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Laboral
Un poco más
Me despierto y me encuentro con un mail de Tajo de hace unas horas, cuando aquí eran las tres de la mañana y allí las ocho de la tarde. Es algo que ha escrito, la primera entrega de una newsletter. Me atrapa desde el primer momento: admiro su estilo y su talento para combinar la frialdad de las cifras —latitudes, distancias, densidades de población— con algunos destellos poéticos. Cierro el documento y abro Telegram, le escribo “qué guay la newsletter, quiero leer más” y voy al baño.
Vuelvo a la cama. Estoy probando a ponerme dos despertadores, uno a las 8h y otro a las 9h, y leer entre medias porque si no nunca encuentro el momento. Se me pasa la hora volando y aun así hay algo que no termina de funcionar; leer se siente como una forma de trabajo, algo que debo maximizar.
De casa al café Paradiso tardo unos quince minutos a pie. Me he citado ahí con unos alumnos para hacer intercambio de idiomas porque siento que no estoy aprendiendo mandarín todo lo rápido que debería. En el ascensor me suena el teléfono y un tipo con acento de Pekín me dice que está llegando con mi paquete. Al salir del portal ahí está, con dos packs de 24 botellas de agua que he comprado por Taobao. Le ayudo a descargarlos y me fijo en sus uñas, largas y sucias. Él es muy moreno, seco, tiene la piel de un viejo pero debe de rondar mi edad. Me sonríe y le devuelvo la sonrisa preguntándome qué habré hecho yo para merecer ese gesto.
Normalmente iría andando, pero llego tarde y decido coger una de las bicis azules de Alipay. Ahí me doy cuenta de que es uno de esos días grises y fríos de Pekín en los que todo el mundo camina en silencio. Hace mucho viento; mi bici se zarandea mientras esquivo a decenas de repartidores —en mi cabeza se llaman kuaidí, así, con énfasis en la i—, unos también en bicicleta, otros en moto y otros en una especie de carricoche. Todo el mundo conduce de cualquier forma y los kuaidí se cruzan para entregar los vasos de té con leche, la comida a domicilio, las cajas de ibuprofeno, los caprichos, los productos de primera necesidad. Su característica más peligrosa es la invisibilidad; no los ves si no te fijas, el ojo se acostumbra rápido a ignorarlos, son como un elemento más de la ciudad, una invasión silenciosa que está por todas partes, el sistema circulatorio de Pekín, su mecanismo de redistribución, de ósmosis.
El intercambio dura dos horas. Ya en el comedor me pongo los cascos y como en silencio. No puedo evitar fijarme en los trabajadores de los puestos, gente mayor, morena, gente que migró del campo. Son los únicos que hacen ruido, se ríen a todo meter y tratan a sus clientes con cariño, como si todos esos chavales fueran sus propios hijos que vuelan hacia arriba, imparables, a lomos del ascensor social.
Las clases se me pasan volando. De vuelta a casa veo a tres tipos subidos a una cornisa en un edificio de la universidad. Me cuesta fijar la vista por el viento helado pero ahí están, trabajando en un andamio improvisado. Inmediatamente pienso en Aire sur L’Adour, en los compañeros de trabajo que murieron al salirse de la carretera y cuyas muertes narré en una novela (grave error, porque ahora se me aparecen de la materia de la que está hecha lo literario). También pienso en María, en su padre, en cómo un solo instante puede cambiar para siempre la vida de una familia, y le mando un Telegram: “Perdona que no te haya escrito estos días. Estoy con mucho lío. Te echo de menos”. Las escenas de los accidentes me asaltan, no puedo evitar imaginarlas: alguien que se sale de una comarcal a 160 por hora, alguien que está abriendo una zanja y se le viene encima un terraplén, alguien que se cae de un andamio en una tarde helada de Pekín. Esta mañana he visto en Twitter que ha habido un huracán en Illinois y han muerto seis trabajadores de Amazon a los que no les dejaron abandonar su lugar de trabajo. Vuelvo a mirar hacia arriba y no sé por qué pienso que, si no le diera tiempo a gritar, ni siquiera se oiría nada, caería en el césped y nadie se giraría, se mantendría el silencio casi meteorológico de la ciudad.
Una vez mi padre me contó por qué se lleva tan bien con su amigo Pepe. Estaba currando con una cuadrilla, la mayoría magrebíes, en la planta de enlatado de conservas de Pepe, a las afueras de Guadalajara. Mi padre se tenía que encargar de montar todo el sistema de refrigeración, así que estaba subido en una escalera y armaba unos soportes casi a la altura del techo. No llevaba casco y la escalera era una mierda, pero otro obrero la sujetaba. Luego no recordarían qué pasó exactamente, alguien gritó algo, el otro soltó la escalera, mi padre perdió el equilibrio. Cayó desde seis metros de altura y se lo tuvieron que llevar a Urgencias, donde le dijeron que tendría que estar un mes en reposo. Mi padre se cabreó y el médico le dijo que podría haber sido mucho peor, que podría haber muerto, pero en ese momento él solo pensaba en que iba a estar un mes sin cobrar.
Cuando le preguntaron qué estaba haciendo en el momento del accidente inexplicablemente mintió: montar un aire acondicionado, limpiar las canaletas, buscar una pelota que se le había colado a su hijo en un árbol. Los médicos no preguntaron más y Pepe quedó para siempre agradecido y fascinado por el raro gesto de integridad moral de mi padre y le siguió pagando el sueldo durante el mes que no pudo trabajar.
Me he preguntado muchas veces por el significado de esa historia, por la enseñanza que pueda encerrar, por la posibilidad de cimentar una amistad sobre un pacto de silencio masculino en torno a un caso flagrante de incumplimiento de la prevención de riesgos laborales. Abro WhatsApp y le mando un audio a mi padre preguntándole cómo está, cómo va La Carretilla (su restaurante) y pidiéndole que me vuelva a contar la historia del accidente. Tengo que grabarlo dos veces porque no me acuerdo de cómo se dice en árabe “accidente”. Pienso: se me está oxidando la lengua de mi padre.
Estoy a punto de llegar a la urbanización cuando oigo algo que rompe el silencio de la ciudad. La gerente de un banco ha atropellado a un kuaidí al salir de un párking. El hombre está en el suelo, junto a su moto, y la mujer lo mira desde el interior del vehículo. Él tiene la cabeza cubierta de sangre. Me acerco y lo reconozco: es el hombre que me trajo el agua por la mañana, debe de trabajar por la zona. Quiero ayudarlo, pero para cuando reacciono ya hay un tipo arrodillado junto al kuaidí que le pregunta si está bien. No sé bien qué hacer así que me meto las manos en los bolsillos y echo a andar hacia mi casa.
Me lavo los dientes pero me dejo la ropa puesta para seguir estando incómodo y asegurarme de que luego me levantaré a hacer un poco de deporte. Abro el ordenador y me pongo a revisar la novela. Ya son las 17h, las 10h en España, y me llega un Telegram de Tajo. “Hola Munir. No sé tío yo creo que no voy a escribir más, lo he releído y me parece una mierda”.
La tarde transcurre entre conversaciones con Tajo, preparar las clases y la corrección de la novela. Sobre las 20h me llega un SMS con la clave para mirar mi cuenta del banco. “Tajo tía que ya puedo mirar la cuenta y tengo como 5.300 euros”. “Qué dices tú, yo no he tenido eso en mi vida”. “Ya, yo tampoco, estoy flipando”.
Intento convencerla de que siga con la newsletter. Me dice “nah, no pasa nada, solo soy una pija teniendo ideas de mierda” y me cabreo un poco, le digo que no es una pija y que si todas las personas que se cuestionan sus privilegios se acaban callando por sentimiento de culpa solo hablarán los imbéciles. No me responde y no sé si se ha enfadado.
Me llama mi madre. Me dan las 12h hablando con ella y al colgar me meto en la cama. Pienso que el día no me ha cundido en absoluto, que al final no he hecho deporte ni casi nada de lo que tenía que hacer. Tajo me responde: “Munir tronco, es que precisamente solo hablan los imbéciles”. Digo “pos eso” y luego “Tajo me voy a sobar, no puedo más, he cancelado el intercambio del jueves porque no me da la vida”, pero sí puedo más, por supuesto que puedo más, todos podemos siempre un poco más.