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La historia de “Txoria txori”, esa canción vasca universal, comenzó a escribirse sobre una servilleta. Se cuenta que en 1968 el cantante Mikel Laboa y su esposa, Marisol Bastida, durante una cena en el restaurante Aurrera de San Sebastián, vieron impresos los versos de un poema de Joxean Artze (“Si le hubiera cortado las alas / habría sido mío / no habría escapado. / Pero así habría dejado de ser pájaro. / Y yo… / lo que yo amaba era al pájaro”, en la traducción al castellano) en las servilletas del local. De allí, al parecer, se llevaron uno de los paños a casa y él creó la melodía y la música que acompañan a esas palabras en una canción que se convirtió en dominio público.
Incluida en el primer disco largo grabado por Laboa (Bat-Hiru, publicado en 1974), “Txoria txori” superó pronto a su autor, pasando a formar parte del acervo vasco. Bien entrado el siglo XXI, en Euskadi se sigue cantando en reuniones familiares, en funerales y celebraciones de todo tipo, se aprende a tocar la guitarra con ella y hasta ha sido objeto de estudios y tesis.
Numerosos artistas han ofrecido sus lecturas de esta canción. En 1988 la cantante estadounidense Joan Báez —insigne figura de la canción protesta— la registró en su disco Diamonds and rust in the bullring, grabado en directo en la plaza de toros de Vista Alegre en Bilbao. Con más de 60.000 copias despachadas, que se dice pronto, el segundo trabajo de la vascofrancesa Anne Etchegoyen consiguió en 2014 el disco de oro en Francia, en gran parte gracias a una versión de “Txoria txori”. Y los aficionados del equipo de rugby Aviron Bayonnais, uno de los dos clubes vascos profesionales de este deporte, festejaron en junio de 2016 el regreso al top 14, la primera división francesa, cantando “Txoria txori”.
Joxean Artze, fallecido en Usurbil el 12 de enero a los 78 años de edad, y Mikel Laboa, de cuya muerte se cumplirán diez años en diciembre, habían integrado Ez dok amairu junto a Xabier Lete, Benito Lertxundi, Lourdes Iriondo y Jorge Oteiza, quien bautizó a este colectivo artístico que, a mediados de los años 60, combinó música y literatura para renovar la canción y la poesía vascas, enfrentándose en numerosas ocasiones a la censura.
Pero el cantante tomó un camino que le llevaría por sendas que nadie más recorrió y en las que encontró el grial: la conversión en institución popular de la cultura vasca desde presupuestos artísticos muy arriesgados.
“Él fue parte de un movimiento de recuperación de tradiciones, de música popular, pero enseguida se movió hacia un campo muy particular, insólito, único en Europa en aquella época”, valora para El Salto Juan Gorostidi (Pasajes, 1956), investigador de la obra de Laboa y autor de Lau kantari (Cuatro cantantes, Pamiela, 2011), un ensayo en el que analizó también las trayectorias de otros tres músicos vascos: Beñat Achary, Imanol Larzabal y Ruper Ordorika.
Bat-Hiru, elegido mejor disco vasco de la historia en una consulta organizada por El Diario Vasco, es un monolito erigido por Laboa a partir de antiguas canciones tradicionales reformuladas por él; de otras de nuevo cuño en las que musicó, con hondura y sensibilidad, poemas de autores coetáneos y cercanos, como los hermanos Artze o Xabier Lete; y de algunas piezas inclasificables, ya ensayadas con Ez dok amairu, que empezaban a mostrar que Laboa no era un cantautor más.
Para Gorostidi, ese trabajo de innovación musical es lo trascendente del cantante nacido en San Sebastián en 1934: “Empezó a experimentar con la voz y el sonido, pasando de contenidos lingüísticos. Lo que hacía era una serie de piezas, que no tenían la estructura de canción, pero sí estaban muy pensadas y trabajadas, no improvisadas. Esas piezas tenían juegos fonéticos construidos alrededor de unos conceptos relacionados con ideas o poemas, como el 'Elogio de la dialéctica' de Bertolt Brecht. Como una especie de respuesta al estímulo del poema, empezaba a experimentar con la voz”.
Llamados lekeitios por su creador —“decía que se inspiraba en la fonética del habla de Lekeitio, un pueblecito de la costa de Vizcaya, un euskera difícil de entender para alguien que venía de San Sebastián. En aquella época las diferencias dialectales eran muy grandes. Pero yo creo que esto eran más constructos posteriores para dar una explicación y, en realidad, él entraba en estos juegos y se dejaba llevar”, considera Gorostidi—, Laboa empezó a trabajar en 1968 en esta serie que alcanzó sus cimas en “Baga biga higa”, “Dialektikaren laudoria” (el tercer lekeitio, presentado en 1971 y creado a partir del texto de Brecht), “Gernika” (el cuarto, estrenado en 1972) y “Komunikazio-inkomunikazio” (el quinto, hecho público en 1977, concebido para ser interpretado con dos micrófonos en el escenario y en el que el gesto y el movimiento eran fundamentales). En mayo de 2017, el cantaor flamenco Niño de Elche realizó una adaptación en vivo de este último lekeitio frente al Guernica de Picasso, en el Museo Nacional de Arte Contemporáneo Reina Sofía, en Madrid, y ha incluido una versión en su nuevo disco, que llegará en primavera.
“Gernika”, uno de los lekeitios más indómitos, es una pieza exigente que recrea el pánico vivido cuando los aviones iban a bombardear la ciudad, y se puede emparentar con el poema visual “Represión”, presentado por el artista Fernando Millán en 1968.
Su recepción no fue sencilla, recuerda a El Salto Josu Larrinaga (Sodupe, 1964), profesor de Antropología social en la Universidad del País Vasco y autor del libro Euskal musika kosmikoak. Euskal musika popularra gizartearen isla eta aldatzailea (Músicas cósmicas vascas. La música popular vasca como reflejo y transformación de la sociedad, Baga-biga, 2016): “Cuando la estrenó en los kantaldis de aquellos años —que eran más rituales antifranquistas que demostraciones musicales para un público atento— fue ridiculizada en algunos casos, pero cuando la interpretó en 1987 en las celebraciones del 50 aniversario del bombardeo obtuvo un apoyo masivo y creó una emoción colectiva tremenda”.
Además del atrevimiento, Larrinaga, que considera a Laboa “lo más parecido a un santo civil que tenemos en la cultura vasca”, aprecia del músico su capacidad para “detectar letras y melodías fabulosas en las poesías de una corta lista de autores” y el acierto para trasladar a su terreno canciones tradicionales vascas poco conocidas fuera de un ámbito local.
Y, tirando de memoria, ofrece un retrato muy esclarecedor de lo que era Mikel Laboa: “El recuerdo más flipante es un concierto suyo en Barakaldo, en un local no muy apropiado, donde estábamos bastante apelotonados. Era un domingo por la tarde con público muy intergeneracional: cuando Laboa interpretaba uno de sus lekeitios, un bebé que estaba en brazos de su ama comenzó a llorar, murmurar, a emitir sonidos que podían entenderse como una respuesta a los cantos y juegos fonéticos de Laboa, quien se enrolló en un diálogo de improvisaciones vocales con aquel bebé y consiguió un nivel de comunicación que a los demás nos dejó con la certeza de estar ante un momento artístico irrepetible, subyugante. Ahí estaba la esencia de Mikel Laboa. Un tío raro y tímido pero que, cuando se ponía con su labor de creación musical y performance, tenía una capacidad de comunicación impresionante, a base de sensibilidad e implicación”.
¿Volver a casa?
A mediados del pasado mes de noviembre, el cuarteto de pop electrónico Delorean lanzó su séptimo disco. La sorpresa llegaba desde el título, Mikel Laboa, un aviso de que los guipuzcoanos se habían atrevido a mezclar dos mundos musicales cuya interacción hasta entonces era la del agua y el aceite.
Su cantante y bajista, Ekhi Lopetegui de la Granja (San Sebastián, 1983), cuenta a El Salto que este álbum surgió de manera un tanto fortuita, en un momento en el que la banda vivía un cierto parón para repensarse —“nos apetecía mucho dejar de ser el grupo que toca en un festival a las tres de la mañana con intenciones puramente recreativas, y plantear un espectáculo distinto, en teatros, algo más relajado”— y tras la experiencia de dar un par de conciertos con repertorios basados en canciones de Laboa.
Así, en el nuevo disco han buceado en la obra del cantante donostiarra, accediendo a las pistas originales de sus grabaciones para extraer de ellas samples con los que jugar y lograr recrear esos temas en una clave bien distinta a la original. Lopetegui reconoce la brecha existente, no solo generacional: “Nuestros mundos son muy diferentes, la realidad que nos ha tocado vivir y la que vivió él apenas se rozan. Una de las dificultades al hacer el disco fue saltar ese vacío. No nos veíamos cantando “Txoria txori”, que nos encanta, pero tendría un punto de sacrilegio, es claramente de otra época. Pero en su parte más experimental sí veíamos un puente”.
Por ello, en su acercamiento Delorean han preferido rescatar la fracción más esquinada del cancionero de Laboa. “Da pena que los lekeitios hayan quedado completamente atenuados por el Laboa folclórico, que sí se puede vender. Esa otra obra, un poco olvidada, es muy relevante”, opina Lopetegui, quien apunta a una conversación aún pendiente: “Se ha dado una versión suave, poco polémica, de Laboa y creo que sería interesante recuperar el aspecto más difícil de neutralizar, por ejemplo ideológicamente. Daría pie a mucha discusión”.
Aunque considera que Laboa es parte de la cultura “más popular y básica de los vascos”, el músico también defiende que es posible hacer canciones en el País Vasco sin su sombra, por alargada que sea, y pone como ejemplo a su propio grupo: “Cuando empezamos, la dirección que tomamos, para bien o para mal, rompía claramente con todo lo que había en Euskadi. De una manera irreflexiva, si quieres, pero era claro: nos movíamos en un entorno más hardcore y punk, relacionado con la música anglosajona. Era una clara reacción al entorno musical y cultural en el que crecimos. Y supongo que en Euskadi seguirá siendo así para muchos grupos”.
Como resumen de la inmersión, Lopetegui reconoce que ha afectado a la manera en que entienden el grupo y aporta una reflexión de calado: “No es que volvamos a casa, porque Laboa está más ido que nadie, no te invita a volver a un lugar seguro porque con sus lekeitios no sabes dónde vas a acabar, pero retomar su figura ha sido muy importante para saber que en ese magma cultural que nosotros dejamos de lado había cosas interesantísimas”.
Qué barbaridad, Bagdad
En los casi cincuenta años transcurridos desde que en 1958 cantase por primera vez en público, en un festival benéfico en el Teatro Gayarre de Pamplona, y su última aparición —en el concierto por la paz que el Ayuntamiento de San Sebastián organizó en julio de 2006, donde cantó antes que Bob Dylan—, Laboa alternó su participación en multitudinarios eventos en los estertores de la dictadura, como el Festival de los Pueblos Ibéricos celebrado en Madrid en 1976, una gira por las capitales vascas junto a Lluís Llach un año después o actuaciones con el Orfeón Donostiarra a finales de los años 90, con periodos de silencio.
El jazz se coló en su trabajo a mediados de los 80 de la mano del pianista Iñaki Salvador y el saxofonista Josetxo Silguero, que se convierten en colaboradores habituales. En 2003, la película La pelota vasca, de Julio Medem, cuya banda sonora lleva la firma de Laboa, le expone a un nuevo público, atraído por la polémica que rodeó al estreno.
Xoriek, el último disco que grabó, llegó a las tiendas en noviembre de 2005. A sus 71 años, Laboa firmó un bellísimo compendio de su carrera, que mantiene las constantes: la portada de Zumeta, la poesía, la fascinación por la canción latinoamericana, los pájaros y Bertolt Brecht. Más que cantar, en Xoriek Laboa recita, habla. Y se despide. “Totalmente”, confirma a El Salto el escritor Bernardo Atxaga, nacido José Irazu Garmendia en Asteasu (Guipúzcoa) en 1951. “Pero él no era enfático ni amigo de tonos mayores. Tiene ese aire de final, pero sin énfasis, subrayados ni efectos especiales. Mikel se mantiene en su sobriedad. No diría que es un disco triste ni fúnebre, para nada”, continúa.
Xoriek, en cuya gestación participó activamente —recita un poema de François Coppée en “Negua” y suya es la letra de “Orduan”, canción creada con los músicos del grupo de rock ruidoso Lisabö—, es, para él, un triunfo de la voluntad de Laboa: “La hermosura de esa grabación es que está hecha en la frontera entre la vida y la muerte. Por su parte, supuso una lucha para poner su voluntad por delante de todo. Nadie supo qué le pasaba, en ese sentido fue ejemplar, y en ese disco se nota ese momento”.
Atxaga, el autor en lengua vasca más valorado durante la segunda mitad del siglo XX, mantuvo una relación muy cercana con Laboa y Marisol Bastida. “Son personas muy queridas en casa”, afirma con emoción. Se conocieron en la representación de una obra de teatro de Atxaga realizada en el pueblo del escritor y, a raíz de la exposición Papiroak de Zumeta en 1985, el vínculo se estrechó mucho.
Formaban una cuadrilla unida por la amistad, el arte y la defensa del euskera, sobre lo que reflexiona: “Vivir en un país que es como una isla, porque unos quieren ser isleños y los otros empujan a que lo seamos, tiene desventajas pero también ventajas grandes: es como una ciudad y estás cerca de pintores, escultores, te tropiezas con cantantes en los bares. Esto hace que sea fácil trabajar en colaboración. Es importantísimo el factor de la lengua. Desde posturas políticas y sensibilidades diferentes, hemos estado a favor de la lengua vasca. En ese mundo era inevitable encontrarse”.
Atxaga establece un paralelismo entre Laboa y Paco Ibáñez, “que también cantó muy bien a los poetas”, y señala la importancia de que muchas de las canciones del músico vasco permanezcan instaladas en la memoria colectiva como si fueran tradicionales, no creadas por él. En la suya, ha quedado como “una voz inconfundible que, cuando empezó a cantar canciones de hace siglos, parecía intemporal, hecha para eso. Pero también fue una persona que vivió según una regla. Era evidente que él tenía una regla en su mente, aunque no sé qué regla era y posiblemente nadie pueda decirlo. Era totalmente coherente, todo lo que hacía estaba dentro de una sintaxis muy lógica. Por ejemplo, siempre vestía igual: zapatillas blancas, pantalón vaquero azul, niqui azul y, si hacía un poco de fresco, jersey azul marino”.
El autor de El hijo del acordeonista también recuerda la despedida a Laboa en el monte Agiña, allí donde Oteiza instaló su estela: “Fue una ceremonia tremenda, con la gente muy afectada. Leí una especie de oración fúnebre que redacté a partir de algo que había escrito Xabier Lete”.
Xoriek se cierra, sutil y en completa armonía, con una versión instrumental, sin voz, de “Txoria txori”. ¿Será que los pájaros se esconden para morir?
Laboa no solo escuchó en la intimidad el primer disco de Lisabö tras ver al grupo en aquel concierto sino que a partir del año 2002 fue tomando cuerpo la posibilidad de una colaboración. Finalmente se concretó en “Orduan”, canción incluida en el último disco grabado por el donostiarra en la que Lisabö ponen la base instrumental y su batería, Aida Torres, se desgañita cantando el texto de Bernardo Atxaga. “Fue una de las experiencias más enormes que recordaremos, en todos los planos”, asegura Osinaga, que valora la empatía de Laboa y su falta de dobleces: “No había artificios a la hora de crear, a la hora de construir, de comunicar. Todo era auténtico, al igual que él. Una persona normal, que cuidaba, que escuchaba, que no levitaba. Tan solo para volar y dejarse llevar, pero que no vivía en un aura como cualquier otra persona en su lugar podría haber hecho”.
Para él, lo que ha legado es “la herencia musical más bella que este pueblo vaya a conocer jamás”.
Silencio, se estudia
El influjo de Laboa sobre la cultura vasca se nota incluso entre quienes decidieron matar al padre. Como recuerda Juan Gorostidi, el llamado rock radical vasco excluyó al creador de los lekeitios de sus furibundas invectivas: “Era un decir ‘estamos hasta los cojones de estos cantautores que son los viejos que se han acomodado a la nueva situación de la Transición y no representan la problemática que vivimos’. Hubo una reacción de mandar a la mierda todo esto. Los hijos de aquella generación se levantaron contra sus padres, pero salvaron de la quema a Laboa”.
De hecho, Negu Gorriak, el grupo de rock más importante de los surgidos en el País Vasco, heredero de Kortatu, debe su nombre a un verso de “Gaberako aterbea”, traducción del poema “Die nachtlager” de Bertolt Brecht aparecida en 1969 en un ep con cuatro canciones que Laboa dedicó al dramaturgo alemán. En 1990, algunas bandas vascas que por entonces daban sus primeros pasos, como el propio grupo de los hermanos Muguruza, participaron en Txerokee, Mikel Laboaren kantak, un disco compuesto por versiones de temas de Laboa.
En el otro polo, la academia y las instituciones también han reconocido su obra. En febrero de 2000, Laboa aceptó, tras dudarlo mucho, la Medalla de Oro de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Y la Diputación de Gipuzkoa le otorgó su propio galardón en noviembre de 2008, semanas antes de su fallecimiento.
Desde 2012, la UPV-EHU dispone de una cátedra Mikel Laboa. Con el objetivo de promover la investigación científica y la crítica sobre el arte vasco, sus actividades se centran en los ámbitos de la música, la danza y el bertsolarismo (la improvisación oral rimada).
“La obra de Mikel Laboa, además de inspirar el carácter del programa, es objeto de una atención específica”, explica a El Salto la directora de la cátedra, Jone M. Hernández García (San Sebastián, 1970).
Así, en estos seis años, con el apoyo de la cátedra se han realizado y defendido varias tesis doctorales sobre el músico y otras que han profundizado “en lo que denominamos el universo de Mikel Laboa: elementos, artistas, fenómenos de su entorno de trabajo e inspiración, como, por ejemplo, un instrumento como la txalaparta”, precisa.
Unos 30 investigadores se han acercado a ese universo, “uno de los principales logros de la cátedra hasta la fecha”, señala la directora, quien define a Laboa como un autor clásico dentro de la vanguardia de la cultura vasca.
La llave a otros mundos
Una pequeña taberna en Bayona fue el escenario del primer homenaje tras la muerte de Mikel Laboa. Unos meses después apareció Txinaurriak, un disco doble publicado por el colectivo Bidehuts en el que 19 propuestas contemporáneas hacen suyas canciones de Laboa. Una de ellas es Mursego, alias de Maite Arroitajauregi (Eibar, 1977), figura imprescindible para entender la música popular hoy, capaz de cantar versos de Gloria Fuertes o de conducir la grabación de un disco multitudinario con las vecinas del pueblo alavés de Oyón.
Para ella, lo fundamental en Laboa es la libertad con que guió su creación, dedicada a “investigar sin complejos las cosas que le motivaban: las formas y posibilidades del lenguaje, la comunicación-incomunicación, el folclore... Ahora parece increíble que hace 40 años una persona se subiera a un escenario con varios micrófonos y empezara a hablar en idiomas inventados, se moviera de uno a otro como Chiquito de la Calzada, versionara a Atahualpa Yupanqui en uno y al momento introdujera la Pasión según San Mateo, o empezara a hablar como Cantinflas”.
Mursego reconoce que su música no existiría sin la de Laboa, pero advierte asimismo de los riesgos que conlleva la mitificación: “Hace tiempo que se está en una dinámica muy cómoda, fijando el foco solo en su obra, en sus resultados, y no en su espíritu, en su forma de hacer las cosas. Tendríamos que fijarnos más en su curiosidad y en las ganas de experimentar, en su inquietud”.
Ibon RG (Sestao, 1978) es músico y produce habitualmente las grabaciones de Mursego, entre otros trabajos. En su opinión, hay una omnipresencia —“un tanto incómoda y quizás desmesurada”— de Laboa en la cultura vasca, que dificulta la revisión crítica y nubla los intentos de atisbar “cuál sería el camino que estaría andando ahora”.
Él se muestra sorprendido del alcance obtenido por un autor “en cuyo repertorio hay tal cantidad de trabajos experimentales, aproximadamente una cuarta parte”, y recuerda los conciertos de Laboa como una “explosión de imaginación, sutileza, ternura y tensión, donde se combinaban muy meditadamente performance, teatro, música, vídeo, pero a la vez con grandes riesgos, un happening que poco tenía que ver con lo que yo entendía que era un concierto”. En resumen, “todo eso te abre las puertas a mundos y maneras de hacer las cosas que no conoces”.
Una fragilidad poderosa e ignota
Si en el País Vasco existe un consenso amplio sobre la relevancia de la obra de Mikel Laboa, lejos de allí lo que predomina es la ignorancia. El cantante de Delorean, que vive en Barcelona desde hace más de 15 años, lo corrobora: “Entre la gente más joven es un absoluto desconocido. Y quienes lo conocen, lo hacen por su faceta de cantautor”.
Mursego tiene claro que “fuera ha trascendido muchísimo menos de lo que debería. Creo que su figura y obra tienen la suficiente entidad para estar al nivel de cualquiera de las figuras universales de la música popular/experimental del siglo XX”.
Francisco Contreras Molina (Elche, 1985), apodado Niño de Elche, apunta que el nombre de Laboa puede ser algo más conocido que su obra, siendo “deficiente” en ambos casos. Para él, “cantar en euskera es una barrera que siempre perjudica fuera de la zona de donde se hable, como pasa con otros idiomas del territorio español. España sigue siendo ingrata con sus diferentes lenguas. Tampoco hay que olvidar que a Laboa se le encasilla en la etiqueta de cantautor, tan denostada por otros públicos”.
En su canción “Marquesita”, Nacho Vegas (Gijón, 1974) realizó un homenaje nada velado a “Gogo eta gorputzaren zilbor-hesteak” y en algún concierto ha recreado “Baga biga higa”. El cantante asturiano se atreve a aventurar una tesis para explicar el ninguneo a la obra de Laboa: “No es descabellado pensar que el hecho de que su música careciera de visibilidad en los medios españoles tiene que ver directamente con la situación política de conflicto, que trajo consigo una persecución a lo vasco que incluyó el cierre de medios de comunicación, el intento de desmantelamiento del circuito de gaztetxes, torturas, presos políticos y partidos ilegalizados”.
Vegas subraya el valor de la fragilidad en la obra de Laboa, como en la de Chet Baker o Sibylle Baier —“cuando la percibes en un músico y sabes que le sale de las entrañas, puede resultar más poderosa que la música más violenta”—, y establece una conexión entre el vasco y Violeta Parra: “Supieron combinar como nadie lo poético y lo social en su cancionero sin que ello chirriara por ningún lado, antes bien, consiguieron fundir de manera natural el amor íntimo y el amor a sus pueblos con la preocupación por la situación política y social tan compleja que tanto Chile como Euskal Herria atravesaban en el momento en el que escribieron sus canciones”.
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Muy interesante y detallado el artículo sobre Mikel Laboa, me ha gustado conocer más.
Muchas gracias por el artículo y las referencias. Conocer el trabajo de Lorean es una pasada! Igual hubiera quedado muy bien una versión radiofónica de este trabajo. Felicidades!
Zorionak por el artículo, durante la lectura las lágrimas han aflorado a mis ojos como durante la única ocasión en que pude ver a Mikel Laboa en directo.
He disfrutado muchísimo de todo lo que se ha contado de los inigualable Mikel Laboa. Para mí es un artista en el todo de esa palabra . Ezkerrik asko Mikel
Muy acertado el análisis. Para los que hemos crecido con su obra Mikel es un Dios.
No todos los punkis vascos de los 80 mataron al padre, que de hecho en el último disco de Kortatu, 'Kolpez Kolpe', Laboa canta 'Ehun Ginen' junto a Fermín.
Eso dice el artículo. En único que se salvó de la quema y que los grupos siguieron considerandolo como influencia fue Mikel Laboa.
Desde las mencionadas colaboraciones/versiones de Kortatu, NG, Delorean, Lisabö o DUT, está las versiones de BAP, Su ta Gar, etc. del disco Txerokee o la versión hiper-rapida de txoriak txori de Etsaiak.
Laboa sigue siendo una influencia muy importante para grupos jovenes.
¡Una maravilla de artículo! Ojalá más gente supiese acerca de Laboa, para que no sólo los vascos tuviésemos el placer de disfrutar de su musica.
Muy interesante para los que lo conocemos solo de alguna canción