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Libertad de expresión
Censura y autocensura en las artes escénicas
La relación del arte con el poder siempre fue conflictiva. El arte busca interpretar, reflejar, expresar, cuestionar la realidad, tal como la percibe el artista. Su visión no siempre es agradable para el poder y eso conlleva tensiones y ásperas reprimendas, especialmente si el artista depende económicamente del poder.
La pulsión censora de la derecha
Durante el franquismo cualquier obra artística debía pasar por la censura. La censura decidía si una novela, obra de teatro o canción debía ser escuchada, leída o representada. La ciudadanía nada tenía que decir, solo acatar. En una dictadura los censores “velan por el bien y la educación de los súbditos”, protegiendo y vigilando lo que deben saber y conocer. Aquellos que no respetan las reglas son multados, expulsados de los espacios públicos e institucionales y prohibidas sus obras.
Censura es sinónimo de dictadura, sea de derechas o de izquierdas. En una democracia liberal como la española, la censura no debería existir, aunque hay que recordar que en el Código Penal sigue vigente el artículo 525 que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos.
Desde la instauración de la democracia española en 1978, no han faltado intentos de censurar obras teatrales denunciadas por particulares o asociaciones. La constitución española garantiza la libertad de expresión, pero sectores de la derecha, bajo el paraguas de distintas asociaciones, como Abogados Cristianos, “velan por la moral” denunciando cualquier expresión que cuestione su visión ideológica del mundo.
Censura
Censura PP y Vox censuran en Talayuela una obra de teatro sobre violencia machista
A pesar de que las artes escénicas han perdido el fervor popular que tuvieron en otras épocas con frecuencia son golpeadas con prohibiciones, rechazos, cancelaciones, anulaciones, exclusiones (eufemismos para evitar la palabra censura) de algún espectáculo que no son del gusto del que los contrata, generalmente teatros públicos municipales gobernados por la derecha (PP y Vox, solos o en compañía), a veces, por la izquierda. Recordemos la obra Estrella sublime, dialogo entre la Virgen y una camarera, censurada en 2013 por varios ayuntamientos andaluces; la representación de títeres La bruja y don Cristóbal, acusada de exaltación del terrorismo durante los Carnavales de Madrid, cuyos titiriteros fueron encarcelados y más tarde liberados sin cargos; Orlando de Virginia Woolf en Valdemorillo; La villana de Getafe de Lope de Vega en el mismo Getafe; Nua, una radiografía de los trastornos alimenticios en Palma de Mallorca; El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca en Briviesca; y ahora El señor puta o la degradación del ser en el ayuntamiento de Talayuela.
La censura no debería existir, aunque hay que recordar que en el Código Penal sigue vigente el artículo 525 que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos
Por desgracia la censura y anulaciones de contratos no es exclusiva de la derecha y la extrema derecha, la historia de los titiriteros en Madrid ocurrió durante el mandato de Manuela Carmena, cuya responsable de Cultura, Celia Meyer, se apresuró a condenar a los titiriteros antes de conocer el contenido de la función.
Todas y todos los políticos hablan de la necesidad de la cultura. María Guardiola, actual presidenta de la Junta de Extremadura, lo expreso hace pocos días en twitter:” La cultura es la expresión más sagrada e irremplazable de la humanidad. Ni se censura ni se moldea”. Es una frase hermosa que la mayoría de los políticos firmarían, pero las actuales políticas culturales no se enfocan hacia el conocimiento y la sensibilidad artística, la expresión colectiva o el desarrollo crítico, sino hacia la mercantilización y la banalidad de la industria del entretenimiento y el turismo.
La cultura y el teatro, como bien público a proteger y desarrollar, se ha mutado en un producto que debe encontrar su lugar en el mundo mercantilizado, donde todos los espacios sociales e individuales deben estar dispuestos a intercambiados comerciales.
Los ridículos argumentos del gobierno de Talayuela
Tras las prohibiciones y censuras a espectáculos por parte de algunos ayuntamientos gobernados por la derecha más intransigente, la ciudadanía (destinatarios de esas programaciones) deberían tener algo que opinar. ¿Pero existen espacios en los teatros públicos dónde los espectadores puedan expresar sus opiniones?
Y los artistas, ¿cómo se protege su libertad de expresión? ¿Queremos un arte y una cultura libres o domesticadas al servicio del poder?
El Ayuntamiento de Talayuela (Cáceres) gobernado por PP, VOX y Extremeñistas, prohibió el espectáculo El señor puta o la degradación del ser de D´liria Producciones, a pesar de estar contratado a través de la Red de Teatros de Extremadura. Justifica la censura por “su alto contenido violento”, destacando que “la mayoría de los asistentes a las representaciones teatrales en Talayuela son niños acompañados de sus padres y abuelos, y continuar con la programación de la obra no habría tenido sentido porque los menores no podrían acceder a la casa de la cultura”.
Por desgracia la censura y anulaciones de contratos no es exclusiva de la derecha y la extrema derecha, la historia de los titiriteros en Madrid ocurrió durante el mandato de Manuela Carmena
¿Todos los espectáculos que programan en su Casa de la Cultura son para público familiar? ¿No realizan actividades ni programaciones para adultos? La excusa de los responsables municipales es grotesca y cae por su propio argumento.
Obviamente los ayuntamientos gobernados por partidos que rechazan la existencia de la violencia de género, el cambio climático, la memoria histórica o la diversidad sexual, no pueden tolerar espectáculos que denuncien esa violencia, defiendan la igualdad sexual o la dignidad de las víctimas del franquismo. Pero, ¿es admisible que una corporación municipal censure espectáculos e imponga a sus vecinos programaciones que solo tienen que ver con sus criterios ideológicos? ¿Debemos tolerar en ayuntamientos democráticos la existencia de la censura y adoctrinamiento ideológico?
Convendría conocer el sistema organizativo de las artes escénicas en España y como los ayuntamientos se han convertido en el espacio central de la contratación escénica, transformándose en los nuevos empresarios de paredes (termino con el que se designaba antiguamente a los propietarios de teatros que alquilaban sus espacios a las compañías). Los espacios municipales, teatros, casas de cultura, auditorios, etc. son propiedad de los municipios; las corporaciones municipales y sus servicios culturales los responsables de su programación. Estas áreas de cultura contratan a las compañías con dinero público, por lo que ellas marcan, a través de técnicos y concejales, los criterios estéticos, morales e ideológicos de sus programaciones.
La autonomía artística y la libertad de creación
El gobierno socialista del año 82, elaboró un ambicioso plan de recuperación y nueva creación de edificios escénicos públicos en todo el país. Tras varias décadas los edificios se construyeron, pero limitados a ser meros contenedores de producciones ajenas; es decir, teatros púbicos municipales sin dirección artística ni producción propia, tan solo consumidores de espectáculos ajenos, cuyas programaciones se realizan sin ninguna participación ciudadana y sin contar con el tejido social de sus territorios. Las asociaciones de espectadores ―lo que ahora llamaríamos de públicos― en muchos casos fueron el motor para recuperar antiguos teatros y sus primeros gestores, han ido desapareciendo y son escasas las que permanecen activas.
El resultado es un paisaje de espacios escénicos, en todos nuestros pueblos y ciudades, que deben comprar espectáculos para justificar los edificios que han construido. Sus limitados presupuestos obligan a reducir sus equipos de gestión que, a duras penas, pueden desarrollar programas artísticos para sus territorios. La participación ciudadana en estos teatros, mayoritariamente municipales, es la de meros consumidores-espectadores de productos seleccionados y filtrados por técnicos y políticos.
Los creadores tenemos una amenaza más grave cada vez que concebimos un espectáculo o nos aventuramos a invertir en una producción, una coacción que se llama “autocensura”
El sector artístico y creativo queda destinado a ser un mero proveedor de productos de consumo cultural rápido que debe amortizar sus creaciones con los beneficios de las ventas de los espectáculos, como cualquier otro producto mercantil. Sujetos a las leyes del mercado, los ayuntamientos son compradores de productos escénicos que tienen derecho a elegir o rechazar lo que les plazca. Ellos filtran y controlan a sus proveedores artísticos: compañías, productoras, distribuidoras, a través de convocatorias, subvenciones, redes, programas de municipios, diputaciones, autonomías, etc.
El teatro como servicio público pasa a convertirse en un negocio donde los artistas deben vender sus productos acomodándose al gusto de sus clientes. Pero el cliente no es el espectador sino el intermediario que programa, sea en la figura de técnico o concejal de cultura.
La autonomía artística y la libertad de creación difícilmente puede darse en un sistema que para ser contratado exige adaptarse a criterios populistas de espectáculos de risa fácil, digeribles en su banalidad, sin pretensiones críticas, sociales o intelectuales, solo enfocados al entretenimiento. Es frecuente oír aquello de “la gente cuando viene al teatro lo que quiere es no pensar y olvidarse de sus preocupaciones”, como si la diversión solo tuviera que ver con estúpidas representaciones de “usar y tirar” para “matar el tiempo”, expresión que tanto sulfuraba a Lorca.
Los teatros quedan en manos de técnicos y políticos que programan para complacer a un supuesto público, en función de sus criterios estéticos e ideológicos. Pero se olvidan que no hay un público, sino muchos, tantos como diversidad social en una población y que el arte no está solo para complacer, sino también para cuestionar, diversificar miradas, criterios, mostrar otras sensibilidades y mundos estéticos.
A veces surgen tensiones entre un espectáculo y una minoría que lo rechaza, no siempre se puede complacer a todo el mundo. Para evitar conflictos, los “demócratas bienpensantes” no censuran y prohíben el espectáculo, lo evitan y no lo contratan; así se configura una cultura de la mediocridad con espectáculos domesticados, fáciles, sin riesgos y sin conflictos.
La autonomía artística y la libertad de creación difícilmente puede darse en un sistema que para ser contratado exige adaptarse a criterios populistas de espectáculos de risa fácil, digeribles en su banalidad
Los profesionales quedamos desvalidos y sin defensas ante la creación artística. Sin espacios propios de creación los creadores no pueden dialogar, intercambiar experiencias con los públicos de sus territorios, solo deben elaborar mercancías artísticas y venderlas a los destinatarios anónimos de los “bolos”.
La excepcionalidad del sistema escénico español que lo diferencia del resto de las estructuras europeas, es que ha eliminado los teatros de residencia, con estructuras artísticas propias de creación y gestión. Teatros ligados a sus territorios, trabajando con el tejido social de sus ciudades, pueblos o comarcas, dónde compañías con residencia estable crean en función de las diversidades sociales de sus territorios. No hay más que mirar el funcionamiento escénico de nuestros vecinos portugueses o franceses, para entender la indefensión de la creación escénica en España.
La censura ha vuelto a nuestros teatros de manera descarada y zafia, cayendo en el ridículo y golpeando las débiles economías de los cómicos; pero los creadores tenemos una amenaza más grave cada vez que concebimos un espectáculo o nos aventuramos a invertir en una producción, una coacción que se llama “autocensura”, pues nadie se pone a trabajar o invertir dinero y patrimonio en una producción que no va a encontrar teatros donde sea contratada o sibilinamente “ninguneada” o censurada.