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Gentrificación
El arrabal contra el feudo virtual
Más allá de la M-30, en los extramuros, aún hay gente que con una guitarra y una cerveza echa la tarde y quien te grita “¡vecina!” sin mayor intención que saludar. En los extramuros, a pesar de lo imposible, si afinas el oído se oye el mar.
—Disculpen las molestias.
Y él ahí, parado, con una sonrisa, repite una vez más el discurso que tú ya conoces, y te mira sin reconocerte y te cuenta que es del barrio, que no puede trabajar porque tuvo un accidente y la mano...
—Y... bueno, hoy por ti, mañana por mí.
Sacas unas monedas, sonríes, tratas de ser amable y, cuando se va, recuperas la conversación en el mismo punto en el que la dejaste. Y te olvidas, pero no te olvidas.
—En el centro es peor. En el centro es constante.
Es cierto, aquí son cinco, los conoces. Hace tiempo que no ves al más joven. A saber. Allí no. Allí el lujo y la miseria conviven con obscenidad.
—No está mal el barrio... —como si de antemano se diera por hecho que iba a estar mal. Porque, de antemano, se daba por hecho que iba a estar mal. Porque vives extramuros. Y extramuros están los guetos, las miserias y, bueno... No vives extramuros, vives fuera de la M-30, la nueva muralla feudal que separa a ciudadanos de habitantes.
—Bueno, podía estar mejor... —lo dices pensando que en tu barrio la gente honrada lo pasa mal y mira que con poquito se apañan, mira que a las siete de la tarde todos los portales huelen a cebolla pochada y a amor de legumbre, y que, en este parque, los niños descarados juegan a la pelota bajo el ominoso cartel que prohíbe jugar a la pelota y ancianas con minúsculos perritos de raza incierta, que bailotean con sus patas cortas entre las piernas de los paseantes, salen como caracoles, con todos sus años a cuestas, despacito, al primer rayito de sol que la vida les conceda.
—Bueno, claro. Es que entre los narcopisos y esta gentuza... —y no habías pensado tú en los narcopisos y te escandaliza la palabra gentuza. ¿Qué gentuza? Miras a tu alrededor y no ves gentuza. Y a ti, que te dan cierta ternura los yonkis sentados frente a la biblioteca, que solo entran para ir al baño, y que a saber cómo les fue, qué les pasó, que se dividen entre los que aún tienen familias que los acogen y los que están solos, los que se quedaron solos y no les queda más remedio que abrir una casa vacía para no dormir a la intemperie. Que buscan en la basura la carroña de un desahucio para venderla en el suelo, a un euro el libro, el que sea, unas zapatillas usadas, un jarrón feísimo que quiere ser francés y que adornó durante 20 años una televisión de tubo catódico junto a una foto de alguien vestido de primera comunión.
—¿No te da miedo que te roben? —y piensas que sí, pero no estos. ¿Qué me pueden quitar estos? ¿20 euros? ¿Un teléfono? Piensas en que aquí hay gente a la que le quitan las casas, el bar de toda la vida, el trabajo, la posibilidad de ir al médico, su dignidad... Piensas que eso no lo ven las cámaras de seguridad que brotan por el barrio como hongos en los árboles. Chivatos mecanizados de la vida cotidiana. Agentes inquisitoriales sin compasión ni criterio.
—Aunque parece que va mejorando el barrio, ¿no? Os han abierto un VIPS y hay un Carrefour 24 horas.
Very important people. Nos han abierto un VIPS aquí, donde nadie es realmente importante. Y un supermercado 24 horas donde jóvenes licenciados ocupan la caja de noche, aceptando el vasallaje necesario para sobrevivir y los pordioseros se agolpan en la puerta corredera demandando algo de misericorida en la iglesia del Mercado, nuevo dios omnipotente que se hace carne en el consumo y exige el sacrificio de los hijos primogénitos, de los que no tendrás porque no podrías mantenerlos. Y por fin respondes.
—También han abierto varios templos, mezquitas, iglesias y un número inconcebible de casas de apuestas. Nos han convencido de que aquí solo nos puede salvar un golpe de suerte o un milagro.
—Bueno, hay que trabajar... —como si aquí nadie trabajase, en este barrio con talleres de coches, con peluquerías a tres euros el corte, con bares con la cocina permanentemente abierta, a seis euros el menú mientras el diezmo se lo permita. Como si los que aquí no tienen trabajo fuera por puro elogio a la pereza, como si no hubiese leyes que les regulan si pueden trabajar, como si tuviesen la posibilidad de que alguien les ofreciera un trabajo.
Vivo extramuros de la villa. Aquí los afortunados somos plebe. Los desafortunados, vagabundos. Nunca has visto callos en las manos de la clase alta. Ni esas ojeras de madre que labura. No te creas que las posesiones representan el esfuerzo. Aquí hay gente que se esfuerza tanto... Abre tan pronto la panadería Nurdín, y cierra tan tarde... Y lo ves paseando chibakías por los bares. En el local desnudo, su mujer, sentada con los niños, haciendo los deberes, dispuesta a levantarse para atender si entras. Y te cuenta, tan joven, tan cansada, que pagando el alquiler y la luz de la tienda no llegan a mil euros, pero que hay que intentarlo. Nurdín va a la mezquita, hace su Ramadán y espera una ternura de Alá que nunca llega. Y te cala una lluvia diminuta y sucia, pero no está mal el barrio, y el frutero te llama por tu nombre, y de noche hay un silencio conventual, porque todos duermen, porque todos se despiertan de alborada. En este barrio que no está tan mal, en el que los chavales aún se ofrecen a llevarle la compra a las vecinas, en donde el café con leche cuesta un euro y una sonrisa, y donde nadie te dice cómo tienes que vestir, si tienes que perder peso, o ganarlo, donde comparten el mismo banco la mujer con el chador, la adolescente en minifalda, el anciano con sombrero y miran a la misma plaza que, tal vez por un descuido, conserva los árboles crecidos, la hilera de casas bajas, tan humildes, tan rebeldes, tan frágiles.
En este barrio, donde todos ignoramos las ordenanzas que nos impiden tener flores en el balcón o tender la ropa en la ventana, donde las humedades remueven los cimientos de las casas y los hombres, y esperamos que lleguen las fiestas para celebrar lo que somos, que no queremos que nos domestiquen. Pagamos nuestros tributos, expiamos nuestros pecados, lidiamos como podemos con la servidumbre involuntaria y tratamos de crecer como los lirios del campo.
—Ya no vas al centro nunca. ¿Has pensado en montarte aquí algo? —y te ríes, no te hace falta ir al centro a ver pasear a gente que finge que la vida es amable y que están adaptados. No quieres pisar otro gastrobar, otro suelo de cemento pulido bajo la luz led de las lámparas vintage. Al que vive dentro de la villa se le llama villano. Tú no quieres mentir más ni necesitas hablar de ti. Viniste huyendo de aquello, ¿cómo vas a ser tan idiota de traerte la miseria de espíritu que tanto te aterra? Son unas pocas paradas de metro, pero es otra cultura. Has venido a escuchar, has venido a aprender, no a evangelizar en una fe que no profesas. No a dar un golpe de Estado, a crear un Estado, a fundar una réplica de la moral ciudadana, a que nadie te cambie oro por espejos.
—Pero, bueno, os están poniendo más Policía, más seguridad. En dos días este barrio va a estar muy bien —y tiemblas, te entran sudores fríos. Y parquímetros, y más cámaras, y más desahucios, y más control, y habrá que cumplir las ordenanzas.
—La modernidad es la Edad Media —le dices.
Lo dices en serio. Piensas: “La máxima expresión del capitalismo es la esclavitud”. Piensas: “El control de las costumbres, de las opiniones, de las blasfemias, de la herejía de la normalidad estandarizada, es la nueva Inquisición. El Familiar del Santo Oficio, el delator, eres tú mismo, es la tecnología que monitoriza tus hábitos, tus pensamientos”. Piensas que llaman gentrificación a la manera digitalizada de echar sal sobre los campos. Pero aún falta. Aún estás a tiempo. Es solo cuestión de verlo. De que lo vean todos. Y tal vez tú también estás esperando un golpe de suerte, o un milagro.
No está mal el barrio. Aquí aún hay gente que con una guitarra y una cerveza echa la tarde, quien te grita “¡vecina!” desde la otra acera, sin mayor intención que saludar. Aún hay adolescentes roneando en las esquinas, con su ropita nueva, con su pose de Instagram. Niños de todos los colores, con bicicletas prestadas, corriendo por la plaza. Aún puedes decir que no llevas suelto y que Juan te diga “déjalo, otro día”. Aún hay esperanza. Y en este barrio, donde de noche hay un silencio conventual por que todos duermen, porque todos se levantan de alborada, aunque no haya un dios que ayude al que madruga, jurarías que, a pesar de lo imposible, si afinas el oído, se oye el mar.
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Qué grande eres, Paula Llaves. Desde un rincón de Galicia me has hecho sentir de regreso en Carabanchel donde crecí. No es tan distinto el viaje, yo tampoco vine a evangelizar sino a aprender..., y aún sigo en ello. Un abrazo.