Mérida
La agonía del cine en la ciudad del teatro

Los rumores sobre el cierre de los multicines El Foro en Mérida reabren el debate sobre la decadencia cultural de la capital extremeña.  

Cinesa Mérida
15 nov 2018 17:40

El cine que fue y que nos hizo. Cinema Paradiso

Desde antes de saber andar acompañé a mi abuelo en la cabina del palacio vetusto donde proyectaba películas que quise ver mil veces repetidas, contemplé al trasluz los fotogramas recortados de escenas míticas que me regalaba, aprendí a amar el cine y, así, con el tiempo dibujé en mi imaginación la pantalla blanca como la única, la verdadera sábana santa. Una sábana que nos transportaba, que nos envolvía y que nos defendía. Bajo esa bandera atacamos aquel convoy turco de camino a la liberación de Aqaba, quise ser Un hombre llamado Caballo, padecí con Argel su dolorosa batalla, lloré con el replicante recordando las naves ardiendo en los confines de Orión, amé, me perdí y sobreviví a cada naufragio. Fuimos furtivos, carboneros, obreros italianos en huelga, mujeres en guerra o al borde de un ataque de nervios.

Crecimos en el cine; un modo de entender el mundo y de representar su ficción, y también su certeza, se construyó con cine. Allí nos adiestramos en conocimientos inútiles aunque imprescindibles, adquirimos destrezas dialécticas, nos impregnamos de intuiciones políticas sencillas. Mucha gente junta en un espacio casi sagrado y viviendo las vidas de otros, riendo juntos, padeciendo juntos. Las piedras clave de ese arte se sujetaban con argamasa de comunidad. Compartíamos el silencio, la tensión, el miedo y la carcajada. Y sabíamos, sí, porque no éramos imbéciles, que aquello era una industria.

El cierre que no ha sido pero que se anuncia. La Profecía

Saltaba la noticia ayer, 14 de noviembre, para finalmente quedar todo pendiente de una prórroga de incierto resultado hasta final de año, de la probable desaparición de los últimos cines de Mérida. Mientras empieza a correr el cronómetro hasta el 31 de diciembre, todo queda ahora en manos de Acciona (titular del edificio) y Cinesa (exhibidor cinematográfico). Miedito.
No representan la meca del cinéfilo pero son todo lo que hay, y aún ese poco está en peligro de ser arrollado por leyes cuya lógica parece asentarse en una ley virtualmente física, implacable: si algo no renta, se cierra

Tienen esos multicines (casi digo tenían, me traiciono) una programación estandarizada y previsible. Siguiendo el patrón, están alejados del centro de la ciudad y ubicados en un centro comercial cuya decadencia ilumina con luz negra todo lo que le rodea. Ocupan un solar al que seguramente se le pretenda buscar nuevo acomodo productivo. No representan la meca del cinéfilo pero son todo lo que hay, y aún ese poco está en peligro de ser arrollado por leyes cuya lógica parece asentarse en una ley virtualmente física, implacable: si algo no renta, se cierra. Punto.

Dicen que eso lo entiende cualquiera y desde ese fuerte dialéctico, simplón y zafio, bastardo, llevan años bombardeando cada uno de nuestros lugares de convivencia. Nos persiguen como a los pieles rojas, como a Kirk Douglas en Espartaco, nos quieren encerrar, a ser posible solos y en una casa propiedad del banco (pero que parezca nuestra, que los condenados a galeras se mueven poco y mal por culpa de las cadenas). 

Efectivamente, los argumentos que escucharemos podrán ser muchos, pero básicamente darán vueltas en torno a la inviabilidad económica. Pobre Charlton Heston/Moisés, menuda peregrinación baldía, los Diez Mandamientos, al final, eran el manual de instrucciones de un becerro dorado que se llamaba Economía. Dirán que no hay público, dirán que hay nuevas realidades audiovisuales que se imponen, dirán que es un modelo insostenible, dirán hasta aburrir... Y todo será verdad y, a la vez, perfecta mentira. Porque lo cierto es que lo que se está desarmando no es solo un modelo de exhibición artística, un modelo de negocio o un modelo de ocio. Es eso y mucho más. Es un proceso que incluye demasiadas cosas; que tiene que ver con una concepción del tiempo libre, con un tipo de sociedad imaginada, un proyecto de ciudad; una idea de Mérida, por acudir al ejemplo concreto.

Tiene que ver con una concepción del tiempo libre, con un tipo de sociedad imaginada, un proyecto de ciudad; una idea de Mérida, por acudir al ejemplo concreto

No es el cine. Es la ciudad, es todo. Una de romanos

Así, resulta imposible separar la eliminación física de un lugar donde ver cine juntos de la desaparición (o la irrupción repentina) de otros espacios ciudadanos. Es indistinguible la lógica que acaba con el cine de la que convierte en terraza-negocio el espacio público, la que lo privatiza a golpe de chiringuito rebosante de publicidad, la que cierra un antiguo mercado (también se cierran cosas por inacción institucional, aquí ya nadie se chupa el dedo) para convertirlo en algo que no se sabe muy bien qué será pero será “moderno” (y rentable para quien lo gestione, por supuesto, hasta que cuando deje de serlo se apele a la comunidad para su reflote). Es, también, un formato concreto de hostelería que concentra, de manera progresiva y en unas muy pocas manos, toda la actividad rentable (esto no es El Padrino, pero lo evoca); es la persecución a la música en directo (y, casi, a la música en general) en determinados locales. Es, también, una concepción barbarizante del turismo que no dignifica ni valora fuera del negocio el espacio de visita, que no transfiere a quien lo practica más allá de un leve barniz de conocimiento superficial e impostado, ese que provoca la mera acumulación de destinos, de sensaciones.
¿Alguien recuerda que en Mérida hubo fábricas, las suficientes, llenas de obreros y obreras con mono azul?

Pan para hoy, ojo, ingreso seguro en una ciudad desnuda de tejido productivo (¿alguien recuerda que en Mérida hubo fábricas, las suficientes, llenas de obreros y obreras con mono azul?). ¿Hambre para mañana? Quizás. Pero qué más da cuando no hay modelo de ciudad o el modelo es, directamente, la ciudad-mercado. Un modelo cuya gestión institucional se dirime en un eterno duelo entre el lucro (ya se sabe, para la tropa neoliberal, ese es el viento que hincha todas las velas) y la supervivencia en la gestión, en la política. Es en esa balanza, entre las dos cargas encarnadas en el beneficio y el sobrevivir a las siguientes elecciones, donde se resuelven las cuestiones de la cosa pública. La felicidad, la cultura o el bienestar pintan bien poco en esa película. Son, por completo, actores secundarios, tramoya. Por eso, mientras tanto, de elección en elección (que es todo el tiempo), toca consumir basura, comer basura, tener información basura, política basura y cultura basura. No es la crisis, es que hay un modo perverso de gestionar las cosas al que le resulta consustancial y necesario el empobrecimiento general, todos los empobrecimientos. Se llama Capitalismo, citarlo es poco moderno y se explica bastante bien en Novecento, Las Uvas de la Ira o La Sonata de Otoño de Kiyoshi Kurosawa.

Cuando todo se resquebraja y cambia. Las Invasiones Bárbaras

Y cuando todo se recorta y se cae, porque los de arriba lo empujan, fenómenos como el cine poco pueden esperar de quien manda (del teatro hablaremos otro día, que ahí sí que hay dinamita preparada). Si la recua de indocumentados que crean tendencia acusan a la sanidad pública de “falta de rentabilidad” y a la educación pública de resultar deficitaria, si vacían el fondo de pensiones mientras rescatan al sagrado sector financiero... ¿Quién va a poner la mirada comprometida en ayudar a que nos podamos juntar a ver cine? ¿Quién va a defender su lugar específico? Si nos echan de las calles o nos obligan a permanecer en ellas sentados y consumiendo, si las plazas sin bancos triunfan (esos bancos sí que son, parece, enemigos de la Administración), si acorralan a los bares que fueron taberna o a los que pretenden ser encuentro, si nos envían a la compra en coche, si se arrasa con el transporte público, si hasta las parroquias van a terminar siendo franquicias y los monumentos ambigús de ambientación histórica... Si pasa todo eso y no pasa nada, lo que al final pasará es que nos quedemos sin cines. No sin cine -que ese llegará por otro lado, en pantallas más pequeñas, más sutiles, más líquidas- sino sin cines. Sin lugares donde tener una vivencia compartida, donde experimentar ese concreto tipo de comunidad.
No es la crisis, es que hay un modo perverso de gestionar las cosas al que le resulta consustancial y necesario el empobrecimiento general, todos los empobrecimientos

Llega ahora, es cierto, un consumo cultural mediado por internet y las nuevas tecnologías donde hay todavía enormes espacios a ocupar en libertad, pero desde los que también el Poder mezcla hábilmente lo popular con lo comercial y lo deseable con lo rentable. Otro campo de batalla, otro reto, otra línea de disputa de universales éticos, políticos. No hay tiempo para hablar de cultura con mayúsculas o minúsculas. Aquí todo va en el mismo Titanic y mientras la orquesta sigue tocando llevan camino de ahogarse Fernán Gómez, Roman Polanski, Lola Gaos o Dos Hombres y un Destino.

El éxodo, la nueva individualidad, la alternativa. Tiempos Modernos

Probablemente, la sentencia de muerte del cine en esta capital está dictada hace tiempo y se empezó a ejecutar cuando este quedó recluido -como en tantísimos lugares- a unas salas con pocos guiños más allá de la banalidad y la irrelevancia, presas de la taquilla, pero también con el éxodo (en parte forzado por los precios, allí aparecieron las condiciones materiales de existencia), con la mudanza voluntaria a diferentes plataformas de quienes podían soportar económicamente la exhibición de otros tipos de cine. Fundamentalmente, plataformas digitales, sí, que nos acercan a producciones que de otro modo serían de imposible acceso. Porque, a lo peor, en el corazón de todo este debate se encuentre también la reformulación salvaje de la individualidad y de los espacios de socialización (o su completa desaparición). No será el cine de autor el que salve a la industria cinematográfica en un tiempo donde ya facturan mucho más los juegos de realidad virtual, pero en el replanteamiento desde la autenticidad, la proximidad y la calidad todavía queda mucho por pensar, por hacer. Los experimentos en marcha ya no se podrán sustraer ni de la horizontalidad ni de la participación en la programación (o en la demanda). Eso ha cambiado para siempre en un marco donde, a golpe de clic, eliges en qué (LaIsla Misteriosa quieres irrumpir desde la butaca de tu casa.
No será el cine de autor el que salve a la industria cinematográfica en un tiempo donde ya facturan mucho más los juegos de realidad virtual

Toca contraatacar y, para ello, habrá que pensar y jugar con lo que haya. Ni con lo que hubo y ya no volverá, salvo para aprender de sus virtudes, ni con lo que nos ofrecen como irremediable. Esto no va de la nostalgia de la Nouvelle Vague o de referencias sesudas a Lars Von Trier. No va de liarnos a montar cineclubs (que bienvenidos sean todos). Va de eso pero va mucho más allá y se representa en caminos que justo ahora empezamos a intuir y que pueden utilizar el potencial tecnológico de la comunicación digital y la fuerza de la iniciativa cooperativa, pero que es imposible que avancen significativamente sin la presencia de lo público y de sus recursos, que son los de todos, de todas. Tenemos capacidades tecnológicas y de experimentación insospechadas hace apenas unos años, existen iniciativas posibles y es obligación absoluta de las instituciones apostar en ese sentido y no en el de dar por buena cualquier explicación que se represente como hoja de cálculo o cuenta de resultados. Lo público es así de exigente porque se construye, también, sobre necesidades de expresión e identidad cultural. Y el cine es una seña de identidad referencial, indispensable. Necesitamos lugares para intercambiar y crear sociedad, para imaginar en común.

El peliculón

Lo que estamos presenciando, en esta permanente demolición de referencias, de lugares, de hábitats donde nos refugiábamos y construíamos en comunidad, es el desbocamiento del paradigma neoliberal. Multiforme y agresivo, mutante, no se reconoce en lugares; los desprecia salvo si son templos u objetos de consumo, porque ahora la ciudadanía cobra carta de naturaleza en este y es este la regla desde la que todo se mide, incluyendo en ese todo la política de la representación y el espectáculo, la que ha resultado ser básicamente marketing, imagen corporativa, marca y, en última instancia, mentira (ahora se le llama postverdad). En esta democracia esponsorizada, pasamos sin sentirlo, sin cortes de programación, de ser pueblo a público y de allá, en salto mortal como los de Burt Lancaster en El Temible Burlón, a ser consumidores, clientes. Así de triste es esta película, a la que podríamos empezar a buscar final feliz a poco que nos pusiéramos de acuerdo, este largometraje que ha terminado por ser, tal y como se anuncia en los primeros compases de La Princesa Prometida, una película de persecuciones, torturas, peleas, esgrima, gigantes, monstruos... y a la que deberíamos saber añadir el amor verdadero. Un amor, quizás, de otra clase, un amor de clase.
Lo que estamos presenciando, en esta permanente demolición de referencias, de lugares, de hábitats donde nos refugiábamos y construíamos en comunidad, es el desbocamiento del paradigma neoliberal

No hace falta ser un amante del cine de arte y ensayo para dolerse por la agonía de las salas de exhibición. Nuestra lectura no debe ser hecha desde el esencialismo estético ni desde el elitismo del desdén, porque no poder ver nunca más La Guerra de las Galaxias rodeado de chavalerío, no poder enternecerse a coro cada vez que Azarías repite cadencioso su (nuestro) “Milana bonita”, no poder sentir el rumor sordo de la gente que te rodea cuando el viejo Dersu Uzala abate al tigre, tienen una lectura política -sí, política- que no nos puede pasar desapercibida. Significan esas ausencias, ese funeral de recuerdos, esas tristes despedidas también, junto a tantas otras heridas importantes, el fracaso del Capital y del Mercado como solución de la cultura, como herramienta, en última instancia, de felicidad compartida. La única felicidad que nos sirve, la que nos separa del Lado Oscuro.

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J. Leopoldo
18/11/2018 12:03

"Todo en la vida es cine, y los sueños cine son!!
Estupendo artículo!!

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cfLopez
16/11/2018 8:50

Magnífico artículo Manuel.
Estoy en la esperanza de que algún día, el puñado de emeritenses que vemos las cosas de la ciudad desde otra perspectiva, consigamos coordinarnos para pensar la ciudad de otra forma. Pero me temo que ya vamos muy tarde.
Todo un descubrimiento tu capacidad literaria. Enhorabuena.

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#26175
16/11/2018 10:03

Pues sí, fundamental coordinarnos y juntarnos para intentar cambiar el modelo de ciudad

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Marta
15/11/2018 21:13

Precioso texto Manuel. Cargado de verdades absolutas. Salvo por quitarle un poco de importancia a lo que precisamente en estos cines se proyecta. Una sala donde todos los lunes viene muchos números, digo personas, a ver el Ciclo en VOSE y donde se puede ver este año la XIII edición del Festival de Cine Inédito de Mérida, documentales de arte fabulosos y alguna otra perla más, no merece desaparecer ni merece ser mercantilizado, así sin más. Y te dejo, que a las 21:30 se inaugura el Festival.

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#26115
15/11/2018 19:44

Buena oportunidad para que desde la administración local y autonómica se replantaen la actividad cultural, en concreto la cinematogrática. Hay que implementar y potenciar el circuito de películas de calidad y críticas, ya sea a través de los cines comerciales (algo que se está haciendo en el Foro de Mérida pero es insuficiente) o no lucrativos (como la filmoteca)

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#26114
15/11/2018 19:42

Sin contemplaciones, buenísimo.

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#26109
15/11/2018 19:28

Precioso texto y buena reflexión sobre la ciudad escaparate; hay que volver a socializar y recuperar espacios comunes y compartidos en la ciudad

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