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Historia
Falsos camaradas, el episodio que cambió la historia del PCE
El primero de abril de 1939 el franquismo dio por finalizada la Guerra Civil dejando en la memoria colectiva aquel “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Hoy sabemos que aquel parte inició nuevas contiendas. Por un lado, la consolidación de un universo represivo, poliédrico e implacable, que arrojó muerte, cárcel, exilio y estigma social a los sectores democráticos del país mediante la construcción de una eficaz arquitectura represiva judicial e institucional. Por otro, superada la guerra de frentes, la explotación del éxito contra los restos de un enemigo que se había replegado y al que se buscaba aniquilar, política y físicamente.
En este marco, terminada la II Guerra Mundial y a las puertas de la Guerra Fría, el régimen intensificaba la persecución de la débil oposición existente en el interior. Y, de entre toda ella, el PCE como enemigo a batir: por su apuesta por la resistencia armada y por su futurible papel en la conversión del régimen en aliado anticomunista occidental. En cifras: entre octubre de 1946 y enero de 1947 hubo más de dos mil detenidos, se dictaron 46 penas de muerte y la suma total de condenas ascendió a 1.744 años de prisión.
Falsos camaradas es el nuevo libro de Fernando Hernández Sánchez, profesor titular de la Universidad Autónoma de Madrid y de Educación Secundaria y autor de prestigiosos estudios sobre la historia del PCE durante la dictadura, como Camaradas de un comité menor: Una larga guerra civil (1936-1947) o Los años de plomo: la reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953). El autor asegura que la caída de 1947 bien merece un monográfico porque marcó un punto de inflexión en la historia de la organización. El libro, lejos de ser una lectura académica y densa, se lee con agilidad, facilidad y dinamismo. Se presenta como un “thriller” y combina, con exquisito equilibrio, la solidez investigadora y la escritura fina y apetitosa. Pretende evitar “que nuestros libros sean verdaderos ladrillos que espantan a un público generalista” y “como decía José Luis Sampedro y me gusta repetir de mi maestro, Ángel Viñas, «hay que escribir con rigor, pero no con rigor mortis»”.
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El autor explica que sus investigaciones previas ya dejaban intuir el brutal impacto que tuvo la infiltración policial en las filas del PCE y su determinante papel en la caída de 1947, pero “los avances en la investigación fueron posibles porque se desclasificó el expediente profesional de Roberto Conesa, al cumplirse veinticinco años de su muerte, y porque apareció en los archivos de Defensa el expediente de José Satué, uno de los principales dirigentes comunistas afectados por aquella caída, que había estado «extraviado» desde 1986”. Así pues, Hernández Sánchez reconstruye de manera minuciosa el proceso de infiltración de diversos servicios policiales del franquismo en el seno del PCE y su papel en la caída 1947.
Partido Comunista de España, 1947: un punto de inflexión
Acabada la II Guerra Mundial, el Partido mantiene la esperanza de una intervención internacional en España. La guerra de ayer aún era hoy. El estado de guerra que se proclamó en las plazas que se sumaron a la sublevación contra la República entre el 17 y el 20 de julio de 1936 seguía vigente, y lo estuvo hasta junio de 1948. La militancia del PCE se encuentra recluida en cárceles, dispersa en el exilio, aislada en los montes o enterrada quién sabe dónde después de ser fusilada al alba. Pero se mantiene la esperanza. Pese a su escasa y precaria estructura en el interior, el PCE, desde el exilio, había promovido la creación de Agrupaciones Guerrilleras, con un importante impacto entre 1945 y 1947. Pero la caída de 1947 sumió al PCE en una situación tan crítica que fue el núcleo de presos en la cárcel de Burgos el que asumió la dirección en el interior del país ante la ausencia de cuadros capaces en libertad. “Esa es una metáfora perfecta de las pretensiones del régimen”, comenta Hernández Sánchez, “el PCE no era orgánicamente, en aquellos momentos, una amenaza real para la dictadura, pero representaba, eso sí, un espíritu de resistencia inagotable a pesar de los reiterados golpes recibidos”. Un antes y un después: “Según las propias memorias anuales de la Brigada Político Social, nunca se volvieron a contar en años sucesivos semejante número de detenciones”.
A partir de ahí, los años comprendidos entre 1947 y 1956 fueron una auténtica travesía del desierto. El PCE renunció a enviar al interior nuevas delegaciones de su dirección, optando por remitir instructores que intentaran conocer la realidad y reorganizar modestamente estructuras muy básicas y “fue el comienzo del fin de la lucha armada, que al año siguiente fue desaconsejada por el propio Stalin en una reunión mantenida en Moscú con Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo y Francisco Antón, en la que les recomendó que optaran por la penetración en las estructuras del régimen, como los sindicatos verticales”. A ello cabe sumar, en pleno apogeo de la Guerra Fría, la ilegalización del PCE en Francia en septiembre de 1950.
Según explica Hernández Sánchez, 1947 cambió la historia del PCE: “Quemó definitivamente a toda una generación que provenía de los tiempos de la guerra y la resistencia antifascista y sembró de duda y desconfianza a los que lograron escapar a las redadas masivas, lo que favoreció nuevamente la estrategia represiva que buscaba la parálisis de todo tipo de actividad opositora”. Pero ¿qué sucedió exactamente en 1947?
“Lee y difunde, camarada”: de la esperanza a la derrota
El ciclo represivo contra el PCE se agudizó con la detención de José Satué, recién llegado del exilio francés por orden del Partido. En aquellas, el aparato de propaganda era crucial para la organización comunista y clandestina. Uno de los tres cargos dirigentes de las denominadas troikas era el de “agitprop” —acrónimo de agitación y propaganda—. Siguiendo el aforismo leninista, el propagandista comunicaba muchas ideas a poca gente, pero el agitador comunicaba una a una multitud. De ahí la importancia de poseer una imprenta que, además, atestiguaba la continuidad del combate contra la dictadura.
El aparato de propaganda se había convertido a principios de 1947 en una de las grandes debilidades del Partido Comunista de España en el interior. Los números de Mundo Obrero salían a destiempo y con bastantes deficiencias políticas y técnicas. Y en esta situación, los comunistas, para recuperar presencia social, intentaban preparar dos números especiales de 5.000 ejemplares cada uno para conmemorar el 14 de abril y el 1 de mayo.
Los integrantes de la policía franquista pasaron a servir al nuevo régimen surgido de la transición sin que tuvieran que rendir cuentas por sus actividades durante la dictadura
Según algunas fuentes, los problemas eran culpa sobre todo del tipógrafo. Estaban muy descontentos con él porque actuaba por su cuenta, cortando y poniendo lo que le daba la gana. También insistía sospechosamente en reunir a todos los responsables de sector para aclarar las dudas y enmendar los errores sobre el contenido del periódico. El dubitativo y chapucero tipógrafo era en realidad un topo, un agente de la Brigada Político-Social: Roberto Conesa. Conesa, el más implacable enemigo del Partido, había logrado infiltrarse en las tripas del PCE y la operación iba a propiciar un golpe demoledor a la resistencia. Conesa se había visto en varias ocasiones con Satué antes de su detención y, según contó Gregorio Morán, fue él quien, sonrisa mediante, lo recibió en la Dirección General de Seguridad (DGS). Pero en aquella operación el franquismo no solo cazó enemigos.
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Gregorio Morán ha subvertido algunos de los mitos fundacionales de la Transición Española. Con la reedición de su historia del PCE del periodo 1939-1985, el periodista asturiano vuelve a discutir el relato oficial de un partido puesto al servicio del deseo de cambio e introduce nuevos factores que permiten conocer cómo se produjo el batacazo electoral y político de un partido que había sido irresistible en la clandestinidad.
Falsos camaradas, traidores y vendidos
El golpe a la estructura no se explica tan solo por el papel de Roberto Conesa. Dos de los cuatro miembros más prominentes de la troika del interior habían resultado ser infiltrados y llegaron a lo más alto con el aval de Santiago Carrillo y la dirección en Francia. Luis González Sánchez, “el Rubio”, y José Tomás Planas, “el Peque”, confesaron todo lo que había estado en sus manos: información sobre el Partido, juventudes, mujeres antifascistas e intelectuales. Pero no fueron los únicos. El libro retrata, con nombres y apellidos, los perfiles que participaron en la estructura de infiltración e información de la policía franquista para derrotar al PCE.
La gama de personajes que se prestaron a colaborar era polifacética. Los había que llegaron a esa situación por desmoralización, sin medios de vida, con cargas familiares, estigmatizados en todo lugar y, sobre todo, desesperados que el final siempre anunciado como inminente de la dictadura no llegara. Evidentemente, también estaban los que se vendían, por dinero, por alguna prebenda —un estanco— o por recuperar algún bien incautado. Estaban los que podrían ser presionados a través de sus familias, la promesa de liberación de un pariente preso o la posibilidad de conseguir medicinas o tratamiento para la cura de un enfermo. Los había que no soportaban la tortura y la presión de intentar sobrevivir semanas en la Dirección General de Seguridad sin pasar a disposición judicial, recibiendo palizas diarias y siendo amenazados con hacer daño a sus parientes. Y, por último, pero no menos importantes, estaban los infiltrados. Profesionales, instruidos y miembros del cuerpo. Quizá, por su trayectoria y su ambición, el más conocido sea Roberto Conesa: ingresó en la Policía en 1939 después de haber flirteado con las Juventudes Socialistas Unificadas y, tras varios ascensos, fue nombrado jefe de la Brigada Político-Social hasta que esta fue disuelta en 1976.
¿El punto de conexión y vertebración de todos ellos? La Brigada Político-Social (BPS). En algunos libros recientes, como Simplemente es profesionalidad. Historias de la Brigada Político Social de València, de Lucas Marco, o La Secreta de Franco: La Brigada Político-Social durante la dictadura, de Pablo Alcántara, se pone en primer plano el papel de la Alemania nazi en la construcción de la BPS. Hernández Sánchez suscribe estos análisis: “La inspiración de la BPS es plenamente nazi. La OSS —servicio de información norteamericano antecesor de la CIA— reflejó las relaciones entre los aparatos represivos franquistas y sus homólogos nazis. De hecho, se atribuye su diseño a unas conversaciones mantenidas por Heinrich Himmler y jerarcas de Falange en el segundo semestre de 1942, basándose en los informes remitidos al primero por varios responsables de la Gestapo y de la Kripo —policía criminal— enviados a Salamanca y Burgos entre 1936 y 1937”.
Los protagonistas de la historia que narra el libro son otro caso de viejo policía franquista insertado ejemplarmente en las fuerzas del orden de la nueva democracia. Los integrantes de la policía franquista pasaron a servir al nuevo régimen surgido de la transición sin que tuvieran que rendir cuentas por sus actividades durante la dictadura. Hernández explica que “recordaba Jorge Semprún que, durante un acto oficial, ya como ministro de Cultura, le intentaron presentar al comisario Ballesteros, al que se permitió despreciar. Pero más allá de la justicia poética, la penal no les alcanzó. A ninguno. Se jubilaron con sus galardones, sus pensiones y sus recompensas”. Una batalla contra la impunidad que aún está por ganar.