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La semana política
Cambio de rasante
El desafío al Estado por parte de la Comunidad de Madrid acentúa la crisis institucional y del modelo político de 1978.
Entre marzo y abril, en el peor pico de la pandemia, un camionero llegó a alarmarse porque veía que la cebolla que transportaba cada día se estaba agotando en los almacenes. El pico de la demanda fue tal, que la hortaliza más identificada con la cocina de este paisito del sur mediterráneo estuvo a punto de faltar. Finalmente, se doblegó la curva de la cebolla. Todo pudo volver a un curso predecible de acontecimientos. Hay un alivio al comprobar que, al margen de lo que ocurre en la superficie, lo cotidiano sigue funcionando.
Naturalmente, eso que ocurre en escena lo tapa todo. Incluso la propuesta política fidedigna, que podemos identificar con la pregunta “cómo garantizamos que no nos falten las cebollas pase lo que pase” parece un momento de lo falso. La pregunta en la sesión de control del Gobierno del pasado martes sobre cómo se van a repartir los fondos del paquete de ayudas europeo ─llamado Next Generation─ fue solo un contrapunto en la gran zarzuela de la crispación política.
Pese a los acordes propios del país, la temática es la misma que se está dando en todo el mundo: la sensación de que no hay nadie al mando de lo que realmente importa lleva a enormes capas de la población a una sensación de desamparo que tiene su reverso en la demanda de que alguien tome en control.
Las apelaciones tanto de izquierdas como de derechas a que “alguien” intervenga, sea el rey, el Gobierno central, un elefante blanco, el sursum corda, los tacañones del artículo 155, Kofi Annan, la madre Teresa o, incluso desde un mayor realismo los hombres de negro de Angela Merkel y Wolfgang Schauble, solo sirven para mostrar la desorientación en el ambiente. No hay líderes únicos ni árbitros y quien, teóricamente, estaba programado por el sistema para serlo se ha decantado por ser solo referente de una de las partes.
Nadie por sí solo tiene la potestad para recuperar el control. Y eso es bueno. Está escrito que esa ausencia de un liderazgo supremo es la mejor fórmula para garantizar que la soberanía reside en el pueblo. Algo que, de hecho, también está siendo cuestionado en esta época acelerada. De eso va esta columna.
El diputado 53
Cuenta Ronald Fraser en La Maldita Guerra de España (1808-1814) que, en los días previos al estallido del 2 de mayo, el primer ministro de Fernando VII escribió al Gobierno de Napoléon Bonaparte para rogar que no se pusiese en cuestión la Ley Natural que establecía que la dinastía Borbón era el fundamento primero de la nación española. Esa Ley Natural se fundaba en un pacto de sujeción basado en la “única elección” del rey absoluto por parte de sus súbditos. Esa sola elección, eterna en cuanto divina y, por supuesto, no democrática, fue puesta en crisis durante la invasión del ejército de Murat. (También contribuyó a ese cuestionamiento el servil peloteo de Fernando VII al emperador Napoleón). La crisis general que estaba en torno a la caída del Antiguo Régimen dio lugar a la noción de soberanía popular que crece a partir de la Constitución de 1812.
En la actualidad, la defensa del rey como depositario de “una única elección” como la que ha realizado el líder del PP, Pablo Casado, así como la insurrección al Gobierno de la alta judicatura, abordan de lleno de la cuestión de la soberanía y en quién reside. Si en el pueblo, por fragmentado que esté hoy día, o en la élite, encarnada por el monarca pero apuntalada por el poder económico, el judicial, el ejército y los albaceas de esa élite en las altas administraciones del Estado. Quien quiera ver el vaso medio lleno puede congratularse de que ese conflicto fundamental se consiguió soslayar, devaluación salarial y sociedad de consumo mediante, en el periodo de democracia más prolongado de la historia de España.
La pregunta ha vuelto, aunque no lo haya hecho bajo la fórmula esperada “monarquía-república”. Ha contribuido a ese retorno la corrupción de la Casa Real durante el periodo de Juan Carlos I, la deliberada clausura del acceso a la carrera judicial de sectores no vinculados a esas élites, y la actual crisis de alianzas globales, que ha convertido al ejército, vinculado a los intereses de Estados Unidos desde antes de la entrada en la OTAN, en un aval soterrado para la expansión de Vox y el trumpismo sociológico. Contribuyó, en tiempos pretéritos, el cuestionamiento de la soberanía de los mercados en los años 2011-2012, apuntando a la verdadera clave del temor de las élites. Pero esa quiebra ha quedado sepultada por la huida hacia adelante de la política hacia lo que pomposamente se ha llamado post-verdad.
Desde 2017, la cuestión territorial ─que no es post-verdad sino una realidad histórica como un piano de cola─ ha conllevado la declinación del primer representante de la parte contratante, el rey, hacia las posiciones de ese sector que promulga un absolutismo de nuevo cuño en el que no cabrían ni los partidos independentistas ni los comunistas. Y, como demuestra el posible destierro de Indalecio Prieto del callejero de Madrid, está por ver si los socialistas moderados.
La cuestión de la intervención sirve para hacer pasar por momentáneo ─y para personalizar en Díaz Ayuso─ un problema que tardará en resolverse décadas
Al contrario que en la vieja ley de 1978, que trató de conseguir la integración mediante un reconocimiento parcial de la realidad plurinacional, es decir, la relativa soberanía de los distintos pueblos que componen España, la propuesta del actual “Partido del rey” pasa por un regreso tácito a una Ley Única superior y preexistente a esos pueblos. Las contradicciones entre la ley vieja del 78 y la que se quiere imponer desde las élites, no obstante, está creando una distorsión fabulosa.
Competencias e incompetentes
El conflicto en torno a la desobediencia de la Comunidad Autónoma de Madrid ante las medidas a tomar para detener la transmisión comunitaria del sars-cov2, que ha estallado esta semana tras la ruptura del pacto de no agresión firmado hace escasos 12 días, apunta al principal punto de quiebra de la Constitución de 1978.
La disputa política pone en primer plano el sistema de competencias transferidas a las Comunidades en mayor medida incluso que la intervención de Catalunya en los años 2017-2018. Entonces, todo fue orientado a crear la percepción de que el Estado infligía un castigo a la Administración díscola. Ahora, hay un juego de espejos deformantes: la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, confunde intencionadamente el lenguaje sobre responsabilidad y competencia para soslayar su responsabilidad y tapar su incompetencia. Establece, además, una diferenciación entre los barrios a los que no necesita agradar y aquellas zonas donde se expresa la libertad privilegiada de la élite, y mimetiza a esa élite con el interés económico general.
El Gobierno duda si reconocer abiertamente que la capacidad de intervención del Estado, más allá del control de los desplazamientos, es limitada. Incluso aunque se asumiera el enorme conflicto político y, sobre todo jurídico, que iba a generar esa toma del control por parte del Estado central, no se iba a solucionar el problema. Serían los mismos altos cargos de la administración madrileña quienes gestionarían el embrollo que se creo en torno al deliberado maltrato de la atención primaria, esta vez con la coartada de que las directrices son dictadas por un poder que está por determinar si es superior al del sistema autonómico. En la disputa, pasarían semanas, sino meses, hasta que se imponga un sistema de rastreos, se contrate más personal médico y se tome el control sobre la pandemia. Pero va a mantener vivo, al contrario, el debate sobre el recorte del Estado de las Autonomías, un juego en el que, finalmente, solo pueden ganar las concepciones más absolutistas de la política.
Es una nueva oportunidad para Díaz Ayuso que (los negocios primero) ya ha aprovechado para aprobar, sin quórum y en condiciones de dudosa garantía democrática, una Ley del Suelo que, incluso si la estrategia del PP sale mal, servirá para seguir reproduciendo las condiciones de ventaja de la élite a la que pertenece su proyecto.
A sabiendas de esto, la dirección de Génova ha optado por hacer lo que mejor sabe ─defenderse/atacar en los tribunales─ para escalar la apuesta. Solo la Junta de Castilla y León pisó el freno, en la comisión entre territorios y Sanidad, a esa escalada contra el Estado propiciada por sectores del propio Estado.
La cuestión de la intervención ─de “recuperar el control”─, al contrario, sirve para hacer pasar por momentáneo ─y para personalizar en Díaz Ayuso─ un problema que tardará en resolverse mucho más tiempo, como es si se puede construir una soberanía del pueblo de Madrid.
Nadie a quien esperar
La élite se hizo con el significado de los hechos del 2 de mayo pese a que la idea primitiva de la soberanía popular surge, aunque minoritaria y mistificada, en torno a esa crisis. También en ese período nacieron las Juntas, que no eran otra cosa que estructuras para gestionar las competencias políticas y sociales sobre un territorio dado. Un modelo federal inacabado e imperfecto que, hasta ahora, ha aparecido y desaparecido de la historia a través de la represión. Fue una respuesta que se produjo cuando ya no se esperaba a nadie y después de amortizar políticamente a Manuel Godoy, en quien se personalizaron las circunstancias de una crisis absoluta que, obviamente, sobrevivieron a la caída del personaje.
República
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Como los paralelismos históricos no sirven, puede esperarse que la escenografía golpista, que se está desarrollando en el comienzo de la mayor crisis económica desde los primeros 20 años del régimen de Franco, se detenga mediante un arreglo que reconozca que, a fin de cuentas, será el eje Bruselas-Berlín-Goldman Sachs el que determine las nuevas condiciones para élites y súbditos. Sin embargo, ese frágil arreglo puede no satisfacer a quienes se vean arrastrados por las nuevas medidas de austeridad programadas para que no pierdan (es decir, sigan ganando) la élite financiera global y la élite parapetada tras el rey.
En la propuesta política fidedigna sobre cómo se van a repartir, cuánto se va a poder ejecutar y, sobre todo, para qué van a servir los fondos europeos ─incluyendo en la ecuación qué contrapartidas van a tener esos fondos─ se juega parte de la política del hoy que puede proyectar una adaptación a las nuevas circunstancias del fallido sistema de reparto actual. Pero sin una propuesta política que proyecte un futuro fuera del alcance del fascismo, es decir de recuperación de la soberanía perdida durante décadas de neoliberalismo dirigido desde Madrid, las élites no tendrán nada que temer. Con democracia liberal o sin ella, podrán aprovechar este cambio de rasante para establecer su propia ley.
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Tres frentes que están poniendo en peligro el principio democrático de la “soberanía reside en el pueblo”: VOX y el rey (“Partido del rey”), la luchas de poder entre el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid y el neoliberalismo que tratará de apropiarse de los fondos europeos. En esta guerra habrá muchas batallas que ganar para que el principio de soberanía popular, surgido de la Revolución Francesa y de la sublevación popular de 1808, deje de estar cuestionado. La CGT ha convocado una huelga general en la Comunidad de Madrid, el debate entre República o Monarquía está tomando fuerza, los PGE van a ser expansivos y sociales frente a los de la derecha, austericidas y elitistas, las demandas de los sectores sanitarios y educativos públicos, sobretodo en la Comunidad de Madrid, van en la línea de recuperar y consolidar lo público, la lucha por nacionalizar la empresa Alcoa y otras para evitar el cierre y la destrucción de puestos de trabajo (¿otoño caliente?) obligarán a reindustrializar el país, etc. etc.
El bloque de las izquierdas, la sociedad civil organizada y los movimientos sociales tienen tareas por delante para que el principio de soberanía popular se refuerce.