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La mirada rosa
Derecho a un final feliz
Pasamos nuestras vidas buscando y exigiendo referentes. Decimos sin descanso que necesitamos más personas lesbianas, gais, bisexuales y trans visibles en la política, el deporte y los medios de comunicación. Insistimos una y otra vez en la importancia de que aparezcan en libros, series y películas, porque deseamos encontrar nuestro reflejo en esos personajes. Sabemos lo útiles que son para quienes pueden saber mientras crecen que tienen a quien parecerse. Pero cuando aparecen esos ejemplos no siempre damos nuestro visto bueno. En lugar de celebrar su existencia seguimos insistiendo. Como en el cuento de la princesa y el guisante, el colchón que se nos ofrece nunca es tan cómodo como debería ser.
Hace unos días, Netflix estrenó una nueva serie, creada por Guillem Clua a partir de una de sus obras de teatro: Smiley. Ocho capítulos en los que se entrelazan diferentes historias románticas: una pareja de lesbianas que decide experimentar añadiendo una tercera mujer a su cama, un matrimonio heterosexual en crisis, dos hombres gais ya en la cincuentena que esperan subirse a un último tren y dos treintañeros que se encuentran y desencuentran protagonizando esta comedia romántica en la que se reproducen los tópicos habituales en el género.
En el fragor del debate cabe preguntarse en qué medida es eficaz para nuestro movimiento social esa constante demanda de perfección hacia cualquier producto cultural en el que aparezcan personas lesbianas, gais, bisexuales y trans
Las redes sociales se han llenado de alabanzas para la serie, pero al mismo tiempo han sido varias las críticas que ha recibido. Demasiados clichés, demasiados personajes estereotipados. Le falta diversidad, le falta representación de las identidades y los cuerpos menos normativos. En el fragor del debate cabe preguntarse no ya cuál de las dos posturas es la acertada, sino hasta qué punto es productivo, en qué medida es eficaz para nuestro movimiento social esa constante demanda de perfección hacia cualquier producto cultural en el que aparezcan personas lesbianas, gais, bisexuales y trans.
Debemos exigir y seguir exigiendo: no podemos conformarnos con cualquier oferta de cultura LGTBI. No obstante, es necesario saber apreciar cada representación en su contexto. Cuando alzamos la voz para defender nuestros juicios en la línea de nuestro movimiento social no podemos olvidar la importancia de la visión estratégica que debe ir aparejada a cualquier análisis en clave activista. Nuestro papel es la demanda y la crítica, pero también es responsabilidad nuestra saber valorar la eficacia potencial del objeto que enjuiciamos.
Smiley es una serie increíblemente útil: no solo trata cuestiones que siguen siendo importantes sino que esa normatividad que se le censura es la que convierte Smiley en un producto para el gran público
En ese aspecto, aunque pueda tener carencias para el discurso reivindicativo más exigente, Smiley es una serie increíblemente útil. No solo trata cuestiones que siguen siendo importantes aunque ocupen cada vez menos espacio en la agenda de nuestro movimiento social, como las dificultades para establecer relaciones afectivas sanas entre mujeres lesbianas y hombres gais; sino que esa normatividad que se le censura es la que convierte Smiley en un producto para el gran público, ese público al que aún debemos seguir convenciendo de que nuestras vidas y nuestros afectos son tan dignos, tan feos y tan hermosos, como cualesquiera otros.
En ocasiones olvidamos que los referentes LGTBI no son un patrimonio exclusivo de las personas LGTBI, sino un patrimonio de toda la humanidad, porque todo el mundo necesita esos ejemplos, tanto para poder identificarse como para identificar y valorar las vidas de otros seres humanos. Precisamente porque es una serie para todos los públicos, Smiley es parte de nuestro patrimonio activista, porque “a todo el mundo le gustan los finales felices. Aunque sean mentira”.