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Memoria histórica
Entre nichos y cipreses, memoria y dignidad
Hace unos días enterramos a Fructuoso.
Fue su segundo entierro, lo que llamamos en el contexto de la memoria histórica una reinhumación, una palabra que no aparece en el diccionario porque se entiende que una persona ha de ser enterrada solo una vez, suficiente para que el tiempo la cubra con la capa cada vez más gruesa del olvido.
Así debería ser el curso natural de la vida y de la muerte, incluso cuando esta última se produce de forma fortuita e inesperada, a causa de un accidente o de una enfermedad sobrevenida.
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Quienes quedamos deberíamos tener al menos una oportunidad de decir adiós a nuestros seres queridos, comenzar a tejer el paño de la memoria donde bordar el recuerdo del tiempo vivido juntos. Siempre nos quedará el consuelo de saber dónde están, cuándo se fueron y en qué circunstancias. Tendremos un lugar, en el espacio o en el tiempo, al que acudir si algún día, triste o gozoso, deseamos echar un rato, charlar sobre las cosas de la vida que continúa, ahora sin su compañía, de la que dejonos harto consuelo su memoria.
Pero este no fue el caso de Fructuoso y por eso hubo que enterrarlo dos veces.
La primera de forma anónima, sin allegados a su alrededor, en calidad de traidor a la causa nacional, arrojado en una fosa sin nombre en el campo de concentración franquista de Orduña, provincia de Vizcaya, donde murió en 1941 de hambre, frío y extenuación. La segunda en el cementerio de su pueblo, Fuente del Maestre, al sur de Extremadura, 82 años después, con el reconocimiento de sus vecinos y vecinas, en un pequeño ataúd cubierto con la bandera constitucional por la que luchó y murió, la bandera de España con una franja que ahora no lleva, rodeado de familiares muy cercanos, entre ellos su hija, que le perdió cuando tenía solo 10 años de edad.
Los restos de Fructuoso han regresado a Extremadura en compañía de otros tres extremeños asesinados en el campo de Orduña por defender el régimen constitucional republicano
Los restos de Fructuoso han regresado a Extremadura en compañía de otros tres extremeños asesinados en el campo de Orduña por defender el régimen constitucional republicano. Tanto en Fuente del Maestre como en Villagonzalo y Badajoz se han realizado actos muy emotivos en los que se les ha deparado el último adiós.
En tales actos, como en tantos otros organizados por las asociaciones de Memoria Histórica, los organizadores y el público asistente suele estar compuesto por familiares, miembros de las asociaciones y personas muy comprometidas y concienciadas con la defensa de los derechos humanos. En la mayoría de las ocasiones, quienes asisten reúnen todas y cada una de estas características. Los actos, por lo general, suelen seguir un mismo guion, en el que el mayor protagonismo se da siempre a los familiares. La ceremonia completamente laica, impregnada de solemnidad, suele comenzar con el Himno de Riego, interpretado con un instrumento musical por alguien que presta su virtuosismo a tan digna causa de modo altruista. Continúa con el recuerdo de la persona a quien se va a dar entierro digno, a través de la voz de familiares, historiadores o historiadoras, miembros de las asociaciones y representantes de instituciones. La reivindicación y dignificación de las causas que llevaron a los desaparecidos y desparecidas a su desaparición forzada están muy presentes en el discurso.
El acto, para acabar, finaliza con el acompañamiento al ser querido a su última morada, en el cementerio de la localidad, donde se le da el último adiós entre palabras de dignidad, mientras suenan en un chelo, en medio del silencio que duerme entre nichos y cipreses, los acordes del Cant des Ocells, aquella pieza que tocó Pau Casals, en completa soledad, en el cementerio de Colliure en 1957, frente a la sepultura donde semanas antes habían sido reinhumados Ana Ruiz y su hijo, Antonio Machado.
Los discursos, entrecortados por el llanto y los suspiros, dicen más con sus silencios que con sus palabras
La parte más difícil de estos actos es la intervención de los familiares. Hijas e hijos, nietas y nietos y demás allegados ahogan su voz en un triste lamento a la hora de hablar de sus seres queridos. El micrófono amplifica la angustia, la tristeza, el dolor. Los discursos, entrecortados por el llanto y los suspiros, dicen más con sus silencios que con sus palabras.
Hace unos días un diputado ultraderechista de la Asamblea de Extremadura ha insistido en derogar la Ley de Memoria Histórica de Extremadura. No es de extrañar la insistencia en quien defiende postulados de partidos herederos del fascismo, en la convicción de que la memoria sienta en el banquillo del tribunal de la Historia, con mayúsculas, a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad.
Interesado tanto en el olvido como en la impunidad de tales crímenes, aboga por un apaño institucional que tiene más que ver con lo que significó la política de “reconciliación” de Franco, en la que siguió matando y ensalzando a los verdugos, que con la dignificación de las víctimas. La derecha en este país, tan desmemoriada y tan empeñada en seguir defendiendo, a capa y espada, los postulados del devenir de una dictadura, con los que frivoliza, le hace el juego a estos neofascistas que nunca dejaron de ser fascistas a secas, a sabiendas de que les encandila más su ardor guerrero y lejía que el control real de las instituciones.
Fructuoso Llorens Tolesano, Alfonso Tena Prieto, Manuel del Amo Jiménez y Salvador del Amo Jiménez, asesinados en el campo de concentración franquista de Orduña, han podido ser reinhumados en la tierra que los vio nacer, crecer y defender las libertades de un Estado legítimo, legal y republicano.
Inhumar proviene del latín humus, poner en tierra. De humus viene también la palabra humano. La reinhumación de estos extremeños —torturados, asesinados, desaparecidos— supone restituirles los derechos humanos que les fueron arrebatados.