y terbio. Cada uno de sus elementos requiere de ser extraído, procesado y manufacturado en devastadores procesos para que puedan servir como materia bruta en factorías situadas a miles de kilómetros.
Centrémonos en el elemento que da cuerpo a buena parte de la “economía digital y sostenible”, desde los chips de nuestros dispositivos hasta las placas solares que alimentan algunos data centers. El silicio no es un material raro. Está presente en casi todos los rincones de la Tierra, el problema es que no se da en estado natural, es necesario obtenerlo de un mineral con el que seguramente te hayas topado en algún paseo, el cuarzo. Para obtener silicato es preciso minar el cuarzo y molerlo hasta convertirlo en un fino polvo o arena. Esta arena será sometida un proceso de fundido electroquímico a una temperatura de entre 1250 y 1350 grados. Con ello obtendríamos metal de silicato. El problema es que para la producción de componentes electrónicos no nos vale cualquier metal, los microchips por ejemplo requieren de polisilicatos, una forma de metal al 99.99999999999 de pureza que se consigue mediante complejos procesos químicos. El metal obtenido deberá ser procesado antes de que pueda servir a fines industriales. El fundido debe ser realizado en crisoles de cuarzo de alta pureza, los cuales son producidos y controlados en régimen de casi monopolio global por la minera belga Sibelco que presume de producir “El cuarzo mas puro del mundo” en Spruce Pine, Carolina del Norte. Los cristales de silicato son después cortados, pulidos y distribuidos entre otros a fabricantes de microchips. Multipliquemos este proceso por cada uno de los elementos arriba descritos, desde el oro al tungsteno, y solo estaremos en el principio de la cadena suministro de nuestros teléfonos móviles.
El capitalismo digital explota la desigual distribución global de riqueza aprovechando los laxos marcos regulatorios laborales y ecológicos del Sur Global. Es por esto por lo que una vez obtenido y procesado las materias primas son distribuidas a megaciudades industriales (con frecuencia en Asia) donde en factorías fuertemente automatizadas serán fabricados los diferentes componentes de los celulares. Ejemplo de esto es la ciudad de Zhengzhou en China donde un ejército de 300.000 trabajadores ha producido ya más de 250 millones de teléfonos. Los niveles de polución en estos enclaves son extraordinariamente altos, haciendo por ejemplo de las enfermedades respiratorias una verdadera plaga. Incluso los laxos estándares chinos sobre contaminación señalan a ciudades como Zhengzhou como uno de los peores sitios para vivir.
Las diferentes partes del teléfono móvil serán después distribuidas a factorías de ensamblaje y empacado. De ahí partirán en camiones hacia enormes megapuertos, donde grúas de más de cien metros de altura apilarán miles de containers en descomunales cargueros. El Ever Alot por ejemplo con sus 399 metros de largo y 62 de ancho es capaz de cargar 24.000 containers (unas 240.000 toneladas), a cualquier lugar del globo. El transporte marítimo es una de las industrias más contaminantes del planeta, responsable en si misma del 3 por ciento de emisiones de gases invernadero. Tras su recepción en puerto serán redistribuidos mayoritariamente mediante camiones a diferentes centros logísticos, desde los que serán de nuevo enviados a minoristas y consumidores. No hace falta decir que no existe una alternativa ecológica a esta cadena de producción y distribución que integra litio andino, cuarzo norteamericano, platino y oro africanos, petróleo de Oriente Próximo y materias primas y fuerza de trabajo asiática.
Independientemente de su estado los teléfonos móviles son usados una media de 24 meses después de los cuales serán sustituidos por un modelo nuevo. Y es que a pesar de sus discursos sostenibles y ecologistas corporaciones como Apple deben (como es obvio) su lealtad no al planeta sino inversores y están por ellos condicionados por incrementar ad infinitum las ventas, cosa que prometen cada año en sus cartas a los accionistas. Solo en el periodo que va desde abril del 2020 a septiembre del 2022 Apple ha lanzado 8 modelos de teléfono diferentes con subsiguientes campañas de marketing. Esta compañía ha admitido que las (obligadas) actualizaciones de software para sus usuarios tenían un impacto negativo en el funcionamiento de sus dispositivos, claro ejemplo de obsolescencia programada. Con suerte, tras su sustitución algunos de los elementos del teléfono serán reciclados, proceso no exento de su propio impacto ambiental. Pero esto no es, desde el punto de vista capitalista, económicamente viable para todos los componentes, por ejemplo, el litio de las baterías. Así que por mucho que el greenwashing corporativo hable de economía circular y de reciclaje, lo cierto es que cada nueva generación de teléfonos móviles reproduce el (muy resumido) esquema extractivo-productivo-logístico anterior.
Pero un teléfono móvil no funciona aislado. Requiere de conexión. Los teléfonos antiguos de línea eran relativamente sencillos. Dependían de una red de cableado de cobre, que suspendidos en postes (hechos a partir de unos 130 millones de árboles solo en Estados Unidos) unía a centralitas con usuarios. Las actuales conexiones a internet requieren de muchos más elementos. Lo más visible y elemental son las torres de comunicaciones cuyo tamaño puede variar desde los pequeños dispositivos urbanos a las enormes torres de 4G y 5G. Solo en Estados Unidos hay cerca de 418.000 cell sites. Cada uno de los cientos de miles de torres que salpican nuestro paisaje se compone de una base de hormigón, una torre hecha de hierro galvanizado además de los dispositivos receptores. Esta estructura deberá estar conectada además a la red eléctrica, las antenas más grandes cuentan normalmente con un sistema de backup dependiente de Diesel en permanente uso. Universo aparte serían Esto por no mencionar las infraestructuras necesarias para la conexión satelital o de cable las cuales son en un universo en sí. ¿Pero conectarse a qué?
Si lo que queremos es acceder a una web app o plataforma, situadas en ese enjambre de redes conocido como internet esto requiere la existencia de millones de computadores, routers y cableados conectados a data centers. Los data centers pueden ser desde relativamente “sencillos dispositivos” compuestos al igual que los móviles de cientos de elementos, a vastas mega máquinas como los que habitan en el cluster de Virginia o los de Oregón-Washington donde se encuentran los de gigantes como Amazon. Por ejemplo, los 120.000 metros cuadrados que ocupa el data center de Google en Dinamarca (600 millones de euros de inversión), integra en su estructura cinco granjas solares, insuficientes para satisfacer la energía que demanda la mega máquina. Otros centros de datos no presumen de supuesta energía limpia. Por ejemplo, los nuevos proyectados por Amazon en Oregón estarán alimentados por gas natural proveniente del fracking canadiense. Esta fuente de energía es también la que alimenta al citado cluster de Virginia cuya glotonería energética lleva demandando la creación de nuevos y cuestionados gasoductos. Energía no es lo único que devoran estos centros. Un centro como el de Google en Arizona usa entre 3 y 15 millones de litros al día, una cantidad astronómica en un territorio caracterizado por el estrés hídrico. Otro de sus centros en Texas consume cerca de 5526 millones de litros al año según informe Time. En total el conjunto de data centers en los Estados Unidos estarían consumiendo al menos 1700 millones de litros de agua potable al día. Estos centros están a su vez conectados a la red y a otros centros mediante cableados submarinos compuestos de una aleación especial de hierro, cobre y desde luego fibra óptica. Ejemplo de este es el Curie, uno de los 19 cables propiedad de Google, que con sus 10.500 km conecta el Norte de Estados Unidos con Chile, proporcionando los 72tbps necesarios para transmitir servicios como YouTube, Gmail. Esto es solo un pequeño resumen de la impronta material requerida para que podamos acceder a Internet con nuestros móviles.
Dicho de otra manera. Las operaciones materiales necesarias para el funcionamiento del capitalismo digital, incluso para algo tan mundano como subir contenidos a la nube desde un teléfono móvil, entrañan un profundo y devastador impacto ecológico. Los poderosos responsables de este daño, rara vez encuentran respuesta política o legal a sus actos, en tanto beneficiarios de la estructura de impunidad en la que navegan estados y corporaciones. No solo no son perseguidos estos masivos crímenes contra la naturaleza, (lo que algunos defienden calificar como delito de ecocidio), sino que son maquiavélicamente enmascarados como economía verde.
A pesar de proclamar su devoción por lo ecológico y lo sostenible ni Apple, ni Amazon ni Google (entre otras) han reducido sus emisiones. De hecho, las han multiplicado. Un somero análisis a sus propios informes de sostenibilidad que reclaman haber reducido su consumo de energía, las emisiones provenientes de fueles fósiles, o el empleo de materias primas, ofrece pone de relieve la falacia del capitalismo verde y digital. Amazon por ejemplo ha pasado de emitir 5.57 millones de toneladas métricas provenientes de combustibles fósiles en el 2019 a emitir 12.11 millones en el 2021. Incluso en un contexto de crisis y saturación de mercado Apple sigue vendiendo cientos de millones de dispositivos cada año. Siendo honestos cabe admitir la mayor eficiencia en el uso de agua en los centros de datos de última generación, o la inclusión de materiales reciclados en los último Apple IPhone y Samsung Galaxy. Pero mejorar la eficiencia por unidad no es lo mismo que reducir las emisiones. Cada nuevo teléfono vendido, cada nuevo data center, cada nuevo cable submarino transatlántico, tiene una impronta ecológica, requiere de los procesos extractivo-industriales arriba descritos. El capitalismo no puede crecer sin causar daño, tal y como revela David Whyte en su libro ecocidio está inscrito en su ADN. Y estas empresas son ante todo afines a la fe capitalista que impone el catecismo del crecimiento perpetuo como verdad última. Amazon por ejemplo ha prometido a sus accionistas aumentar su parque de vehículos eléctricos en 100.000 unidades. No por nada la Unión Europea prevé que para el año 2050 la industria de baterías europea necesitará multiplicar por 35 el actual volumen de lítio, una cantidad que dobla el actual consumo global. Tal y como han denunciado entre otros el OMAL, es precisamente la “transición verde y digital” la que se encuentra detrás de la nueva oleada de megaproyectos mineros extractivos que se cierne sobre las periferias europeas. La que está promoviendo un nuevo giro extractivista global donde las pugnas geopolíticas por el control de los recursos críticos para las tecnologías digitales serán la tónica de cada día. Mas minas, más maquinaria extractiva, mas trailers, mas containers, más barcos cargueros, más centros de procesamiento y más industrias de producción de baterías. Todo en nombre de la transición verde.
Con el mayor cinismo proyectos de minas a un par de kilómetros de poblaciones, o nuevas técnicas extractivas inspiradas en el fracking son torpemente disfrazadas como sostenibles y verdes. La multiplicación de granjas solares y parques eólicos destinadas a satisfacer (que no reducir) una fracción de la creciente demanda energética de centros de datos y centros logísticos), son falsamente presentados como ejemplos de sostenibilidad y descarbonización. Las campañas que incitan al consumismo compulsivo de dispositivos no solo no son revisadas, sino que son teñidas de verde y presentadas como un consumo responsable, ético e innocuo. Y en general todo el proceso de creación de infraestructuras destinadas a la “transición ecológica y digital” es presentando como el virtuoso camino para crecer económicamente y a la vez combatir la emergencia climática. La cuestión es que es sencillamente mentira. El problema es que es el mundo lo que está en juego.