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México
Superar los muros de Tijuana
Los habitantes de esta joven ciudad mexicana han normalizado la presencia del colosal muro que los separa de Estados Unidos
En los 130 años de historia de Tijuana, la frontera siempre existió. Siempre estuvo ahí. Primero, en forma de vallado testimonial con un inocente alambre donde los niños jugaban y pasaban de un país a otro para recoger un balón perdido. Más adelante, se convirtió en una franja metálica de un par de metros de altura que el tiempo fue oxidando y agujereando. Finalmente, a principios del siglo XXI, la frontera se convirtió en un imponente vallado de acero que se adentra en el océano Pacífico y que, en algunas zonas, alcanza los ocho metros de alto.
Así, casi sin darse cuenta, los habitantes de esta joven ciudad mexicana han normalizado la presencia del colosal muro que los separa de Estados Unidos. La fotografía que se dibuja de forma cotidiana roza lo grotesco. Cada día cientos de personas se acercan a Playas de Tijuana para tomarse fotos como si de la torre de Pisa se tratase. Unos hacen como que lo empujan, otros posan entre los barrotes y todos se toman selfies. Justo al lado, un grupo de jóvenes hondureños debate cuál sería el mejor modo de cruzar: colarse por un pequeño hueco en el vallado y echar a correr, zambullirse en el agua gélida del Pacífico para nadar hasta pisar suelo norteamericano o buscar una zona menos vigilada por los Border Patrol (patrulla fronteriza).
La imagen frívola de quienes ven el muro como un mero atractivo turístico frente a quienes lo ven como el último obstáculo antes de comenzar su sueño americano supone un azote de realidad. El goteo de inmigrantes es incesante unos kilómetros más arriba, en el cañón de Los Laureles. Un punto de confluencia del nuevo muro con la valla antigua, menos alta y más fácil de franquear. Unos se acercan a ver la zona y planear un futuro salto a suelo gringo. Otros, sobre todo familias con niños, llegan decididas a brincar, entregarse a la guardia fronteriza y pedir asilo. Tener un niño hace más fácil la obtención del ansiado permiso.
A la sombra del muro, cada noche se agolpan decenas de jóvenes migrantes dispuestos a saltar pese al intento de los guardias norteamericanos por hacerles desistir. Por aquello de “año nuevo, vida nueva”, un grupo de más de 200 personas había planeado saltar en Nochevieja. Parecía un día propicio para hacerlo: último día del año, jornada festiva y menor vigilancia. Sin embargo, el rumor había llegado a la Border Patrol y el control se había intensificado con la ayuda del ejército de Trump y sus soldados, sobrearmados de pies a cabeza. Las gafas de visión nocturna que portaban les permitían señalar con sus punteros láser a los migrantes que asomaban sus cabezas al otro lado del muro. Además, un helicóptero barría constantemente la zona con un enorme foco. Solo el caos que generaron los botes de humo, de gas pimienta, consiguió disipar el sueño americano de los centroamericanos, quienes acabaron desistiendo de su empresa tras largas horas de espera.
Pese a la llegada de 2019, la rutina continúa. En el interior de los albergues improvisados en la ciudad mexicana, los migrantes intentan llevar una vida lo más digna posible, aguardando una nueva oportunidad. Cada día vuelven a caminar por el borde del vallado, cruzando la mirada con los guardias fronterizos que lo custodian. Y junto a él, cientos de visitantes se hacen fotos para Instagram. Mientras tanto, nuevas caravanas se organizan en los países centroamericanos, en su mayoría procedentes de El Salvador y Honduras. Unas 2.000 personas ya han comenzado su camino hacia el norte huyendo de la violencia y la falta de oportunidades que sufren en sus países.